El Salvador es un país violento. Es un país de organizaciones criminales. Es un país de estrategias gubernamentales para lidiar con violentos y criminales. Es un país que trata la violencia y trata con los violentos, desde que la guerra terminó con un acuerdo de paz que pocos días después se selló con uan ley de amnistía que garantizaba la impunidad de los criminales.
Es un país que perpetua la impunidad, mediante decretos y negociaciones, mediante la corrupción y mediante la incapacidad de las instituciones del Estado de procurar justicia pronta y oportuna.
Pero todo lo anterior produce una condición de la que muy poco se habla: víctimas. Víctimas con las que el Estado no pacta. Víctimas para las que el sistema no funciona. Víctimas de la violencia que son por lo tanto de la impunidad y del desamparo. El Salvador no es solo un país de victimarios. Es un país de víctimas.
Los doce años de guerra registraron casi cien mil muertes violentas. Es una mera aproximación, porque muchas de esas víctimas desaparecieron. Sus restos nunca fueron encontrados. Otros restos, que sí fueron encontrados, no han podido ser identificados.
Desde 1996 hasta 2012, casi 50 mil personas perdieron la vida asesinadas en El Salvador. Dependiendo de qué gobierno dé la información, a veces el principal responsable son las pandillas; a veces es la violencia social. Pero son 50 mil homicidios. En territorio salvadoreño.
Hay otras muertes de salvadoreños que se registran en otros caminos, en otros países. En México, por ejemplo, un país que decenas de miles de salvadoreños intentan atravesar todos los años en su afán por llegar a Estados Unidos. Pero son asesinados en el camino. Son nuestras víctimas extraterritoriales.
Es más fácil decir un número tan grande como 50 mil que hablar de 50 mil familias que perdieron a uno de sus miembros en manos de la violencia, de la delincuencia, del crimen brutal. Más fácil decir violencia que hablar de la señora que desfila por las oficinas de antropología forense esperando que los huesos que yacen en ese tablón no sean los de su hija desaparecida. Más fácil decir impunidad que escribir sobre un padre que no quiere ir a identificar los restos de su hijo, por temor a represalias de una pandilla.
Este país de víctimas suele ser un país en el que pocos piensan en las víctimas. Un país en el que el Estado se esfuerza por encontrar una salida para los violentos: los criminales de guerra, los pandilleros, los mafiosos. Pero en el que no hay una salida para las víctimas.
A las víctimas, tanto a las de la guerra como a las del horror de la posguerra, el país les debe muchas explicaciones y muchas más acciones. Una de ellas es, a nuestro entender, visibilizar su condición y exigir que nunca más se queden fuera de arreglos diseñados en pasillos gubernamentales. Combatir y rechazar la impunidad es el primer paso para restaurar su dignidad e imaginar un mejor futuro. Solo así.