Opinión /

La onda expansiva


Martes, 10 de septiembre de 2013
Román Mayorga

El gobierno de la Unidad Popular estuvo marcado por lo que Allende denominaba “la vía chilena al socialismo”, la cual enfatizaba las convicciones democráticas del presidente y un escrupuloso respeto, en todas sus actuaciones públicas, a la Constitución de la República y al estado de derecho. De suyo, el solemne compromiso de Allende, demostrado en toda una vida y reiterado en el Congreso en 1970, de buscar el socialismo por vías legales y no violentas, fue lo que convenció a los demócratas cristianos chilenos de unirse a la Unidad Popular en la votación parlamentaria que eligió al presidente. Esto mismo fue el gran atractivo para socialistas democráticos de otros países que, compartiendo los ideales y valores del socialismo, diferían de los métodos históricamente empleados hasta entonces y, en particular, del carácter totalitario del estalinismo del siglo XX. Los ojos del mundo estaban puestos en Chile, observando el desarrollo de lo que parecía un experimento singular, de extraordinario interés para un gran número de personas con sed de justicia, pero compatibilizada ésta con la libertad. Los demócratas cristianos incluso acuñaron un lema alternativo con significado similar: “revolución en libertad”.

*El autor fue rector de la UCA, la universidad jesuita de El Salvador, de donde salió para formar parte de la Junta Revolucionaria de Gobierno en 1979. Tras su renuncia, pocos meses después, partió al exilio y se incorporó como oficial del Banco Interamericano de Desarrollo. Actualmente es embajador de El Salvador en Caracas. Su último libro es El Salvador. De la Guerra Civil a la Paz Negociada (MRREE 2012). 

Si bien pacífica y apegada a la legalidad, la “vía chilena” debería conducir gradualmente a una sociedad más justa, igualitaria y solidaria; es decir, al socialismo, para lo cual el gobierno impulsó de manera principal, aunque no exclusivamente, tres medidas: Primero, la estatización del cobre, el recurso minero fundamental del país, mediante la nacionalización de las empresas extranjeras Anaconda y Kennecott; (hasta la fecha, la Corporación Nacional del Cobre, CODELCO, continúa siendo estatal y muy exitosa). Esto se hizo como parte de una estatización de las “áreas claves” de la economía, que continuó después del cobre con otros sectores de interés estratégico para la nación, como la energía y las telecomunicaciones. Segundo, la aceleración y profundización de la reforma agraria, que había sido ya iniciada por el gobierno anterior del demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva. Tercero, una combinación de políticas económicas que incluían cuantiosos subsidios, un rápido aumento de los salarios de los trabajadores y la fijación gubernamental de los precios de los productos en el mercado. Estas últimas políticas resultaron ineficaces y más bien desastrosas: se generó un enorme déficit fiscal (25% del Producto Nacional) financiado con emisiones monetarias del Banco Central, un alto grado de inflación (225% en 1972 y 606% en 1973), y desabastecimiento de productos básicos de consumo cuyos precios habían sido fijados por debajo de sus costos de producción. Esta situación fue hábilmente aprovechada por la oposición para alimentar el malestar popular e intensificar la polarización entre dos de los tres tercios chilenos.

De todo lo anterior no estaba excluido el gobierno norteamericano. Según ha sido divulgado posteriormente por documentos oficiales de EE.UU. (por ejemplo, el Informe Covert Action in Chile, 1963-1973, del Comité Church del Senado, del 18 de diciembre de 1975, publicado años después), la administración del presidente Richard Nixon objetó y trató de impedir desde el principio la elección de Allende, organizó y financió numerosas acciones de desestabilización en los años siguientes y alentó a los militares golpistas que finalmente derrocaron al gobierno constitucional chileno.

En contra de los principios y del olfato político del presidente Allende, y contrariamente también a la posición oficial del Partido Comunista chileno, algunos sectores extremistas realizaron acciones que aumentaron innecesariamente la polarización y dieron bases de sustentación a temores de personas que habían sido claves para la elección de Allende y para la adopción de medidas que requerían aprobación parlamentaria. En particular, algunos elementos de la UP, alentados, según se afirma, por declaraciones privadas de Fidel Castro que mostraban incredulidad hacia la “vía chilena”, decidieron organizar grupos armados para “defender la revolución”. No parecen haber progresado mucho en ese propósito, pero la sola retórica encendida sobre este tema alarmó a sectores de las Fuerzas Armadas que hasta entonces se habían mantenido fieles a su tradicional comportamiento institucional de apoliticidad. El asesinato de un prominente político y empresario demócrata cristiano, Edmundo Pérez Sujovic, por un comando de la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP), restó al gobierno apoyo de los miembros y simpatizantes de dicho partido (DC), lo cual estaba ocurriendo también por las políticas económicas que aceleraban la inflación y contribuían al desabastecimiento. La polarización se incrementó enormemente en toda la sociedad chilena, hasta el infausto suceso que motiva estas líneas, el “pinochetazo”.

Lo que vino después fue una represión horrenda, ampliamente documentada por numerosas fuentes, incluyendo los archivos desclasificados de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los EEUU: detención de los ex funcionarios y simpatizantes del gobierno de Allende, declarados “enemigos del Estado”; torturas, asesinatos, allanamientos masivos de viviendas, desaparición de víctimas, “caravanas de la muerte” y fusilamientos in situ por parte de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), un órgano represivo creado por Pinochet, proscripción de partidos políticos, toque de queda, suspensión de derechos ciudadanos y colaboración mutua con otros gobiernos militares, mediante la Operación Cóndor, para la eliminación de disidentes. En breve, terrorismo de Estado de la peor calaña. En una muestra típica de crueldad, al cantautor Víctor Jara, activista de la UP, le torturaron salvajemente, le cortaron las manos y lo acribillaron luego a tiros en un estadio de Santiago que ahora lleva su nombre. Según la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (conocida también como Comisión Rettig, por el apellido del jurista que la presidió, en 1990-1991) fueron comprobadamente asesinadas por órganos del Estado bajo las órdenes de Pinochet no menos de 2115 personas, además de muchas más que desaparecieron sin poder comprobarse su muerte.

Hay evidencias bastante claras de que el régimen organizó y perpetró también asesinatos fuera del territorio chileno, como los del General Carlos Prats González (militar leal a Allende), en Buenos Aires, y Orlando Letelier (ex ministro de relaciones exteriores de la UP), en Washington DC. Un agente de la DINA que asesinó a varias personas, Michael Townley, afirmó haber recibido órdenes para matar al primer ministro de Suecia, Olof Palme, durante una visita a Madrid, y el periodista sueco Anders Leopold afirma, en su libro El árbol sueco debe ser derribado, de 2008, que el asesinato del primer ministro en Estocolmo, en 1986, (sobre el cual existen diversas teorías, pero nunca fue resuelto por la justicia) fue cometido por el chileno Roberto Thieme y ordenado por Pinochet, por motivos de venganza por las duras críticas que Palme ciertamente hacía a la dictadura chilena.

Además de las más graves violaciones de los derechos humanos cometidas por el régimen, alrededor de 700.000 chilenos fueron exiliados durante los 16 años largos de la dictadura militar presidida por Pinochet quien, según se ha conocido después, también utilizó el erario público para enriquecimiento propio y de su familia. Los cuantiosos dineros robados al Estado chileno fueron depositados, entre otros lugares, en el Riggs Bank, un banco grande de Washington DC que, al conocerse estos hechos en 2004 por medio de una investigación del senado de EE.UU., tuvo que vender sus activos en 2005 y desaparecer.

Cuando Pinochet llevó a cabo su golpe de Estado, El Salvador estaba gobernado por una dictadura militar que había sido iniciada en 1931 por el general Maximiliano Hernández Martínez, el aparente inspirador de la novela El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. A este memorable caballero, no muy distinto al propio Pinochet, le siguió una larga cadena de presidentes militares, como Osmín Aguirre, Salvador Castaneda Castro, Oscar Osorio, José María Lemus, Julio Rivera, Fidel Sánchez Hernández, Arturo Armando Molina y Carlos Humberto Romero, que gobernaban en estrecha connivencia con intereses oligárquicos y bajo el paraguas de la dominación norteamericana de la región centroamericana, con frecuencia considerada como “patio trasero” de EE.UU. en la guerra fría. Esta situación se prolongó hasta la “rebelión de la juventud militar” de octubre de 1979; es decir, por 48 años consecutivos, sólo interrumpidos por breves episodios de juntas cívico militares surgidas de golpes de Estado, en las que siempre fueron predominantes los coroneles de turno.

Si bien no cabe duda del carácter autoritario y militarista del régimen salvadoreño de todos aquellos años, que algunos hemos denominado “el gorilato“, debe reconocerse que no todos los períodos fueron igualmente represivos. En particular, en los años sesenta, y probablemente por influjo de factores externos, como la Alianza para el Progreso del Presidente Kennedy de los EE.UU., en El Salvador se dio una apertura democrática que permitió la existencia y la operación relativamente libre de partidos políticos de oposición y se estableció un sistema de representación proporcional en la Asamblea Legislativa que impidió que ésta estuviese conformada sólo por miembros del partido oficial y sumisos servidores del poder ejecutivo militar (al que también servían los miembros del poder judicial). Fue en estos años que tres partidos opositores, el Demócrata Cristiano (PDC), el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR, de orientación socialista democrática) y la Unión Democrática Nacionalista (UDN, de tendencia comunista pro soviética, pero de línea electoral), lograron conjuntamente una significativa proporción de los diputados de la Asamblea Legislativa y forjaron una alianza que se presentó unida en las elecciones presidenciales de 1972 con el nombre de Unión Nacional Opositora (UNO), siendo Napoleón Duarte (DC) el candidato presidencial, y Guillermo Manuel Ungo (MNR) candidato a vicepresidente.

El 20 de febrero de 1972, Duarte y Ungo ganaron la elección presidencial, con una propuesta moderada de la UNO. Esto lo documentó claramente un estudio de la época (El Salvador: Año Político 1971-1972, de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, UCA) y fue reportado ampliamente por los medios de comunicación internacionales. Pero los militares y sus aliados civiles cometieron un burdo fraude electoral, que le dio la presidencia a otro coronel. Cercanamente a esa fecha, disidentes de la línea electoral del Partido Comunista y jóvenes universitarios crearon las primeras células armadas de una organización que iniciaría una “guerra popular prolongada”. La desilusión y el enojo por los acontecimientos del año 1972, más el cierre de la apertura democrática que el régimen había permitido en los años precedentes, junto a acontecimientos externos como, precisamente, el golpe pinochetista y el fortalecimiento de dictaduras militares subordinadas a la Doctrina de la Seguridad Nacional, convencieron a cada vez más personas que eran víctimas de la represión, particularmente miembros de partidos políticos, sindicatos, universidades y comunidades cristianas de base, que debían organizarse para la lucha armada, lo cual hicieron en cinco organizaciones diferentes y sus respectivos frentes de masas. Estas organizaciones revolucionarias crecieron en forma exponencial después de 1972 y posteriormente formaron en conjunto el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), en 1980, poco después del asesinato del arzobispo de San Salvador, Monseñor Oscar Romero.

En parte, pues, el pinochetazo robusteció la convicción de amplios sectores de la sociedad salvadoreña de que no era posible realizar un cambio social significativo por la vía electoral y que era imprescindible, entonces, hacerlo por la vía armada. Pero las mismas acciones de rebelión armada, más el ejemplo represivo del régimen pinochetista alentado por la Doctrina de la Seguridad Nacional, contribuyeron también a endurecer la actitud del régimen militar salvadoreño y a incrementar a niveles altísimos su represión, en un continuo aumento de la espiral de violencia de lado y lado, que hacia 1980 nos condujo a una guerra civil de doce años de duración e incalculables pérdidas de vidas humanas y sacrificios de todo orden.

Después de los sucesos de 1972, el gobierno del coronel Arturo Armando Molina, que se instaló en ese año, cerró ciertamente la apertura política democrática, pero contempló, en aparente compensación, algunas medidas que aliviaran la pobreza y la exasperación; en particular, la posible realización de una reforma agraria que disminuyera una de las causas de la injusticia en El Salvador, la estructura de la propiedad de la tierra. Molina nombró como ministro de agricultura a un connotado empresario de fuerte inclinación reformista, Enrique Álvarez Córdova (quien se volvió después revolucionario, y fue torturado y asesinado en 1980 por fuerzas paramilitares de derecha). Antes del pinochetazo, el ministro Enrique Álvarez estaba al frente de un esfuerzo de preparación de una amplia reforma agraria, que el propio presidente Molina le había encomendado con la promesa firme de que en efecto se llevaría a cabo.

Sin embargo, el esfuerzo del ministro quedó en nada. Cuatro semanas después del pinochetazo, en octubre de 1973, Enrique Álvarez y sus colaboradores en el gobierno fueron obligados a renunciar o renunciaron ellos frustrados, al comprobar que los sucesos chilenos, y quien sabe cuáles otras influencias, habían convertido en agua la intención del régimen de realizar una reforma agraria.

La revista ECA, en su edición de octubre de 1973, proporciona otro ejemplo de la incidencia inmediata del pinochetazo en la sociedad salvadoreña. Me refiero al artículo de Julio E. Torres-Peñuela, La prensa al servicio del orden: el caso de Chile, que analiza la información servida a los lectores por los diarios salvadoreños, todos defensores y aliados entonces del régimen militar de El Salvador, sobre la caída de Allende en Chile, y demuestra cómo se dirigió abiertamente la información hacia la justificación del golpe militar que derrocó al gobierno constitucional de ese país, en franco menosprecio de dichos diarios por el respeto a los derechos humanos y el estado de derecho.

También he oído muchas veces que miembros de las policías y las organizaciones paramilitares salvadoreñas fueron entrenados por instructores chilenos en técnicas de tortura, utilizadas en escala masiva en nuestro país después de 1973. Debe anotarse que, no obstante la ferocidad del régimen chileno, en El Salvador hubo un número mucho mayor de víctimas mortales de la represión de indefensos civiles.

Seguramente se pueden poner otros ejemplos de efectos del pinochetazo sobre la historia salvadoreña en los cruciales años de 1973 a 1980, en que se gestó la guerra civil de nuestro país. Si bien sostengo que esa guerra tuvo causas fundamentalmente endógenas, creo que el pinochetazo, sin ser una causa básica, debe considerarse como uno de los factores externos que coadyuvó a la gestación del gran conflicto nacional salvadoreño.

Hay un asunto adicional que deseo tratar brevemente, a la luz de la experiencia chilena, la salvadoreña y la de otros países. ¿Qué puede decirse acerca de la vieja pregunta de si es posible o no un cambio revolucionario por vías pacíficas y legales? ¿Puede tener viabilidad una ruta al socialismo que respete el estado de derecho y no cause un descalabro de la paz social? ¿Es posible llegar a un socialismo que sea realmente democrático, con elecciones trasparentes, separación de poderes y libertades ciudadanas normales en las democracias occidentales? La respuesta a las anteriores preguntas parece más bien negativa en América Latina: lo que la experiencia histórica muestra hasta el momento es que los esfuerzos de diverso tipo por llegar al socialismo han terminado más bien en golpes militares como el de Chile, guerras civiles como la salvadoreña, o derivas totalitarias como la de Cuba.

Pero el asunto depende de qué tipo de socialismo se trate, qué se entiende precisamente por ello y cuáles son las condiciones propias del país donde se intente. Los gobiernos socialistas escandinavos, por ejemplo, lograron establecer sistemas mixtos de inspiración socialista, que combinan altos grados de eficiencia económica y justicia social, con un ejemplar respeto del orden legal y de los derechos de todos sus ciudadanos. Incluso en América Latina hay ahora varios esfuerzos en el sur del continente sobre los que no hay todavía un veredicto definitivo de la historia. Sin embargo, me parece razonable postular la hipótesis de que, supuesta la voluntad de buscar y llegar a un tipo de socialismo democrático que respete todo lo antes mencionado, son indispensables al menos tres condiciones para el logro exitoso del mismo. Primero que las fuerzas políticas que se orientan por dicho horizonte tengan un apoyo claramente mayoritario, estable y activo de la población del país. Segundo, que haya un respaldo suficientemente sólido en las fuerzas armadas para impedir una aventura militar como la pinochetista, o las de otros golpistas de nuestra América (recuérdese lo que le ocurrió a un presidente de Guatemala llamado Jacobo Arbenz Guzmán). Tercero, que haya un contexto internacional favorable o, por lo menos, suficientes recursos exportables propios del país para aliviar las vulnerabilidades de orden externo que podrían impedir la realización de tal esfuerzo.

A mi parecer, ninguna de dichas condiciones existió en Chile en la época de Allende, ni existe actualmente en El Salvador. Ello implica que los dirigentes del partido salvadoreño que podría intentar una ruta legal y pacífica al socialismo democrático, el FMLN, deberían ser cautelosos y andar con pies de plomo en sus propuestas y acciones. Todavía hay vestigios latentes de actitud y pensamiento pinochetista en otros países de Centroamérica y en el nuestro. No es que esos vestigios vayan a activarse por cualquier cosa, pero bastaría un momento de fuerte polarización para demostrar la verdad de esta afirmación, como lo demostró en la historia reciente (2009) el golpe de Micheletti en Honduras.

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