Opinión /

El apogeo del cinismo


Miércoles, 8 de enero de 2014
El Faro

La comparecencia del expresidente Francisco Flores ante la Comisión Especial de la Asamblea Legislativa ha arrojado muchas luces sobre el manejo del poder en El Salvador.

Citado para explicar por qué y cómo administró 10 millones de dólares girados a su nombre por el gobierno de Taiwán, Flores despachó una intervención televisada que, más que defensa o explicación, se convirtió en una confesión, en un parte de arbitrariedades expresadas abiertamente por quien confía, más que en su inocencia, en la incapacidad del sistema político y judicial salvadoreño para llevarlo ante la justicia. La Fiscalía debería estar ya determinando si esas arbitrariedades constituyen delitos.

No fueron 10 millones, dijo Flores, sino más. Muchos más. Probablemente no menos de 15. Él ya no recuerda. El gobiernio de Taipéi se los entregó a su nombre y no hay registro de esos fondos porque jamás ingresaron a las arcas del Estado. Es decir, como él era el presidente podía disponer como le viniera en gana de esos fondos, incluyendo repartir sacos llenos de dinero a los alcaldes. Ni siquiera consideró necesario ingresarlos a las cuentas del Estado y a los salvadoreños no nos queda otra que creerle cuando nos dice que los usó para auxiliar a las víctimas del terremoto, para combatir el narcotráfico, para lidiar con las maras. Pero sí nos queda otra: no creerle.

Este es el mismo presidente que no consideró necesario someter a debate público ni pactar con nadie la dolarización de la economía nacional; el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos o el envío de tropas a Iraq. Es el mismo que nos mintió una y otra vez sobre estos tres temas y que ahora sabemos manejaba de la misma manera millones de dólares del Estado. No del erario público, porque ni siquiera los ingresó a las cuentas oficiales.

Pero hay más. ¿Por qué Taiwán entregó tanto dinero a un individuo, a su cuenta personal? Flores ni siquiera esperó a que alguien se lo preguntara. Abrió su intervención explicando que el apoyo que El Salvador daba a Taiwán año con año en la Asamblea General de Naciones Unidas hacía de la suya una relación privilegiada con la isla asiática. En otras palabras, la diplomacia del dólar funcionaba no solo a nivel estatal sino también personal. Taiwán con eso no solo pagó por el edificio de cancillería, no solo donaba motocicletas a la policía, no solo ayudaba al partido Arena sino, además, giraba dinero a las cuentas personales del presidente de la República.

No es primera vez que sabemos de estas costumbres taiwanesas. Justo por tramitar cheques a nombre de un presidente, el guatemalteco Alfonso Portillo, es que la justicia estadounidense lo extraditó para juzgarlo por lavado de dinero.

El caso de Francisco Flores, en cambio, tuvo una gran diferencia: los favores endilgados por el entonces presidente salvadoreño a la Casa Blanca de Bush Jr. (de quien dijo haber recibido el privilegio de que le llamara su amigo) permitieron que, en vez de un juicio, Flores se convirtiera en el candidato estadounidense para la Secretaría General de la OEA.

Pero aquellos tiempos ya pasaron, aunque Flores, a juzgar por sus declaraciones, aún no se haya percatado de ello. Ni Bush está en la Casa Blanca ni Arena está en el gobierno salvadoreño. Ni el fiscal, ni la Asamblea, ni la Corte Suprema, son controlados por su partido.

Las confesiones de Flores deberían ahora sí poner a prueba el sistema político y judicial salvadoreño. No pueden quedar impunes. Y deberían, de una vez por todas, consolidar los límites al ejercicio del poder público, evidenciar la necesidad de instituciones contraloras fuertes, de un sistema judicial independiente, de un periodismo robusto y libre de corrupción. Todos, comenzando por el presidente de la República, están obligados a rendir cuentas de sus actos y de la manera como administran los recursos públicos; es decir, los recursos de todos los ciudadanos. Eso hasta ahora no ha sucedido.

La intervención de Flores ya tiene su lugar en nuestra accidentada historia. Es el apogeo democrático del cinismo. Ojalá sea también el inicio de su decadencia.

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