Opinión /

Yo también crecí a golpes


Miércoles, 8 de enero de 2014
Vanessa Núñez Handal

Conocí a Diego luego de la fiesta que la Editorial Almadía ofreció en La Chupitería, ubicada sobre Morelos 666, en la reciente Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Barra libre de mezcal y cerveza, cumbias para amenizar la fiesta y muchos gringos mezclados entre los latinos, dispuestos a gozar el baile.

Al final, éramos pocos los que entonábamos las letras de Juan Gabriel: “…Adiós, mi amor. Hoy con esta canción que escribí, para ti, mi amor, he venido a pedirte que perdones, por amor, mi error…”

Pancho y Eric se ofrecieron a darme jalón hasta la casa donde me hospedaba, no muy lejos de la sede de la Feria del Libro de Guadalajara. Plaza del Sol, Obsidiana, hasta la glorieta Conchitas, debí decir como indicación para llegar. Pero en el camino nos desviamos. Paramos en los tacos de siempre. Mismos a los que acudo año con año, sin saber siquiera dónde se ubican. Simplemente me llevan y, debo decirlo, son de los mejores de la ciudad. Antes el taquero se llamaba Felipe y hacía bromas. Ahora son serios y desconozco sus nombres, pero lo tacos siguen siendo ricos.

Nos sentamos a la mesa en la que tres personas, a las que yo no conocía, aguardaban la llegada de Pancho y Eric. Luego de unos tacos de arrachera, de alambre y un Boing de guayaba, a plenas cuatro de la mañana, la pequeña pantalla del televisor colocado en la pared, comenzó a proyectar “Los chicos del barrio” (Boyz n the Hood) de Spike Lee. Ya saciada mi hambre, muy metida en la trama de la película y con toda la salvadoreñidad de la que fui capaz, exclamé mi sorpresa ante las violentas escenas de la película.

El tipo de pelo ensortijado, mejillas sonrosadas y sentado al otro lado de la mesa, se asombró. Con evidente acento argentino, me preguntó por mi nacionalidad. Salvadoreña, respondí. De inmediato se entabló entre nosotros una plática que nos llevó a uno de los salvadoreños por el cual me preguntan a menudo en estos círculos: Carlos Dada, el director del periódico El Faro.

Diego Fonseca ha editado un libro: “Crecer a golpes” (Penguin Group, 2013). En él Álvaro Enrigue, Sergio Ramírez, Francisco Goldman, Leonardo Padura y otros cronistas, ensayistas y periodistas latinoamericanos escriben sobre sus respectivos países. Carlos Dada escribe, obviamente, de El Salvador. El punto de partida histórico es el fatídico 11 de septiembre de 1973, fecha en que Salvador Allende fue derrocado por Augusto Pinochet y se instauró una de las dictaduras más implacables de Latinoamérica.

“El Salvador devoró, por cuatro décadas, una generación tras otra”, leo en la introducción al artículo que Carlos ha escrito, mientras espero en el lobbie del Hotel Hilton de Guadalajara, donde Diego me ha dejado el libro que haré el favor de llevar. “Saturno devorando a un hijo”, agrega. Y es paradójico pues, tres días más tarde, yo tendría la oportunidad de ver aquel grabado en la Casa de Cultura de Guanajuato, donde se exhibía la obra de Francisco de Goya. “El sueño de la razón produce monstruos”, leo. El Salvador es un padre atroz, pienso. “Seguimos sin tener ilusiones como nación. La mayor esperanza es irse del país”, dice Carlos siempre en la introducción. Con esta frase me voy a cenar aquella noche.

Tiene razón, pienso más tarde. Y en este viaje a Guadalajara, ciudad que visito año con año, un problema salta contundente a la vista: el de los indocumentados centroamericanos que, ante la falta de recursos para seguir hacia Estados Unidos o volver a sus países, quedan varados en esta ciudad. Ahí se aglutinan en una pequeña colonia que han conformado. Sin bañarse, con ropa sucia y muertos de hambre, se dedican a deambular por las calles, pidiendo limosna. Muchos, sin embargo, son gente que sólo desea una oportunidad para mejorar su vida y la de los suyos. Por eso han dejado todo. Para estar mejor. Qué paradójico ha sido su destino, sin embargo.

Una colega de la Universidad de Guadalajara, donde fui invitada a dar una conferencia, me ha contado durante el almuerzo una historia. Un hombre sucio y andrajoso tocó la puerta de su casa, pidiendo algo de comida. Su mal estado físico a causa del hambre era evidente. Su piel verde y sus enormes ojeras no lo dejaban mentir. Su marido la hizo darle un plato de una sopa. Luego de comer, el hombre se marchó. Tres semanas más tarde volvió. Quería agradecerles, dijo. No había encontrado al pariente que buscaba, pero había encontrado los medios para volver a su casa. Este hombre, dijo mi colega, volvió para demostrar que tenía dignidad, que era alguien y que tenía dónde volver.

Pero, ¿quién habla en serio de esta enorme tragedia humana? Los candidatos presidenciales, que por estas fechas parecen estar de festín, lo evitan. Y cuando se refieren a los migrantes, hablan de los mal llamados “hermanos lejanos” que mes con mes envían remesas a sus familiares, sosteniendo así la destartalada economía salvadoreña que, en enormes y modernos centros comerciales, vende servicios a una sociedad que en veinte o treinta años estará en bancarrota.

Carlos también habla del gran desencanto salvadoreño: “La corrupción es estructural”, dice. “…hasta los jugadores de la Selecta vendían partidos… mientras los aficionados dormían en la fila hacia la taquilla para comprar su boleto y apoyar al único elemento de cohesión nacional.”

La polarización es, por otro lado, uno de los elementos más característicos del ser salvadoreño. Si no se está a favor, necesariamente se tiene que estar en contra. Esto se debe, pienso mientras sigo con la lectura del texto, a las pocas luces que existen entre nosotros. Los pocos intelectuales y verdaderos pensadores o fueron asesinados o se fueron al exilio y no volvieron. Somos una sociedad que no lee, no discute sus ideas, no valora de forma crítica los juicios que expresa y todo parece venir del hígado, que es la forma en que se defienden las ideas sin fundamento. O con Beatriz o contra ella. O de derecha o de izquierda. O diablo o santo. Morir o vencer. La muerte como la única solución viable. “Echarse a todos esos hijos de puta (léase: ladrones, comunistas, guerrilleros, escritores, mareros…) antes de que se tomen el país”. Eso también es ser salvadoreño. Por ello no alcanzamos a detectar las medias tintas, que son las únicas capaces de mostrarnos las verdaderas soluciones.

Carlos inicia su ensayo titulado “Roque en Saturno” con un poema de Dalton, nuestro poeta, mismo que he escuchado citar a Jaime López Arana, durante la presentación de la nueva novela de Antonio Ortuño, “La fila india”, que precisamente trata sobre la tragedia de los migrantes centroamericanos, maltratados por México de la misma forma en que Estados Unidos maltrata a los mexicanos.

Aquella noche de los tacos terminó con dos salvadoreños perdidos en Guadalajara. Pancho, el único mexicano abordo, cedió ante el sueño y la última cerveza en la taquería en la que antes trabajaba Felipe.

Yo también, al igual que Carlos, he tenido esa sensación: en nuestro país sólo se puede vivir estando loco, porque sólo de esta forma se es capaz de aceptar las aberrantes condiciones y reglas que rigen el juego salvadoreño. Yo también sondeé en las aguas turbulentas de su historia para encontrarme a mí misma. No me gustó lo que vi. Yo también me he sentido huérfana y muchas veces, como él bien lo dice, me ha costado entender el mundo, dado que no logro comprender ni siquiera mi patria. Yo también tuve amigos que, en aquellos años de locura, murieron o quedaron vivos de milagro, luego de que otro muchachito les vaciara el cargador de su arma, regalo de navidad o de cumpleaños, debido a una riña por un parqueo o una novia. Yo también crecí en una sociedad militarizada y yo también me siento defraudada por los acuerdos de paz y a mí también, a veces, me da tristeza ser salvadoreña.

Aquella noche de desorientación en Guadalajara, nuestra única guía fue el letrero luminoso del lujoso rascacielos que alberga el Hotel Riu, inaugurado dos años antes. Los monstruosos Arcos del Milenio terminaron por orientarnos. Plaza del Sol, Obsidiana, Conchitas. Durante la semana siguiente volvería a hacer el mismo recorrido varias veces, una de las cuales, mientras me dirigía en taxi a la casa, pues Pancho había olvidado echarle combustible al coche, me descubrí susurrando despacio: “flor, abeja, lágrima, pan, tormenta”.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.