El Salvador está partido por la mitad. Casi exacta. Y tanto que amaneció este lunes sin presidente electo aún. El FMLN recibió, según datos preliminares y a falta del conteo definitivo que permita al Tribunal Supremo Electoral proclamar ganador, el 50,11% de los votos; Arena el 49.89%. Arena ganó en siete departamentos del país; el FMLN en los otros siete. Los separan, después del conteo de casi tres millones de papeletas válidas, poco más de seis mil votos.
Y este país, dividido a la mitad, está en manos de liderazgos políticos que, en contraste con los ciudadanos que construyeron una jornada de votación casi ejemplar, se convirtieron en una expresión de irresponsabilidad. En ambas mitades. Porque no cabe en un país que ha decidido vivir en democracia hacer llamados de guerra o apelar a la Fuerza Armada para evitar un presunto “fraude” que ni siquiera se ha sustentado, como lo ha hizo en evento público el candidato de Arena; porque no vale, con el país en vilo, desconocer las instituciones y autoproclamar la victoria, como lo hicieron tanto él como el candidato del Frente.
El mensaje popular es claro. La única vía para un país en estas condiciones políticas es un acuerdo entre las dos extremas que permita un proyecto pactado de nación. Pero parece que los liderazgos de las dos extremas serán los últimos en entenderlo. Está claro que para el Frente y Arena el diálogo y el reparto del poder no es una opción. Alimentaron durante la campaña, y clamaron la noche electoral, que para ellos los procesos políticos son de todo o nada, y en el momento en el que más necesita El Salvador una visión de futuro, de estrategia a largo plazo, inyectan en sus bases un enfermizo y peligroso deseo de hacer de cada pulso político un “ahora o nunca”. Ambos se empeñan, cada vez más, en proponer un país del que la otra mitad se siente ajena -como si nada hubiéramos aprendido de la guerra civil-, excluída cuando no perseguida.
Pero El Salvador tiene urgencias por encima de sus proyectos partidarios (respuestas a la inseguridad, la corrupción, el estancamiento económico, la pobreza…) y demanda hoy que los liderazgos políticos asuman todos, especialmente el candidato y partido que gane, que la mitad del país no comparte su visión. Que la convivencia entre visiones tan diferentes solo puede darse a través del funcionamiento de las instituciones del Estado, cuyo desarrollo ha sido obstaculizado por ambas fuerzas. Y que es hora de que se sienten a pactar acuerdos mínimos sobre la base del diagnóstico honesto y de la claridad de propuestas que no exhibieron en la campaña.
Esas deberían ser las lecciones de esta segunda vuelta, cuyo desenlace aún desconocemos. Lecciones que requieren de dirigencias que se eleven a la altura de sus ciudadanos y de lo que la complicada situación demanda, que sean los más serenos y los más sensatos. Esa es hoy la responsabilidad que el país requiere de ellos, especialmente de los candidatos y, entre ellos, del futuro presidente. Esta es la mayor prueba que enfrenta el sistema político nacional desde la firma de los Acuerdos de Paz. Ojalá los partidos que suelen presumir de haberlos firmado se despojen de sus rasgos más violentos y antidemocráticos, y hagan honor a aquel momento en el que fueron más nobles.