Opinión /

El Salvador en el espejo de Honduras


Viernes, 4 de abril de 2014
Carmen Elena Villacorta *

En el libro de reciente publicación Honduras 2013: golpe de estado, elecciones y tensiones del orden político, la socióloga nicaragüense Elvira Cuadra afirma que Honduras es un espejo “en el que se ven reflejadas las realidades de los demás países de la región”. Ciertas realidades salvadoreñas hacen patente tal afirmación: una economía estructural e históricamente dependiente de las grandes potencias; la mayor parte de la población viviendo en pobreza; crecimiento exponencial de las maras y de las maquilas; prósperos negocios de seguridad privada; élites económicas retardatarias y ancladas en su anticomunismo dogmático; tráfico de drogas; millones de migrantes cuyas remesas ocupan un lugar preponderante dentro del PIB; sistemas penitenciarios colapsados; y bases estadounidenses operando en territorio nacional (hoy amparadas por los órganos de combate al narcotráfico), tal como en la década de los ochenta, cuando ambos países se convirtieron en zonas privilegiadas del escenario de Guerra Fría que Estados Unidos instaló en Centroamérica. Esas situaciones convierten a El Salvador y a Honduras en hermanos, además de su frontera común y de sus demás rasgos culturales e idiosincráticos compartidos.

Algo que, en cambio, diferencia a estos hermanos, dentro del ámbito político, es la existencia en El Salvador de un partido capaz de hacerle contrapeso a la derecha. La reacción de la derecha salvadoreña ante el golpe de Estado ejecutado por el Partido Nacional de Honduras (PNH), una facción del Partido Liberal de ese país (PLH) y el ejército hondureño, con la complicidad y anuencia del gran capital de ese país y del gobierno de los Estados Unidos, el 28 de junio de 2009, mostró diáfanamente la posición de ese sector ante la salida golpista. La derecha salvadoreña no sólo justificó y aplaudió el golpe de Estado en Honduras, sino que nombró “visitante distinguido” de San Salvador, bajo el auspicio del alcalde Norman Quijano, a uno de los líderes más visibles y beneficiario directo del golpe, el presidente de facto Roberto Micheletti. Más sorprendente aún que la entrega de dicha distinción, fue el argumento dado por Quijano en ocasión de la misma, asegurando que Micheletti estaba siendo declarado “visitante honorable de forma unánime por el concejo municipal, por su lucha inquebrantable en valor de la democracia”. Inquieta la arbitrariedad del uso del concepto “democracia”, sobre todo porque, en sus declaraciones respecto de los acontecimientos en Honduras, los representantes de la derecha en El Salvador acudieron a discursos en pro de la defensa y la salvaguarda de la democracia hondureña. Algunos criticaron la forma en la que Manuel Zelaya fue expulsado del país, pero manifestaron estar de acuerdo con quienes decidieron separarlo del gobierno.

Para la muestra un botón. Roberto Angulo, jefe de la fracción del PCN en la Asamblea Legislativa, aseguró que: “Lo ocurrido es el resultado de hacer las cosas sin respetar la ley. Lo pueden haber hecho mal al final, estoy de acuerdo, pero era inevitable que ocurriera. Él [Zelaya] actuó mal y merecía lo que se iba a dar”. En la misma línea, se pronunciaron Donato Vaquerano, jefe de la bancada arenera, y Rodrigo Ávila, ex candidato presidencial de ARENA, responsabilizando a Zelaya por haber iniciado el conflicto al irrespetar los órganos del Estado y las leyes de Honduras. Reiterado fue el recurso de argüir que no se trató de un golpe de Estado, tal como aseveró Hugo Barrera, dado que en la “destitución” del presidente participaron el Congreso, la Corte Suprema de Justicia, la Fiscalía y la Procuraduría de Derechos Humanos. A ello añadió que, el no haber quedado el poder en manos de los militares, inhabilita la denominación “golpe de Estado”. En un sentido similar, e incluso más laudatorio, se pronunció el columnista Joaquín Samayoa, alegando que a las “instituciones hondureñas” no les quedó más remedio que deponer a Manuel Zelaya, de la manera en que lo hicieron.

Considerando las reacciones de areneros, miembros de ANEP y columnistas derechistas ante el golpe hondureño, no se necesitaba ser demasiado perspicaz para sospechar que algunos de ellos, en hipotético contubernio con militares ligados a los más abominables y oscuros crímenes durante la guerra, consideraron la deposición de Mauricio Funes como una posibilidad. Ahora, el escándalo poselectoral de marzo de 2014 llevado a cabo por la dirigencia arenera, en el que algunos de sus más destacados cuadros —con el apoyo incondicional de ANEP— privilegiaron la exhibición de su herido orgullo de derrotados por sobre el respeto al andamiaje institucional que ellos mismos construyeron, no deja mucho margen para poner en duda que la derecha contempla esa alternativa, en caso de que Salvador Sánchez Cerén resulte más díscolo de lo que su concepto particular de “democracia” les permita tolerar.

Y es que de eso hizo gala la derecha hondureña, de su intolerancia radical y de su poder para violentar la voluntad popular, transgrediendo las más elementales normas de la democracia representativa, con tal de frenar un proyecto que empoderara al pueblo y pusiera ciertas cortapisas a los históricos privilegios de las élites. Esa es la democracia que las derechas centroamericanas defienden con golpes de Estado (cuando se puede) y con berrinches (cuando no): permisible hasta donde los poderes fácticos lo decidan, hasta donde la ampliación democrática no atente contra su pretensión de convertir la región en una zona franca en la que sus capitales, asociados con el capital transnacional, continúen multiplicándose con negocios millonarios como el de la seguridad privada y la privatización despiadada, entre otros. Cuando Samayoa, Barrera, Ávila y Vaquerano hablan en nombre de la “institucionalidad” de Honduras, omiten que se trata de una institucionalidad regida por el esquema bipartidista que predominó en el vecino país durante todo el siglo XX, hasta el pasado noviembre de 2013. El surgimiento y buen desempeño electoral del Partido Libertad y Refundación (Libre), liderado por Xiomara Castro y “Mel” Zelaya, y del derechista Partido Anticorrupción (PAC), con un periodista deportivo a la cabeza, abrieron una grieta en el bipartidismo más antiguo de América Latina. Sin embargo, diversos analistas del proceso hondureño coinciden en señalar que las últimas elecciones presidenciales en Honduras se desarrollaron en un escenario aún dominado por el tradicional bipartidismo, toda vez que el Tribunal Supremo Electoral de Honduras, la Corte Suprema de Justicia y demás órganos decisivos en materia electoral permanecen bajo el férreo control de los partidos Nacional y Liberal.

Mientras continuemos jugando con las reglas del juego de la democracia liberal, sólo un partido de izquierda fuerte y unificado, con base popular, puede hacerle contrapeso a la voracidad sin límites de las oligarquías regionales, a los tentáculos estadounidenses a los que esas oligarquías les abren las puertas y a la unipolaridad ideológica a la que ambas fuerzas pretenden someter a las sociedades del Istmo. Esas élites que se autoproclaman “nacionalistas” han dado diversas muestras a lo largo de la convulsa historia política de Centroamérica de carecer de sentido de nación. Nunca han operado con un proyecto nacional como horizonte. En lugar de eso, han gerenciado los países como si de una más de sus haciendas se tratara y como si lo único que estuviera en juego fuera la salud de sus cuentas bancarias particulares. Para parecer políticamente correctos, hoy en día se llenan la boca repitiendo la palabra democracia, pero la facilidad con la que irrespetan los preceptos básicos de ésta salta a la vista. Su airada defensa de la democracia y de las instituciones consiste en la defensa de su poder sobre la democracia y las instituciones. En cuanto éste poder debe ser repartido y redistribuido, acuden al golpe de Estado y al fraude electoral, como en el caso de Honduras, o al desconocimiento de los resultados y a la desestabilización, como en el caso de El Salvador.

La emergencia del Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP) y de su brazo partidario, el Libre, constituyen la gran novedad de la escena política hondureña. Esa nueva izquierda puede mirarse en el espejo de El Salvador para observar cómo, unida, organizada y firme en sus convicciones, puede avanzar hacia su proyecto de refundar a Honduras, convirtiéndolo en un país incluyente, en donde la democracia sea más popular que elitista, más participativa que amañada por los grandes poderes. También el FMLN podría volver la vista sobre el vínculo entre el partido político y movimiento popular, expresado en la relación FNRP-Libre, y recordar que sólo el poder de las organizaciones sociales puede contrarrestar el poder de los acaudalados y autoritarios de siempre. No serán las economías periféricas de El Salvador ni de Honduras las que decidan el fin del capitalismo. Pero sí son las fuerzas de izquierda de ambos países las llamadas a luchar por conquistar una vida cada vez más digna para sus empobrecidos y conflictivos pueblos. Respecto de las derechas de los dos países no hay mucho más que agregar, pues es obvio que no sólo se ven reflejadas una en el espejo de la otra, sino que se dan la mano en contextos de crisis. En El Salvador, esperemos que las recientes declaraciones de aceptación de los resultados electorales y de intención de diálogo con el nuevo gobierno sean la tónica con la que piensan encarar los próximos cinco años, en lugar de seguir los pasos, casi de manual, de las desestabilizadoras derechas de Venezuela y Argentina.

Norman Quijano nombró visitante distinguido a Roberto Micheletti durante una visita a San Salvador el 22 de junio de 2010, un año después de que este último liderara el golpe de estado contra Manuel Zelaya y asumiera la presidencia de Honduras. / AFP PHOTO / HO
Norman Quijano nombró visitante distinguido a Roberto Micheletti durante una visita a San Salvador el 22 de junio de 2010, un año después de que este último liderara el golpe de estado contra Manuel Zelaya y asumiera la presidencia de Honduras. / AFP PHOTO / HO



* Carmen Elena Villacorta
, articulista y académica salvadoreña. Licenciada en Filosofía por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, de El Salvador, y posee una maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) por una tesis sobre la transición a la democracia en El Salvador. Actualmente escribe su tesis doctoral, en el mismo posgrado, sobre el Partido Demócrata Cristiano en la realidad salvadoreña de los ochenta.

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