Opinión / Violencia

Una sociedad enferma


Domingo, 23 de febrero de 2014
Roberto Valencia

¿Cómo llegamos a esto(*)?

No me refiero a la fotografía curiosa-simpática-aberrante en función de quien la adjetive, sino a lo que hay detrás. Y lo que hay detrás es una joven filoemeese que promueve orgullosa la imagen de su hijo rifando barrio, y que apuntala el sinsentido con loas a la que define como su verdadera familia, la Mara Salvatrucha, organización responsable de miles de asesinatos tan solo en El Salvador. Lo que hay detrás, basta invertir unos minutos escarbando en internet, es una presencia cada vez mayor de las pandillas en Facebook, en YouTube, creciente de unos pocos años hacia acá, en la medida que internet ha dejado de ser algo exclusivo de clases medias y altas. Lo que hay detrás no es un hecho puntual extraordinario singular, sino cotidianidad. Lo que hay detrás es un problema social transfigurado en problema de seguridad pública. Lo que hay detrás son, cifras oficiales, más de 60,000 pandilleros activos con un entorno social afín a las pandillas –madres, novias, simpatizantes, hijos, colaboradores, chequeos, mascotas...– de 400,000 personas, en un país de poco más de 6 millones. Lo que hay detrás es la parte que menos gusta cuando la sociedad salvadoreña se mira en el espejo, como le sucede al cuarentón vanidoso que contiene la respiración y saca pecho para disimular su prominente barriga. Lo que hay detrás es, pese a quien pese, una redefinición de la salvadoreñidad en la que el pandillerismo más destructivo es un componente sine qua non. Lo que hay detrás es El Salvador.

Pero reitero, ¿cómo llegamos a esto?

Pasó que cuando en 1992 terminó la guerra civil nadie se preocupó del trauma colectivo en una sociedad rota y empobrecida. Una estrategia de atención psicológica masiva, hecha a tiempo y complementada con programas sociales efectivos, quizá habría amortiguado el problema. Cada comunidad cantón barrio debió haberse llenado de psicólogos sociólogos trabajadores sociales. Pero no.

Pasó que en los noventa Naciones Unidas y la comunidad internacional quisieron meter a El Salvador a empujones en el primermundismo, sin medir las consecuencias. A base de golpes –de muertos– comprobamos que quizá no fueron las mejores ideas inventarse un cuerpo policial en plena posguerra o importar leyes efectivas para otras latitudes, pero inaplicables en El Salvador por falta de recursos o de voluntad política.

Pasó que desde el rencor o la ignorancia se exigieron y se aplaudieron –se exigen y se aplauden– los grupos de exterminio, cuando es tan sencillo verificar que el boom de las maras en San Miguel fue precisamente después de la Sombra Negra.

Pasó que los gobiernos adoptaron durante veinte años políticas públicas que parecen diseñadas para radicalizar el pandillerismo: la Mano Dura, la Súper Mano Dura, la asignación de cárceles a cada pandilla, el hacinamiento salvaje, el abandono de estrategias de inserción social... Las maras en la posguerra eran un problema de orden público que no se desactivó a tiempo, se dejó crecer, el Estado fomentó su mutación con un manodurismo estrictamente electoral, hasta que devino en problema de seguridad nacional.

Pasó que nos prometieron el Cambio en 2009, y en materia de seguridad pública sí hubo un cambio que ha salvado estadísticamente miles de vidas, la tregua, aunque el Gobierno se niega a reconocer su paternidad y sigue sin apostar de lleno –por impopulares, por cálculos electorales– a los temas impostergables de la prevención, la inserción y la rehabilitación.

Pasó que los periodistas seguimos el juego a los políticos que en los primeros lustros sobredimensionaron el problema de las maras para ocultar la corrupción, el narcotráfico, la impunidad...

Pasó que las oenegés, asociaciones y fundaciones que velan por los derechos humanos subdimensionaron el problema de las maras. Eran los llamados a ser la conciencia crítica ante tanto despropósito pero, en general, trataron de convencernos de que los pandilleros eran responsables de una pequeña fracción de la violencia que ocurre en el país, incluso cuando el fenómeno estaba ya desbocado. Algunas aún hoy siguen atrincheradas en ese error.

Pasó que la Academia apenas hizo nada.

Pasó que asumimos que era normal pagar por la salud, por la educación, por dar un paseo con los hijos sin temor a ser asaltado... por tantos derechos básicos. ¿Y qué pasa con quienes no pueden pagarlo?

Pasó que los que no tenemos el problema en la puerta de casa nos dejamos convencer de que la inseguridad se combate con muros, razor, plumas, guardias y evitando viajar en bus.

Pasó que la seguridad pública (la inseguridad pública) se convirtió en modo de vida, pero no solo para los dueños de empresas de seguridad o para los que venden pistolas o razor, también para quienes analizan filosofan investigan oenegean sobre las soluciones al fenómeno de las maras. También para quienes escribimos crónicas.

Pasó que creamos una sociedad en la que parece que si no se consume, no se vive, pero luego bendecimos con nuestro voto a los políticos que permiten que el salario mensual de una cajera de supermercado sea 220 dólares, o que un cortador de caña gane 110 dólares.

Pasó que quienes ganamos 700, 1,000 o 1,500 dólares nos quejamos de que apenas alcanza para llegar a fin de mes, pero no vemos problema en pagar ocho o diez dólares por ocho o diez horas de trabajo a la señora que nos cuida los niños y/o nos limpia la casa.

Pasó que como sociedad nos inmunizamos ante el dolor ajeno.

Pasó que quienes creemos que la única forma efectiva de revertir esto es invertir mucho dinero en programas efectivos de prevención en las comunidades y en rehabilitar al delincuente que está encarcelado no nos sabemos imponer a las barras bravas que solo creen en el ojo por ojo.

Pasó que el problema de las pandillas lo dejamos crecer demasiado y se volvió enrevesado y deshumanizado. Ojalá me equivoque porque es pura especulación, pero me temo que tardaremos muchos años en neutralizar las consecuencias de haber construido una sociedad tan violenta, una sociedad tan enferma.

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(*) Aclaración para lectores no salvadoreños o para salvadoreños con conocimientos limitados sobre las maras, el problema de convivencia más grave que afecta al país: el niño, de unos tres años, está rifando Mara Salvatrucha. Con su mano derecha hace la 'M', que a su vez representa la garra que es el símbolo de esta pandilla; y con su mano izquierda gesticula una 'S'.

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