Días antes de que la jueza Flores lo detenga todo, en un receso de mediodía, tras comer de pie un frío sándwich junto a sus abogados y dos de sus nietos, Efraín Ríos Montt se sienta en la sala de audiencias casi vacía a leer el Código Procesal Penal de Guatemala. Sería demasiado fácil inferir que busca en él salidas jurídicas a su situación como acusado. En realidad es más probable que solo lo esté ojeando para pasar el rato. El exdictador está relajado. Ya ha dicho que no concederá entrevistas, pero no rehúye la charla informal y le quedan ganas de bromear.
—Veo que durante el juicio toma notas, general. ¿Escribe acerca del proceso?
—Se supone.
—¿Se supone?
—Usted me preguntó si escribo sobre el proceso. Le respondo que se supone que sí, ja ja.
—Ja. Replanteo la pregunta. ¿Sobre qué escribe?
—Sobre lo que acontece cada día, sobre lo que va ocurriendo...
—Le resultará duro estar aquí, acusado.
—¿Qué es suave en la vida?
—A su edad, supongo que apartarse de la política.
—Uno nunca deja la política. Respirar es un acto político.
—Digamos que cuando ostentó el poder no esperaba acabar siendo juzgado por genocidio.
—Uno cuando toma decisiones no espera que suceda esto, pero igual hace las cosas que tiene que hacer.
Si en 1982 Ríos Montt negaba las masacres en el Quiché, en entrevistas concedidas los últimos años se ha limitado a lamentarlas y a negar su responsabilidad sobre lo sucedido. “La historia tiene que juzgarle a uno. Lo que sí es interesante es que yo estoy aquí. Tengo 25 años de estar trabajando en política. 25 años. No estoy improvisado. Conozco las necesidades de mi pueblo y sé más o menos las condiciones de mi nación. Ahora lo que sí es cierto es que tengo la conciencia tranquila ”, respondió en 2000 al periodista alemán Andreas Boueke. “Si hubiera tenido la desfachatez de matar, yo mismo me mato”, le dijo a la agencia AP en 2003.
En la sala de audiencias, día tras día, los abogados del exdictador han insistido en apelar a la reconciliación del país tras la guerra, a la falta de conocimiento que un jefe de Estado tiene sobre lo que sucede en el campo de batalla, y al axioma de que en todo conflicto los enfrentamientos entre bandos dejan víctimas civiles, como si estas tres ideas fueran conjuros que, al repetirse, cobraran el poder de abrir mágicas puertas de salida para los defendidos. Enfrente, evidentemente más preparada y enfocada, la acusación ha presentado el testimonio de un desplazado ixil tras otro, de decenas de familiares de muertos o desaparecidos, de mujeres sometidas a esclavitud sexual, y un sinfín de informes forenses sobre las fosas comunes y los cientos de cadáveres hallados a la vera de caminos, en canchas de fútbol, el patios de antiguos cuarteles. Ha presentado como peritos a académicos guatemaltecos, estadounidenses y europeos con décadas de estudios sobre el racismo en Guatemala, sobre las migraciones forzosas de indígenas en Quiché y en las Verapaces, sobre las violaciones sexuales usadas como arma de guerra en genocidios anteriores, sobre el funcionamiento de la cadena de mando, sobre los planes Victoria y Sofía, diseñados y ejecutados por el ejército guatemalteco a inicios de los 80 y en cuyo marco se cometieron las atrocidades denunciadas y atribuidas, entre otros, a Ríos Montt y Rodríguez. Documentos, fotografías, y el vídeo de la mítica entrevista de 1982 con la documentalista estadounidense Pamela Yates y la periodista mexicana Blanche Petrich, en la que el mismo Ríos Montt afirmó tener el control absoluto de las operaciones del ejército y restó credibilidad a los reportes de las masacres.
A mediados de abril, los representantes del Ministerio Público, AJR y CALDH decían que se sentían satisfechos con el rumbo del juicio y confiaban en lograr la condena. Sin embargo, en un país de tradición conspirativa como Guatemala, los argumentos de los abogados defensores del exdictador y su exjefe de inteligencia se antojaban demasiado previsibles y demasiado huecos como para pensar que en ellos reposaban todas las ansia por salvarse de un hombre como Efraín Ríos Montt. Por eso la acusación ya temía que debajo de una baldosa jurídica rota se escondiera una trampa diseñada para dejar sin pies el proceso.
Sentado dos filas detrás del general que lee está uno de sus abogados, Danilo Rodríguez. Es un antiguo guerrillero que ante los medios insiste en poner su historia personal como prueba fehaciente de que Guatemala -con toda la grandilocuencia que esconde el nombre de un país- ha superado los rencores de guerra interna y Ríos Montt está, por tanto, en paz con la historia.
—Mire, no cuestionamos ningún hecho. No negamos que hubo terrorismo de Estado -dice, mientras termina de almorzar en la misma sala de audiencias. Todo en este lado del juicio parece rudimentario, improvisado-. Lo que decimos es que esto que pasó no es genocidio. ¡No había intención de destruir a los ixiles como grupo!
—Hay un patrón de conducta, una cantidad de casos... Nadie puede creer que fue esporádico.
—Lo que hay que hacer es procesar al oficial que dirigió el operativo, y de ahí ver si recibió órdenes o no, e ir al comandante de zona, y así, ir subiendo. Y viendo si su superior lo ordenó o no lo detuvo.
—Es evidente que ningún mando detuvo las masacres.
—Entonces que se juzgue a los comandantes de zona. Al fin y al cabo fueron los comandantes los que pusieron a Ríos Montt en el poder y los que lo quitaron un año después. Pero acá se viene una operación en cascada en contra de todos los militares. Si condenan, el ejército va a ser un ejército paria, rechazado internacionalmente e internamente.
“Un ejército paria”, “todos los militares”. La estrategia de fondo de la defensa es construir un banquillo de acusados gigante, en el que quepa todo el ejército, el sector empresarial que financió la guerra o se lucró con ella, toda Guatemala si hace falta.
Durante las jornadas del juicio en su contra, se hizo evidente que los compañeros de armas, los antiguos seguidores, los viejos socios políticos, y obviamente los muchos enemigos de Ríos Montt, le habían dejado solo en la sala de audiencias. Pero sería más preciso afirmar que, en una región en la que los empresarios, políticos o militares acusados de un delito casi nunca llegan a probar su inocencia porque logran la victoria previa de evitar ser procesados, la razón de que el general esté en ese banquillo es precisamente que, cuando llegó el momento de esquivar la justicia, estaba solo. Ahora, la estrategia de la defensa es que toda Guatemala sienta que es la acusada y tiene que salvar no a Ríos Montt, sino a la patria y su buen nombre. La estrategia es vencer la soledad de Ríos Montt.
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El 5 de abril, en la décima jornada de debate público, un testigo de la acusación, Hugo Ramiro Leonardo Reyes, sacudió los cimientos del proceso. A través de videoconferencia por razones de seguridad y oculto bajo una gorra, Reyes, al que el Ministerio Público presentó como un mecánico que trabajó en la brigada de ingenieros del ejército asignada al área ixil, entre 1982 y 1983, afirmó haber visto en varias ocasiones cómo oficiales del ejercito cometían ejecuciones de prisioneros ixiles después de emborracharse, y con lujo de butalidad. La orden en la zona era, dijo, “indio visto, indio muerto”. En medio de un relato de atrocidades -“llevaban de tres a cinco personas, a veces seis, todas golpeadas, con la lengua cortada, otros tenían las uñas quitadas”, dijo- señaló al presidente Otto Pérez Molina, como sabedor de estas torturas y responsable también de ejecuciones de ixiles en la aldea de Salquil Grande, al norte de Nebaj. “En Salquil Grande quemaron las casas. Allí mandaba el mayor Tito Arias, más conocido como Otto Pérez Molina. Y déjeme decirle que allí también hubo ejecuciones”, dijo.
La sala entera respondió al nombre de Pérez Molina con un rumor de comentarios y alerta. Por años, mucho antes de que llegara a la presidencia, en diversas aldeas del área ixil el nombre de Otto Pérez Molina se ha ligado a relatos macabros de torturas y ejecuciones. Reyes estaba apenas haciendo público lo que muchos ixiles y defensores de derechos humanos consideran desde hace tiempo un secreto a voces. Hubo, de inmediato, gestos de satisfacción entre quienes quisieran ver juzgados a todos los responsables de las masacres y entre quienes en los últimos años han denunciado o tratado de evitar la candidatura de Pérez Molina por la sombra de posibles violaciones de derechos humanos que le persigue. Pero las declaraciones del mecánico del ejército no eran un motivo de alegría para el Ministerio Público, sino un problema.
Los acusadores habían tratado, en los días anteriores, de evitar que sus testigos pronunciaran el nombre de Pérez Molina. No querían alimentar el clima de alarma que la defensa trataba de crear en todo el ejército y en los sectores políticos y económicos cercanos a él. La fiscal general Claudia Paz y Paz había asegurado una y otra vez que el presidente, a pesar de sus continuas declaraciones públicas negando el genocidio, ha respetado en todo momento la independencia de poderes en lo referente al caso Ríos Montt. Pero esta declaración podía cambiar eso.
Temerosos, el jueves 11 de abril el Ministerio Público y los acusadores particulares decidieron en secreto suspender la presentación de dos peritos internacionales previstos para los días siguientes: el periodista estadounidense Allan Nairn, autor de una serie de reportajes televisivos en el área de Nebaj en 1982, y el general Restituto Valero, militar español que ha estudiado a profundidad el documento de la Operación Sofía. Fuentes cercanas a la acusación explican que en el testimonio de ambos, incluidas las imágenes del trabajo de Nairn, se iban a repetir las referencias a Pérez Molina, así que, con boletos de avión comprados y reservas de hotel hechas, se anuló su viaje. Colocado en un doloroso dilema estratégico entre apuntalar ante el tribunal la esencia genocida de la Operación Sofía y su ejecución, o enviar una declaración de paz al presidente y su entorno político, con fuerte influencia en la Corte Constitucional, el Ministerio Público optó por lo segundo. A esas alturas no se trataba ya de ganar el juicio, sino de salvarlo.
“Lo que nos preocupa es que en cualquier momento haya un acuerdo político que involucre a la Corte Suprema de Justicia o la Corte de Constitucionalidad y que detengan el juicio antes de que llegue a su fin”, me dijo Edgar López, abogado de AJR, al término de la audiencia del viernes 12 de abril, cuando en teoría quedaba una semana, o 10 días, para que acabara el debate y se dictara sentencia.
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Es sábado. Dos decenas de jóvenes, con las gorras militares, cascos y boinas de sus padres y abuelos, reparten stickers en una calle de la colonia Lourdes, una zona residencial a las afueras de Ciudad de Guatemala llena de pasajes cerrados y garitas de seguridad privada. Posan para las cámaras de los periodistas imitando un saludo soldadesco, bromean, sostienen la correa de un par de perros de raza pitbull. Parecen parodiar el estereotipo pero todo es verdad: sonrientes hijos de militares guatemaltecos con camisetas en las que se lee “paracaidista” o “kaibil” entregan adhesivos en los que se lee “los guatemaltec@s no somos genocidas” mientras por la megafonía que han instalado para la ocasión suena música de marimba y cumbia.
Entre los presentes están los dos nietos mayores de Efraín Ríos Montt: Juan Carlos y Pablo, también con camisetas, también con boinas, pero tratan de pasar inadvertidos. El vocero del grupo se llama Jorge Alberto Reyes, estudia derecho y es hijo de un coronel. Su padre, dice, combatió en el Quiché pero, dice, nunca participó en masacres.
—No es un juicio al general, sino al país entero. ¡Nos quieren ver como a Ruanda!
—O como a Alemania.
—¡“El ejército genocida de Guatemala”, así le van a decir! Dirán que mi papá es un genocida.
—No si, como dices, no participó en las masacres.
—¡Pero es que no hubo genocidio! Claro que en Guatemala somos racistas; si vemos a alguien que viste corte lo vemos feo, pero es porque aquí hay dos sociedades, la de los ricos y la de los pobres.
—Y el ejército, durante la guerra, ¿no sirvió a los ricos?
—Sí, el ejército le defendió los intereses al empresariado, es cierto. Por eso decían que era el ejército de los ricos, pero en el Quiché, donde fueron las masacres, no había intereses económicos.
A pocos metros, un hombre de unos 60 años que se ha unido a la protesta festiva trata de argumentar ante una atónita periodista que los testigos del juicio mienten en sus relatos, especialmente las mujeres que denuncian violaciones por parte del ejército:
—Ahora que me no vengan a decir que gente como este coronel –señala una camioneta que acaba de pasar-, discúlpeme la palabra pero se ha llegado a coger a un montón de indígenas. Eso sí no… la gente indígena tiene un cierto olor un poco feo, así femeninamente, muy fuerte allá abajo, porque no se bañan… tiene que estar uno muy necesitado para haber tenido sexo con tanta indígena...
De repente suena una canción infantil. “Tu soldado... es un hijo, un amigo, un hermano... tu soldado es un ser querido a quien amamos...” Es una canción que sonaba a menudo por televisión en los 80, durante la guerra, en horario infantil. Parte de la propaganda del gobierno. Los niños y niñas guatemaltecas, como un juego, se la aprendían y la cantaban.
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La suspensión del juicio coincidió con el inicio de una guerra de comunicados públicos firmados por algunas de las figuras más reconocidas de la sociedad guatemalteca, unas a favor de una condena, muchas otras defensoras de que nunca hubo un genocidio. Los principales medios de comunicación del país, en lo que respecta al caso Ríos Montt, llevaban meses paseando por el acantilado de la neutralidad, alternando columnas de opinión a favor y en contra de una posible condena contra el exdictador o del juicio en sí mismo, como si la verdad se escribiera por votación de mayoría simple. Cabeceras de credibilidad, como El Periódico, cobraron tarifa publicitaria por incluir entre sus páginas suplementos enteros firmados por la Fundación Contra el Terrorismo, con el título “La farsa del genocidio en Guatemala. Conspiración marxista desde la Iglesia Católica”.
En medio de esa radicalización militante, el análisis del exvicepresidente Eduardo Stein -aunque él también está preocupado- resulta sosegado. Revestido del honor que en la política centroamericana acompaña a quienes conservan el sello de académico, Stein es un pensador de izquierda al que la izquierda guatemalteca no perdona que en 2004legitimara el gobierno derechista de Óscar Berger aceptando ser su vicepresidente, y que en la última década se haya acercado cada día más a las élites empresariales. Hoy en día se le considera asesor de cabecera del G8, un cónclave no oficial de empresarios que reúne a las fortunas tradicionales más conservadoras del país.
Sostiene que en los años 80 no hubo genocidio, y firmó el 15 de abril con 11 personas más -exfuncionarios del gobierno Berger e intelectuales de izquierda y derecha- un comunicado titulado “Traicionar la paz y dividir a Guatemala” , que afirma que una condena causaría “una agudización de la polarización política que revertirá la paz hasta ahora alcanzada.” Stein niega el genocidio porque cree que los motivos de las masacres fueron otros, y porque lo considera una necesidad, una urgencia. Pero a medida que el café se consume y que la tensión de la conversación le va aislando del entorno, de esta cafetería-librería de la exclusiva zona 10 en la que nos encontramos, parece que descarga otras verdades, otros conflictos escondidos en el juicio.
—Lo positivo es que se está abriendo por fin un debate amplio en la sociedad guatemalteca sobre lo que pasó. Hasta hace poco esto era un debate de microélites, y muchos consideramos que es legítimo y necesario que se juzgue a los responsables de los excesos, que los hubo, porque hubo una crueldad increíble de ambas partes. Del ejército entraron golpeando a las comunidades de cierto territorio porque obviamente los vieron como colaboradores de la guerrilla. Pero es que el delito de genocidio implica cosas que consideramos muy complicadas para nuestro país.
—¿Como cuáles?
—El asunto es que el delito de genocidio no es imputable únicamente a una sola persona, aunque en la formalidad jurídica y en la justicia transicional sea así. ¡Quien está siendo acusado es el Estado guatemalteco!
—¿Lo que está en juego no es que Ríos Montt vaya o no a la cárcel?
—No. En un juicio como este, muchas veces a las víctimas se les otorga derecho a territorio. Así ha sido casi siempre en la jurisprudencia contemporánea, así fue en los Balcanes. ¡Y eso sería la pulverización del Estado guatemalteco!
—¿Se refiere a que los ixiles reclamen algún tipo de autonomía?
—No solo eso. ¿Quién puede anticipar o adivinar si seguido a que se considere genocidio este atropello contra los ixiles los cachiqueles, los quichés, etcétera, van a demandar también, pidiendo la recuperación de sus territorios ancestrales?
La tierra es el eterno motivo de conflicto en Guatemala. La CEH señala la estructura agraria del país como el principal factor de exclusión y causa de la tensión social y política que desembocó en la guerra y las disputas por la forma de explotación o por la tenencia de la tierra -en un país que en pleno siglo XXI no tiene un catastro unificado- siguen siendo hoy el principal factor de violencia en el país. En el área ixil, en las comunidades de desplazados, de las que han salido la mayoría de testigos en el juicio contra Ríos Montt, los campesinos cuentan cómo el ejército, tras expulsarles de sus tierras y quemar sus casas y cosechas, entregó a otras familias -también ixiles- sus parcelas. Y desprenderse de la tierra, para los ixiles, es perder el sustento, pero también desgajar su identidad, porque la tierra no es solo un recurso, es la madre, adonde se pertenece.
Los abogados de AJR y CALDH aseguran que en la mente de los querellantes del juicio por genocidio no está la compensación económica, sino el reconocimiento de su dignidad, la justicia. “No hay planificación de lo que viene después”, dice Edgar Pérez, abogado de AJR. Se pone evidentemente nervioso cuando se le pregunta por la posibilidad de que si hay condena las víctimas reclamen, como ocurrió en el juicio por la masacre de las Dos Erres, la devolución de tierras. “Hay que manejar ese tema con responsabilidad... Se quiere crear alarma. Recuerda que esta no es una causa contra el Estado, sino contra individuos”, dice.
Tres días después de la sentencia, si algún día hay sentencia y condena contra Efraín Ríos Montt y Mauricio Rodríguez por genocidio y crímenes contra la humanidad, se celebraría una audiencia privada para que víctimas y condenados pacten -así lo establece la ley- una “reparación digna”. Pero los abogados no quieren adelantarse todavía a ese punto.
Rigoberta Menchú, la histórica defensora de los derechos indígenas en Guatemala y la primera persona que acusó a Efraín Ríos Montt de genocidio, en España, en 1999, sí coloca la tierra en el horizonte de la lucha de las víctimas mayas del conflicto: “Muchos militares antes eran soldados que cuidaban la finca del terrateniente, pero hoy son ellos los terratenientes”, dice, “y por eso hay tanta concesión minera; porque son casi vendepatrias.”
—Hay quien tiene mucho miedo a las consecuencias de este juicio. Y no hablo solo de extremistas o gente ideologizada -le planteo a Eduardo Stein.
—Mirá, hay algo que es cierto: hay un temor atávico en la sociedad ladina guatemalteca, y es que los indígenas bajen de las montañas y les despojen de lo que tienen. En Guatemala una mitad de la población no ha tenido acceso a la cudadanía, ha sido mano de obra barata, etcétera. Cualquier atisbo de que de verdad puedan ejercer su ciudadanía da miedo a aquellos que durante años los vieron solo como servidumbre.
—Ese es un miedo racista.
—Lo terrible del racismo es que lo mamaste de la cuna y, como es cultural, es parte de tu forma de ver la realidad, no lo percibes: asumes que los indígenas nacieron para servir.
Gustavo Porras, exdirigente guerrillero del EGP y uno de los intelectuales de izquierda más respetados de Guatemala, firmó el mismo documento que Stein. Y testificó en el juicio como parte de la defensa. Y ha concedido entrevistas en las que advierte que si se condena a Ríos Montt, pero sobre todo si se asienta judicialmente el hecho de que hubo genocidio, la paz política de Guatemala se romperá en pedazos. En una entrevista concedida a Plaza Pública, dijo:
“El pueblo de Guatemala no tiene ni idea de lo que está en juego. (…) Yo se lo he dicho a la cúpula empresarial: todo esto es algo que ahora nos está reventando en la cara, y es a causa de los siglos y siglos de abandono y desprecio. Un indígena se siente más identificado con un noruego que con los guatemaltecos cabrones a los que no les importa ni madre, ni los trajes, ni la cultura.”
En otras palabras: no hubo genocidio, no pudo haberlo, porque eso abriría la puerta al desmembramiento territorial de Guatemala, y pondría en riesgo la paz, y la culpa de todo es de los guatemaltecos, de las élites, que no han incorporado a los indígenas al proyecto de país.
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El 16 de mayo de 1999 se celebró un referéndum en Guatemala. El país todavía se recuperaba del paso del huracán Mitch, que había arrasado Centroamérica y causado 268 muertos en suelo guatemalteco, y debía decidir sobre su propia identidad y su futuro.
Menos de tres años antes, en 1996, se habían firmado los acuerdos de paz que ponían cierre a 36 años de guerra interna. En esos acuerdos, una guerrilla derrotada y el gobierno conservador de Álvaro Arzú, sostenido por un ejército vigilante que más que rendirse a la democracia parecía estarla otorgando, se habían prometido mutuamente un país próspero y justo. Impulsado por Arzú, el referéndum pretendía plasmar en texto legal los puntos sustanciales del acuerdo de paz: la reducción del ejército y su alejamiento de la política, el reconocimiento de la diversidad étnica de los guatemaltecos, la creación de un nuevo sistema de seguridad social... los rasgos de la nueva Guatemala.
Uno de los elementos fundamentales de la reforma era la definición de la nación guatemalteca como “pluricultural, multiétnica y multilingüe”, y el reconocimiento de las formas de espiritualidad y organización indígenas. Las lenguas mayas pasarían a ser cooficiales, el derecho consuetudinario indígena conviviría en ciertos casos con el sistema jurídico nacional, se reconocía el derecho de acceso a los lugares sagrados de cada pueblo y se prometían mecanismos de consulta para las decisiones administrativas estatales que afectaran a los pueblos indígenas.
Nada de eso se aprobó. Aunque los dos principales partidos políticos del país habían anunciado su respaldo a las reformas, ninguno de ellos, ni el Partido de Avanzada Nacional (PAN) de Arzú ni el FRG dirigido por Efraín Ríos Montt, movilizó a sus bases y solo un 18.6 % de los votantes inscritos acudió a las urnas. Mientras, el empresariado del CACIF sí desarrolló una fuerte campaña de oposición a las reformas constitucionales. Apenas un 40.4 % de las papeletas apoyaron el sí. En ciudad de Guatemala, un aplastante 68 % dijo que no a las reformas.
Los reportes internacionales de la época echaron la culpa a la indiferencia de los votantes indígenas, o a la falta de formación, o al miedo después de décadas sometidos a represión y a un sistema casi feudal de fincas y caudillos rurales. Arzú culpó de los pobres resultados a la ignorancia, a quienes “no leían los periódicos”. A la élite política guatemalteca no le interesaba reformular el país.
Solo 327,854 personas de un censo de 4.1 millones, en un país que entonces tenía 11 millones de habitantes, votó a favor de que la Constitución incluyera explícitamente a la mitad indígena de la población.
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—Claro que tiene sentido temer que la lucha por el reconocimiento del genocidio esté vinculado a la lucha por el territorio, o a una posible autonomía incluso. Si sobrepones los mapas de dónde se ha dado históricamente la lucha por el territorio y dónde fueron las masacres, coinciden automáticamente.
Claudia Villagrán no es sospechosa de comunista, ni de activista indígena. Fue subsecretaria de Asuntos Agrarios durante el gobierno de Óscar Berger -el mismo del que formaron parte Eduardo Stein y otros firmantes de su comunicado-, trabajó para la transnacional ENEL, que explota una planta hidroeléctrica en el Quiché, y después creó una fundación privada que se dedica a mediar en conflictos por tierra, un sector -el de los conflictos- siempre en alza. Ahora trabaja para empresas mineras, para cooperativas agrarias, para organizaciones campesinas en ocasiones.
—El miedo es a que una sentencia abra espacio para otras demandas y eso rompa más una sociedad que no ha encontrado caminos para la construcción de una propuesta común. Porque el tema de la tierra ya ha dejado de ser el tema de la tierra para convertirse en un debate sobre el modelo de desarrollo.
—¿Habla de miedo a la justicia por sus consecuencias políticas?
—Así es. La impunidad que ha reinado ha permitido a diferentes sectores, poblaciones, asuman ciertas formas de actuación a sabiendas de que no hay Estado capaz de frenarlos, y ahí incluyo no solo a las élites sino también a quienes expulsan a la Policía de sus comunidades. La posibilidad de que el sistema de justicia empiece a funcionar le para los pelos a mucha gente.
—Eduardo Stein dice que también hay un componente racial en eso.
—¡Claro! Si puedes caracterizar la pobreza, la exclusión, por grupo étnico, entonces tenemos un problema. Y no es un pequeño sector, no hablamos de minorías étnicas. ¡Hablamos del 50% de la población, o más! Somos más parecidos a una Sudáfrica que a un Ecuador... por eso hay temor a que un empoderamiento de los indígenas suponga un cambio de modelo.
—Esa comparación con Sudáfrica sí pone los pelos de punta.
—Es que así es... y se ha creado un fantasma similar al fantasma del comunismo en los 80. Hubo quien vendió sus tierras en carretera a El Salvador porque pensó que venía el comunismo, y ahora lo que amenaza la forma de vida de muchos es el fantasma indígena. Aquí no hay un Mandela, no hay un Evo Morales, pero nadie dice que no puede llegar a existir. Y desde las esferas del poder evidentemente todo se orienta a evitar que exista, porque ese día...
—¿Es eso lo que tiene parado el juicio contra Ríos Montt?
—Lo tiene parado el temor a que se descubran los lazos históricos de parte del sector económico con el conflicto armado, y obviamente que una condena empodere a los grupos que han abanderado la lucha por el territorio y el tema prenda fuego. Y lo tercero, las debilidades del mismo sistema judicial, en el que se enfrentan visiones distintas respecto a la justicia, respecto a qué tipo de justicia conviene.
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El 18 de abril Domingo Velasco, una vez comprendió lo que había sucedido, se confesó débil por un instante. Mientras la jueza Flores seguía hablando sin que ya casi nadie la escuchara, creyó que casi todo estaba perdido. Fue como si de repente un tronco se hubiera quedado vacío.
—¿Qué piensan hacer?
—No hay fuerza. La pusimos toda en el juicio -dijo.
Hasta que, escuchándose a sí mismo, corrigió:
—Pero podemos seguir. Si tenemos los abogados, podemos seguir.
Al día siguiente, el Ministerio Público recurrió en contra del fallo que anulaba el juicio a Efraín Ríos Montt y José Mauricio Rodríguez por genocidio y crímenes contra la humanidad. Y la jueza Yassmín Barrios anunció que no lo acataría por considerarlo “manifiestamente ilegal”. Tres semanas después, la resolución es papel mojado a la espera de que la Corte de Constitucionalidad se pronuncie definitivamente sobre su contenido.
El proceso, sin embargo, salió herido de aquella audiencia y no ha vuelto a avanzar con normalidad. El debate público se reinició el 30 de abril tras 10 días suspendido, pero ha sufrido nuevas y repetidas interrupciones. La estrategia de la defensa de presentar constantes recursos y amparos contra cada incidencia mantiene al juicio ahogado en un ajedrez legal.
“Este juicio significa dejar atrás el siglo XX y entrar al XXI con justicia”, ha dicho la fiscal general Claudia Paz y Paz. En los círculos jurídicos y políticos de Guatemala se da por seguro que ese tránsito descansa en las decisiones de tome durante las próximas semanas la Corte de Constitucionalidad en respuesta a los amparos de la defensa, y que su respuesta tendrá menos que ver con cuestiones de técnica jurídica que con los miedos o riesgos de quienes desde la política o el sector empresarial influyen en el sistema de justicia. Nadie sabe a ciencia cierta si el tribunal que preside Yassmín Barrios llegará a dictar sentencia en los próximos días o semanas.
El presidente Otto Pérez Molina, a quien muchos culparon inicialmente del intento de anulación de la jueza Flores, parece ahora haber asumido que la lectura internacional de lo que suceda, especialmente si el juicio no se completa, será política y marcará de forma indeleble a su gobierno. En una clara reivindicación de institucionalidad, ha dicho públicamente que espera que los últimos traspiés del proceso no impidan que termine en una sentencia, 'ya sea a favor o en contra'.
Estos días, todos los días, en los principales medios de comunicación de Guatemala se debate sobre la conveniencia o inconveniencia para el país de una condena. En el mapa de sensibilidades e intereses que el juicio ha despertado, el relato y los motivos de las víctimas se han vuelto de repente pequeños frente al aparente interés de Estado. No se escribe sobre los testimonios, sobre pruebas, sobre memoria. En estos días la opinión se ha convertido en razón jurídica.