Opinión /

Tipología de dictadores


Domingo, 22 de septiembre de 2013
Ricardo Ribera

Los dictadores, por motivos obvios, se hacen odiosos. Hay casos, como Pinochet, que también se hacen merecedores del desprecio. ¿O acaso no es despreciable su deslealtad, su fingimiento hasta el último momento, antes de terminar traicionando al presidente que había confiado en él y nombrado ministro de defensa?

Augusto Pinochet demostró su vileza al fingir lealtad al presidente, ayudando a desmontar varios intentos de golpe de estado, hasta ir ganándose la confianza de Allende. Todo era parte de un plan para tomar por sorpresa al mandatario y encabezar el golpe cuando ya no quedaran competidores que pudieran discutir su liderazgo.

No sólo es revulsivo su carácter sanguinario y genocida, es asimismo repudiable esa naturaleza hipócrita y traicionera. Tras quince años de implacable dictadura tuvo que apartarse del poder empujado por las fuerzas de la historia. Por voluntad de un pueblo que, superado el terror paralizante del fascismo, supo hallar cauces para dejar atrás esa etapa bochornosa de su historia y encontrar, más allá del horror, las energías para reconstruir pedazo a pedazo la democracia chilena.

Se construyó la correlación para llevar ante la justicia al tirano, no ya por sus crímenes, sino por sus robos. Millones de dólares en cuentas en los Estados Unidos eran la prueba de que al cobarde y traidor, al asesino y criminal, había que sumarle su triste condición de ladrón y estafador. Murió sin purgar prisión por sus delitos, pero condenado por la historia y por la conciencia nacional.

Por ello el debilitamiento de la derecha pinochetista chilena, pues no dejó el dictador herencia política válida que reivindicar. Quedó cual pesadilla o tumor maligno, como mancha o borrón sucio en el libro de la historia.

Distinto el caso de Franco en España. Aunque yo no puedo hablar bien de él. Después de haber sido luchador antifranquista y preso político, con un padre internado en un campo de concentración al terminar la guerra civil, con un tío hecho prisionero y represaliado por el único delito de haberse formado y ejercido como maestro en los años de la República, no puedo expresarme bien del dictador. Difícilmente puedo ser objetivo al referirme a él.

Sin embargo, he de reconocerle diferencias sustanciales, humanas y éticas, al compararle con la bajeza de Augusto Pinochet. Francisco Franco fue en su momento el general más joven de toda Europa. No era militar de carrera, debido a sus orígenes humildes. Ascendió hasta lo más alto del escalafón a puros méritos de guerra. Herido en combate hasta en ocho ocasiones, dicen que siempre era el primero en lanzarse al asalto de las trincheras enemigas. Sus años de brega en el Sahara español le valieron los galones de general, pero también fama y respeto de sus compañeros de armas.

Nunca escondió sus opiniones políticas. Criticaba abiertamente al régimen republicano y no ocultaba sus simpatías hacia los golpistas que intentaban tumbar al gobierno de centro-izquierda. Éste, a la vista de su peligrosidad, para apartarlo del mando de tropa lo hizo director de la academia militar. Error: ahí la influencia de sus ideas era aún mayor. Se decidió trasladarlo al norte de África para, lejos de la península, que resultara inofensivo. Nuevo error: lo pusieron al frente de la fuerza más fogueada, que lo obedecía ciegamente.

Cuando fracasó el pronunciamiento militar del 18 de julio de 1936, pues sólo una parte de los cuarteles se adhirió al mismo, el golpe se trocó en guerra civil. Decisivo para ello fue el destacamento del ejército español en África, cuyo traslado se facilitó con la ayuda de los fascismos europeos. La aviación alemana y la marina italiana se encargaron de transportar tales fuerzas de elite al sur de España. Hitler y Mussolini comprometían su apoyo al bando nacional que comandaba el joven general, a quien veían cercano ideológicamente por su postura antirrepublicana y su odio al comunismo.

No obstante, una vez concluida la guerra civil española, Franco se negó a entrar en la contienda mundial, pese a la insistencia de Hitler. Argumentó que España estaba exhausta después de los tres años de conflagración bélica y necesitaba antes reconstruirse. No aceptó la invitación para reunirse en Berlín. Precavido, jamás aceptó Franco viajar fuera del país, ni volvió nunca a subirse a un avión. Hubo una tensa reunión entre ambos, en un vagón de ferrocarril colocado en la línea fronteriza con Francia, de modo que Hitler subió del lado francés y Franco lo hizo del extremo ubicado en suelo español.

Amenazante, el führer le insistió al caudillo que permitiera al menos que una fuerza militar germana cruzara la península para arrebatarles el peñón de Gibraltar a los ingleses. Desconfiado, Franco se negó. Declaró a España “país no beligerante”, sin proclamarse neutral, pues era obvia su cercanía con los fascismos, pero evitando meter al país en la guerra. “Eso hay que reconocérselo – recuerdo decir a mi papá – nos evitó más sufrimiento y destrucción al dejar a España fuera de la segunda guerra mundial; desafió a Hitler.”

Tampoco frente a Estados Unidos se arrugó el generalísimo, como él gustaba hacerse llamar. Desafió al imperio negándose a romper relaciones con Cuba después del triunfo de la revolución. Trataba a la isla como se trata a un hijo descarriado, coherente con su discurso de España como madre de las que fueron sus colonias. Por encima de las distancias ideológicas, sentía simpatía por Fidel Castro (cuyo padre era asimismo originario de Galicia) a quien permitió visitar la tierra de sus ancestros. Cada uno respetaba en el otro el sentido de la dignidad que les llevó a no doblarse ante el imperialismo, aunque eso implicara pagar el precio del aislamiento.

En tal aspecto guarda parecido otro dictador de muy merecida mala fama: el general Maximiliano Hernández Martínez. Responsable máximo, aunque ciertamente no el único, de la matanza del 32, en la que fueron masacradas unas 30 mil personas, instauró una férrea dictadura personal en El Salvador que se alargó por casi trece años. Resistió un intento de sacarlo del poder por la fuerza de las armas en el mes de abril de 1944 y, extrañamente, el mes siguiente, aceptó renunciar y abandonar el país tras la protesta pacífica que iniciaron los estudiantes universitarios.

Estudios historiográficos recientes muestran que su decisión más la determinó el consenso entre la elite económica y Estados Unidos de que el dictador ya no era imprescindible y que se había convertido en un estorbo para sus intereses. Se ha dicho que le perjudicó su fama de germanófilo y sospechoso de simpatías con el nazismo. Las verdaderas razones hay que buscarlas más bien en sus políticas económicas. Fue por ellas que le pidieron irse.

Martínez, en su nacionalismo algo primitivo, se negó a ser un simple instrumento de la oligarquía de su país y se empeñó, por ejemplo, en reducir a cero la deuda externa, como una forma de alcanzar mayor independencia. Rechazó la importación de maquinaria, condición para el desarrollo dirían sus detractores, porque consideraba que la industria perjudicaría y arruinaría a miles de productores artesanales. Mantenía la paz y el orden a puro terror – a los ladrones mandaba a cortarles la mano – pero tampoco permitía la corrupción entre los funcionarios de gobierno. La inversión extranjera no era estimulada en su gobierno, sino vista con desconfianza. Por eso, al repudio de los de abajo acabó por sumarse el rechazo de los de arriba.

En conclusión, aunque como se dice “no debe olvidarse que aun el menos fascista, de entre los fascistas, es también fascista” y que une a los dictadores que comentamos mucho más de lo que los separa, sin embargo no son lo mismo. Nunca será igual el cínico que no cree en nada que el fanático que mata por sus ideas, el mercenario al servicio de otros que aquel que defiende un programa, el servidor del imperialismo que el nacionalista con un proyecto de patria. Son como animales salvajes, bestias, pero debe distinguirse la hiena del león, los coyotes del jaguar, los carroñeros del cazador.

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