Opinión /

Yo también me llamo Francisco


Viernes, 13 de diciembre de 2013
Ricardo Ribera
De repente caí en la cuenta. Yo también me llamo Francisco. Como el Santo Padre. El cual, debo confesarlo, cada vez me cae mejor. Y es por eso que mi pequeño descubrimiento me hace sentir bien: los dos nos llamamos igual. Con la diferencia, claro, de que el Papa escogió ese nombre, mientras a mí me lo pusieron.

Me explico: oficialmente, según consta en el Registro Civil y por tanto en el pasaporte y demás documentos legales, mi nombre es Ricardo. Sólo Ricardo. Pero en el archivo eclesiástico, en la Fe de Bautismo, ahí me aparecen tres nombres. Es decir, para la Iglesia Católica yo soy Ricardo Ramón Francisco.

Ricardo, por mi padrino, a quien toda la vida le llamé tío, aunque en realidad no lo era: estando casado con una prima de mi mamá ambos ejercieron gustosamente de tíos. Empleado en una editorial de textos escolares toda su vida, en realidad era maestro pero el franquismo no le dejó ejercer su vocación. Lo represalió por haberse formado con el gobierno republicano. Por ese “delito” estuvo ocho años – ¡ocho! – preso en un campo de concentración. Leo que en inglés “Richard” es un nombre que surge de la combinación de “rico” y “fuerte”. Nada que ver. Mi tío siempre fue pobre y débil. De lo cual su sobrino y ahijado, yo, se siente orgulloso. Era fuerte y rico, pero en afectos.

Ramón, por mi papá, de quien heredé no sólo el nombre sino también la vocación migratoria, esa inquietud juvenil por irse hasta el otro lado del mundo, como él lo hizo con sólo dieciocho años. Se embarcó para Argentina a buscarse la vida y perderse en un Buenos Aires pletórico, él, que en la Barcelona de los años veinte no se hallaba. “Antes de bajarme del barco – recuerdo oírle contar – ya tenía yo trabajo”. No le costaba hacerse de amigos y abrirse camino en la vida. Pasaron los años, se enfermó, regresó, conoció a mi mamá y ya se quedó. Pronto se vino la guerra civil en España. Mal momento para formar familia. La guerra trastocó muchas vidas. Mis papás demoraron en tenernos a mi hermana y a mí. Yo nací en el mismo año y mes en que arrancaba la resistencia civil contra Franco, con la famosa huelga a los tranvías, marzo 1951, en Barcelona. Como premonición o presagio, así siento mi aterrizaje en este planeta, en medio del zafarrancho de protestas y represión fascista.

Francisco, en tercer lugar, por mi abuelo paterno. Comencé a sentir el orgullo de llevar su nombre saliendo de la adolescencia, en mi etapa de universitario en trance de politización, cuando descubrí que a él le debía yo mis raíces proletarias. Era originario de un pequeño pueblo industrial, al interior de Cataluña, con fábricas textiles levantadas a la orilla del río, donde en el siglo XIX el agua movía las palas de molino y éstas la primitiva maquinaria. Quedó huérfano siendo pequeño y le tocó ponerse a trabajar desde muy niño. Tenía tan sólo nueve años cuando lo emplearon en la fábrica. Sus compañeros se compadecían de él, viéndolo tan tierno y lo escondían; ponían a dormir a la criatura, mientras le hacían su parte del trabajo. Pura solidaridad obrera.

Con los años consiguió ir mejorando su condición, hasta convertirse en ayudante de relojero. Enviudó joven y sacó adelante como pudo a su único hijo, mi padre. Yo al abuelo lo conocí ya jubilado. Vivía con austeridad, dignamente, pero con limitaciones. Nos visitaba por estas fechas, en la época navideña. Yo estaba pequeño y me abalanzaba a abrazarlo. Lo hacía así porque me intrigaba el ruido. Él crujía debajo del desgastado abrigo invernal. “El abuelito se pone periódicos debajo de la ropa – me explicó mi papá – para protegerse del frío.” Trucos de pobre. Le habrán funcionado pues a él nunca le dio neumonía, como a tanta gente mayor en Europa. A él se lo llevó el cáncer. Mi hermana ya era enfermera para entonces y le inyectaba la morfina. “Me toca hacerlo esperar y dejarlo sufrir un poco – me explicaba – porque si se la pongo muy seguido, después ya no le hará efecto y será peor”. Vivió la muerte como una liberación. Puede ser el alivio postrero, tras una vida dura, alcanzar al fin lo que los cristianos llaman “el descanso eterno”. Consuelo de pobres. Pero efectivo.

En esa época, cuando el abuelo falleció, yo aún creía en esas cosas. Mi padre había insistido en que estudiáramos en colegios religiosos: “ahí les inculcarán valores y principios morales”. Más adelante se me ocurrió preguntarle: “¿y ustedes por qué nunca van a misa?” “Otro día te lo explico.” Me llevó de paseo ese “otro día”: primero a un hospital, que estaba en condiciones bastante deplorables, por cierto. Después a una iglesia donde me hizo reparar en el lujo y ostentación que había por doquier. “Ya entendí” – le contesté. Y así fue como dejé de creer. Dejé de creer en la Iglesia, primero; después, poco a poco, en Dios.

Más que ateo, he sido “descreído”. Un descreído es el que ha dejado de creer. Mantuve la fe, pero en el hombre. Creo en el ser humano. Lo cual tiene su mérito. Me parece, tal como están las cosas en el mundo, mucho más difícil que creer en Dios. Pero – por las vueltas que da la vida – es en El Salvador que empecé el viaje de regreso. Primero, recuperando la fe en la Iglesia: en “cierta” Iglesia. En ésa de “la opción preferencial por los pobres”, en la que teoriza la “teología de la liberación”, en la que proclama que “el Reino de Dios ha de ser acá en la Tierra”. En la que se opone a que “el valle de lágrimas” sea presentado como el plan que tiene Dios para los seres humanos. La que por el contrario denuncia que ése es el verdadero pecado mortal, el pecado estructural. Para esa teología, la salvación del pecado y la liberación del pueblo son sinónimas. De la mano de mi lento retorno a la fe tengo confianza de que la creencia en el Ser Supremo, el que le da sentido a todo, pueda también ser recobrada.

Por el momento necesito de argumentos tangibles para avanzar en el camino de la redención. Regreso con ello a lo que mencioné al inicio de este escrito: el nuevo Papa, Francisco. Alienta verlo rechazando la simbología del poder, como los zapatos rojos de Sumo Pontífice o el salir bajo palio cargado a hombros por sus súbditos. Entronizado en la última de las monarquías absolutas que hay en el mundo, teocracia con una corte medieval, su disgusto y rechazo son patentes. Al revés, ha reclamado “una Iglesia pobre y para los pobres”.

No es sólo que me caiga simpático, por la serie de gestos humanos y de humildad que ha tenido y sigue teniendo. Empiezo a pensar que puede tener éxito en sus intentos por reformar la Iglesia. Lo primero, ha conformado una comisión de cardenales para que le asesoren. Le da así carácter colegiado a la toma de decisiones, en vez de dejarse ir con el consabido verticalismo del “ordeno y mando”, muy propio de una institución que ha llegado a postular la supuesta infalibilidad de los Papas. Éste, por el contrario, por considerarse “falible” y no querer equivocarse, es que se hace rodear por un consejo asesor.

Por otra parte, ha adoptado unas primeras medidas hacia tres de las más graves desviaciones de la institución eclesial: los malos manejos en la banca vaticana, la ostentosa vida de lujo de ciertos prelados y los escándalos de pederastia en el seno de la Iglesia católica. Frente al mundo, las opiniones del papa Francisco en diversidad de temas están teniendo un positivo influjo. Es también una cuestión de actitud, como su famosa pregunta: “¿quién soy yo para juzgar a una persona homosexual?”. Sus condenas al sistema capitalista son cada vez más inequívocas. Esto le acarrea reacciones negativas, como los primeros ataques de sectores ultra-conservadores, que tan a gusto estuvieron en el pasado con el pontífice polaco y después con el alemán, que se sienten incómodos ahora con el papa argentino. Otra razón más para sentirme orgulloso de lo que no deja de ser una nimiedad: el que yo también me llamo Francisco.
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