Viernes. Conduzco solo por la carretera rumbo al Aeropuerto Internacional de Comalapa, a 40 kilómetros de la capital. Una oportunidad, me digo, de escapar de la sucia ciudad, y abandonarse a las delicias de un invierno prematuro.
A diez kilómetros de la terminal nos sale al paso un policía motorizado. Con señas nos ordena dejar libre el segundo carril de la autopista para los carros que vienen en dirección contraria. Unos kilómetros adelante descubro la razón de que desvíen el tráfico. Un autobús de la ruta 302, que corre entre Usulutan y la capital, yace abandonado, con orificios de bala en la carrocería. Bajo la velocidad. Un enjambre de policías y periodistas rodea la unidad. Hace media hora varios pistoleros han asesinado a seis personas y herido a otras siete.
Ese día 32 personas murieron en distintas partes de El Salvador a manos de supuestos sicarios de las pandillas —aquí llamadas “maras”— después que estas declararon un “viernes negro” en todo el territorio. Día de matar. No es el primer viernes negro en la historia reciente. Ocurrieron otros recientemente en colonias, poblaciones, zonas comerciales del centro de San Salvador, y también hubo “toques de queda” impuestos por las pandillas, clara reafirmación de su poder frente a la sociedad y el Estado.
Las víctimas aparentes en el ataque en la unidad 302 eran dos custodios de un penal de máxima seguridad —en el que guardan prisión muchos pandilleros— y un agente de policía. Además hubo un buen número de heridos porque los atacantes querían causar terror, y descargaron sus pistolas a diestra y siniestra. Esas muertes fueron ejecutadas con la complejidad de un operativo. Los pistoleros, siete por lo menos, viajaban dentro del autobús, el resto les segúian en un automóvil que a la hora de actuar iba a cerrarle el paso a la unidad. Algunos de ellos aparecieron disfrazados con los uniformes color naranja de la dependencia a cargo del mantenimiento de carreteras. Una cómplice que los acompañaba, pretendía ser vendedora.
En esa misma jornada, la policía hallo los cadavéres de seis mecánicos de lanchas, entre ellos un pastor religioso. Habían sido despedazados con machetes en el departmento de Usulután porque, según las versiones recogidas por la prensa, osaron pisar un territorio dominado por pandillas, o porque una de las víctimas militaba en una pandilla rival, pero la verdad, no se sabe a ciencia cierta. Otras víctimas ese viernes fueron: dos trabajadores agrícolas que regresaban de su faena, un par de presuntos pandilleros, una mujer que se dedicaba a la prostitución, un conductor de autobús, un supuesto asaltante de autobuses, un ganadero, y más. Las cosas no pararon ahí. Entre el viernes y el domingo la cuota de asesinados subió a 80. El viernes negro se produjo precisamente una semana antes de que asumiera la presidencia Salvador Sánchez Cerén, el excomandante guerrillero que ganó la votación presidencial en abril, como si esas 80 muertes fueran un mensaje de advertencia clavado en las puertas de Casa Presidencial.
La tasa de homicidios en El Salvador se ubica entre las más altas del mundo, tan sólo la superan Honduras, Venezuela y Guatemala según el Estudio de Homicidio Global 2013 de la ONU. Pero aún en un país que ha visto pasar ríos de sangre, ese fin de semana marcó un nuevo escalón en carnicería. Ya los días previos a la segunda vuelta de la elección presidencial, la muerte recrudecía en forma de emboscadas a patrullas en movimiento, atentados a oficiales (incluyendo altos mandos, como el jefe de la policía metropolitana de San Salvador) y ataques a delegaciones policiales. Los pandilleros, a los que se atribuye las acciones, ahora usan fusiles de combate, idénticos calibres a los empleados durante la guerra que terminó hace más de 20 años.
Cantidad de factores confluyen en este paisaje. El descarrilamiento de un plan de tregua entre las dos principales pandillas, las inconsistencias de la política de Seguridad de la administración Funes, la votación presidencial reciente, áspera y polarizada, la truculencia del candidato de derecha al improvisar ideas para lidiar con la delincuencia, la lucha fratricida tras el fraccionamiento de la pandilla de la calle 18 en dos grupos, los “revolucionarios” y los “sureños”, enfrascados por el control de la banda, una PNC exhausta, cuyo rol parece limitarse a hacer desplantes de fuerza en las escenas de crimen, y la capitulación de la sociedad civil. Decenas de policías han sido asesinados en años recientes, pero como lo prueba el llamado viernes negro, esta vez las pandillas, si es que fueron ellos los que jalaron los gatillos, han ido demasiado lejos, haciendo gala de superiores niveles de coordinación y poder de fuego. Frente a ellas, el Estado luce desamparado, desvalido, incompetente.
Los pandilleros arribaron aquí a principios de los años noventa, arrancados de los barrios de Los Angeles donde se criaron, y luego deportados por Estados Unidos. Según la embajada estadounidense, hay alrededor de 50 mil miembros de maras en El Salvador. Ya no son jovencitos que pelean por una cuadra o un vecindario a puño limpio o puñaladas. Ahora son clanes enteros, con extenso control territorial, en los que participan padres, esposas, hijos, abuelas, nietos, y que cuentan con sicarios adolescentes que matan a sangre fría. En otras palabras, son una parte gruesa de la población, y para lidiar con ellos se necesita practicamente un plan de nación. Casi no existe comunidad, colonia, escuela, centro de producción o municipio que esté libre de su presencia, o que escape a sus redes de extorsión y sus vendettas. Las maras tienen poder por su armamento, porque matan expeditamente y sin remordimientos, porque la población les teme y se les somete, y porque el Estado abdicó a su obligación de velar por la seguridad. Sus métodos y su saña recuerdan e igualan la saña y el terror desatado por los escuadrones de la muerte que jugaron un papel en la estrategia contrainsurgente durante la guerra. Sus víctimas son trabajadores, secretarias, pequeños y microempresarios, conductores de autobuses, religiosos, chicas en edad escolar, policías, maestros, y ellos mismos. Según la policía, el dinero que recolectan por medio de las extorsiones sirve para pagar abogados, fianzas, armas y drogas —y seguramente policías, custodios y jueces— y para mantener a las familias de los pandilleros que guardan prisión. Sus viejos líderes comandan seguros desde los penales, en los que tienen fácil acceso a drogas, armas, mujeres, y abundantes medios para comunicarse e impartir instrucciones a sus huestes. Desde la cárcel dirigen las extorsiones, y deciden quién muere. Las maras se han convertido en un organismo multicelular con una irrefrenable capacidad de crecer, reproducirse y hacer negocios, y ya han devorado a dos generaciones de jóvenes en la región mesoamericana, donde sus franquicias se han extendido, y siguen extendiéndose y negociando territorios con otras organizaciones criminales.
En 2012, el FBI designó a la Mara Salvatrucha (MS13) “organización criminal transnacional”, y un reporte reciente del organismo da cuenta que la banda opera en casi todos los estados de la Unión Americana, y que, al igual que aquí, sus filas siguen creciendo a expensas de reclutas cada vez más niños. “Reclútalos jóvenes y son tuyos” dice el protagonista principal de la estupenda serie de televisión Breaking Bad, una declaración que calza perfecta en este tiempo y lugar. Frente a este poderío, a los salvadoreños no les queda sino la sumisión, la rabia impotente o entregarse a sádicas fantasías de exterminio que por supuesto nunca se consumarán puesto que son las maras, precisamente, las que poseen el poder de la ultraviolencia.
Hace un par de años, el expresidente Mauricio Funes dio carta blanca para que algunos personajes dentro y fuera del Gobierno fraguaran la arriba aludida tregua entre la MS y la pandilla de la calle 18, las dominantes en el universo binacional salvadoreño. Los dos grupos entendieron que ese arreglo les convenía, y las estadísticas de homicidios cayeron por unas semanas. Lo cual estuvo bien, pues, por primera vez en muchos años, los asesinatos cayeron de un pico de casi 20 diarios, a cuatro o cinco en los días más propicios. Pero los beneficios para la población fueron exiguos, intrascendentes si acaso. La tregua, ya sea porque fuese estrecha o unilateral o incomprendida o saboteada, ha sido un fiasco. Es un error, casi una impudicia defenderla por lo que no es, y culpar por el rebrote violento a algunos funcionarios, por muy incompetentes o autoritarios o burdos que fueran, en lugar de encarar a las maras por los tormentos y estropicios que infligen a la población. A pesar de la tregua, las extorsiones y otros negocios sucios han continuado, así como la intimidación, el acoso y el reclutamiento forzoso de adolescentes y niños. Los asesinatos obviamente tampoco se detuvieron y a la larga, como lo prueba su renovada capacidad de fuego y su osadía en retar al Estado y darle jaque, las maras salieron fortalecidas.
Durante los 20 años que la derecha monopolizó el poder en El Salvador, sus administraciones probaron varias recetas —“mano dura”, “super mano dura”— para contrarrestar a las pandillas. Pero salvo un programa de prevención empezado durante la administración de Francisco Flores, que fue abandonado demasiado pronto, y que de todas maneras no estaba a la altura del reto formidable que tenía enfrente, las administraciones de Arena hicieron muy poco, lo mínimo quizá, para evitar que las maras se extendieran y adquirieran un impresionante poder territorial. En lugar de consolidar y fortalecer el poder de la recién fundada Policía Nacional Civil (PNC), el Estado le impuso una dieta anoréxica que, sí, la conservaba con vida, pero condenándola al mismo tiempo a una condición escuálida, para beneficio de algunos funcionarios de esas administraciones —incluyendo a un exdirector de la policía— que se lucraban con el negocio de la seguridad privada y la venta de armas. El mismo Funes, que criticó (en una entrevista que me ofreció cuando era candidato) que algunos funcionarios de Arena descuidaran su obligación de proteger a la ciudadanía y prefirieran favorecer a estos negocios, terminó él mismo favoreciendo con millonarios contratos a uno de sus allegados, dueño de una agencia de seguridad. Un trabajo reciente del periodista Héctor Silva también pone de relieve que en los años de las administraciones de Arena, empezando por la del presidente Alfredo Cristiani, se contaminó la PNC con un grupo de exmilitares con cuestionamientos por abusos pasados, y que resultaron ser una caterva corrupta, que sostenía tratos con narcotraficantes y el crimen organizado, empezando por uno de sus directores.
Es cierto que en los primeros años después de la firma de los acuerdos de paz, el Estado tuvo que hacer frente a bandas de hampones que secuestraban a empresarios y que robaban mercadería de empresas por medio de bien coordinados golpes de mano, y que siendo esta la prioridad de la ley, quedaron las pandillas dueñas de las villas miserias y las comunidades de trabajadores, ganando terreno gradualmente en la vasta favela llamada Area Metropolitana del Gran San Salvador.
Hoy ha llegado un Gobierno del FMLN, y este, aparentemente, entiende bien dos cosas.
Primero, que al desafiar al Estado las maras (aún más que el crimen organizado) disputan y socavan su proyecto de poder a largo plazo, especialmente porque este proyecto de poder pasa por crear y extender su propio control territorial del país. Segundo, el FMLN sabe que las soluciones policiales y de mano dura no funcionan, que no hay vías fáciles, y que detrás de la existencia de las maras hay una aglomeración de causas formidables, cada una de las cuales requeríria un plan de nación específico y muchos años.
En el único debate presidencial que tuvo lugar durante la campaña electoral, el actual presidente, Sánchez Cerén, prometió hacerle frente a la delincuencia con una mano dura y una mano inteligente, y sin duda esto es lo más acertado que se puede decir y pretender. Pero aun si El Salvador escogiera una estrategia integral y resuelta, y pusiera en juego la combinación correcta y oportuna de mentes y recursos para lanzarse contra un cuarto de siglo de poder marero, la verdad es que el proceso marchará lenta y penosamente, y que habrá reveses.
Pero por algún lado hay que empezar, a menos que concluyamos que el país es inviable, que su juventud ya puede darse por perdida, y que no queda sino salvar los propios huesos, atrincherándose detrás de la caseta del vigilante o el vidrio polarizado o el gesto fiero (estamos asustados, por autodefensa nos esforzamos por parecer temibles y meterle miedo a los demás) o en su defecto migrando a otro país, aunque ese país no necesariamente sea los Estados Unidos. Pero esto no puede ser, no debe ser. ¿O sí?
Arturo Morales (el nombre es ficticio) es un maestro de secundaria en un centro escolar del oriente del país. Una noche de estas tomamos unas cervezas, y a una pregunta mía, termina confesando que él cree que el 90% de sus alumnos varones tiene algo que ver con las maras. En el caso de las niñas se trata de un porcentaje menor, 10%, aunque tampoco ellas están a salvo, dice, porque “son las novias de los mareros”. Hace un tiempo, un colega le confió a Morales que uno de sus alumnos se le había acercado para sentenciarlo, como se dice aquí, por las malas notas que le estaba dando. Una extorsión académica, digamos. Los docentes se cuentan entre los profesionales más amenazados por los jovenes mareros, y el maestro, sabiendo lo poco que vale la vida en El Salvador, acabó dándole al muchacho las notas que necesitaba para aprobar la asignatura.
Morales no ha pasado por este tipo de trance, pero para qué arriesgarse. Las horas que dedica a hacer las calificaciones de sus alumnos se han convertido para él en un ejercicio de supervivencia.