Opinión /

Baktún chapín


Lunes, 20 de mayo de 2013
Benjamín Cuéllar

La reciente lectura del veredicto condenatorio para el genocida Efraín Ríos Montt es de alegría y victoria, porque en la lucha por la verdad, la justicia y la reparación integral para las víctimas no hay fronteras. Las víctimas de lo ocurrido en Guatemala, son las mismas de lo que pasó en El Salvador. Las hermana el dolor del sufrimiento, pero también el valor por hacer valer esos derechos que les son legítimos. Con ese coraje, igual que en Sudáfrica y otras realidades similares ya superadas, de nuevo ha quedado demostrado que su pasión e imaginación mueven a la compasión, la indignación y la acción eficaz, más allá de su propio entorno. Y así, con la solidaridad afectiva y efectiva de adentro y de afuera, logran derrotar la barbarie que no solo se da en medio de las prácticas sistemáticas de graves violaciones de derechos humanos; la misma continúa, al imponerse oficialmente la decisión de cubrirlas con el manto de la impunidad al decretar ilegales, inmorales e inaceptables amnistías.

Obviamente, lo acontecido en el vecino país tendrá repercusiones dentro de sus fronteras. Guatemala ya no podrá ser la misma después de este fallo histórico, pues Ríos Montt es el primer dictador latinoamericano acusado y declarado culpable dentro del sistema interno de justicia por la matanza de casi dos mil ixiles y los abusos sexuales a los que fueron sometidos sus mujeres, entre otras graves violaciones de derechos humanos. Todo ello, con la intención de destruir total o parcialmente a este pueblo. Por ese genocidio le impusieron cincuenta años de prisión y treinta por otros delitos contra la humanidad.

Esa sociedad necesitaba el desplome de criminales de ese calibre. No se trataba exclusivamente de ver caer autores materiales, que en su momento podían ser cualquiera entre tantos por ser solo eslabones prescindibles en la cadena del terror. Se trataba de sentar en el banquillo de los acusados a los imprescindibles de la misma; es decir, a su mando y sostén: quienes ordenaron, financiaron y encubrieron las atrocidades.

¿Para qué? ¿Para abrir heridas? No, porque las heridas están abiertas; tanto en los cuerpos lacerados de las víctimas como en el doliente de la sociedad, cuando los poderes egoístas y criminales la han sometido y la siguen sometiendo –en medio de una violencia actual intolerable– al tormento colectivo. ¿Para satisfacer deseos de venganza? No, porque las víctimas no buscan eso sino la paz personal, familiar, comunitaria y social, que solo llegan con la verdad y la justicia para abrirle el paso al perdón libre: sin condiciones pero también sin imposiciones.

Por eso Guatemala, hay que insistir, después de la condena del más intocable de los intocables hasta hace un tiempo, no será la misma. Con el fin del décimo tercer Baktún, inició también un nuevo ciclo para el más pequeño de los pueblos mayas en esa tierra inmolada y para el resto de la sociedad chapina: el del fin de la impunidad. El fallo es un precedente trascendental pues lanza un mensaje claro y contundente: si se condenó a Ríos Montt, de ahora en adelante cualquier criminal de antes y después del conflicto interno puede ser llevado ante la justicia y condenado a pagar sus fechorías, sin importar el tamaño de las mismas.

Pero la “onda expansiva” de ese tan cercano estallido de dignidad institucional y social, no quedará encerrado dentro de las fronteras guatemaltecas. Alcanzará también y hasta sobrará para penetrar e impactar dentro de las de sus vecinos, entre las cuales están las salvadoreñas y en cuyo interior las víctimas de graves violaciones de derechos humanos, crímenes de guerra y delitos contra la humanidad que –desde siempre– han batallado por lo mismo: por hacer realidad sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación integral.

Hace rato, los astros comenzaron a alinearse para ello con recomendaciones y sentencias de los órganos del sistema interamericano de protección y defensa de los derechos humanos, tanto de su Comisión como de su Corte. Hasta ahora, lo esencial de su contenido ha sido incumplido por el Estado salvadoreño; pero siguen siendo banderas de lucha en manos de las víctimas, que no cejan en su empeño de verlas acatadas a plenitud.

A lo anterior deben agregarse los esfuerzos de las organizaciones sociales, tanto las integradas del todo por víctimas como aquellas que les ofrecen su manejo técnico y experiencia en el litigio estratégico. Ambas expresiones de participación ciudadana en defensa de los derechos humanos, antes y durante el conflicto armado así como en la posguerra han debido navegar entre dos aguas: la serena pero firme exigencia de verdad, justicia y reparación integral; y la turbia en la que han pretendido ahogarlas bajo su caudal, para imponerles un perdón forzado y un olvido imposible de aceptar.

En ese escenario –contra viento y marea– las víctimas han insistido en llegar al buen puerto de una sociedad ecuánime que no las discrimine al negarles lo que les corresponde, sin más razón que la de proteger criminales. Así, en su empeño, hicieron realidad algo de lo mucho que las partes firmantes de “sus acuerdos de paz” obviaron entre las recomendaciones de la Comisión de la Verdad: construir “un monumento nacional en San Salvador con los nombres de todas las víctimas del conflicto, identificadas”. No lo hicieron ni el gobierno ni la antigua insurgencia, pese a que se comprometieron a cumplir todo lo emanado de esta entidad; lo erigieron las víctimas desde su dignidad, que las pone por encima de los interesados regateos políticos.

También han solicitado y logrado exhumaciones en diversas partes del martirial territorio nacional, han conmemorado aniversarios de masacres y realizado diversas actividades artísticas, culturales y otras enfiladas a aplicar justicia restaurativa, donde su creatividad le ha ganado la partida a la mezquindad de los poderes visibles y ocultos favorecidos –hasta ahora y cada vez por menos tiempo– con la impunidad.

Cabe mencionar, además, la permanente presentación de demandas en la Fiscalía General de la República para investigar y enjuiciar a los responsables –inmediatos y mediatos– de las graves violaciones al Derecho internacional de los derechos humanos y al Derechos internacional humanitario ocurridas antes y durante la guerra. Con este último esfuerzo y después de lo ocurrido en Guatemala, no hay excusas para que el Estado salvadoreño siga postergando el cumplimiento de lo establecido en el primer artículo constitucional: que la persona humana sea su origen y el fin de una actividad encaminada a “la consecución de la justicia, la seguridad y el bien común”.

Si se pudo en el vecino país, con todo lo mal que pueda andar en otros asuntos, ¿por qué no se va a poder en El Salvador? El inicio del fin de la impunidad allá –el Baktún chapín– irremediablemente deberá darse acá para que no sean amnistías “treguas” las que artificiosamente oculten criminalidades de antes y ahora, a fin de evadir así obligaciones estatales nacionales e internacionales en materia de derechos humanos. Lo que acaba de ocurrir allá ocurrirá acá, teniendo siempre presente lo dicho por José Martí: “Se pelea mientras hay por qué, ya que puso la naturaleza la necesidad de justicia en unas almas, y en otras la de desconocerla y ofenderla. Mientras la justicia no está conseguida, se pelea”.

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