La Fiscalía General de la República (FGR) giró órdenes de captura contra 68 miembros de la facción revolucionaria del Barrio 18, entre los que figuran –según su versión- los seis líderes nacionales de esta pandilla. Las órdenes fueron giradas el 7 de junio de este año.
Pese a la gran cantidad de órdenes de captura, la mayoría de imputados ya estaban guardando prisión: a 41 de los señalados simplemente se les notificó en la cárcel en la que están recluidos que se les acusaba de un nuevo delito. 14 más habían conseguido escapar, pero este periódico sabe que al menos uno de ellos ya fue capturado cuando casualmente fue detenido en un retén de tránsito. Este periódico conoció que todos los imputados ya han sido notificados.
Según la Fiscalía, los tres líderes pandilleros de más alto rango son César Renderos, alias El Muerto, o Morrison; Marcelino Guillén, alias Cawina, y José Alvarado, alias Niño Crazy. Los tres están recluidos en el penal de Izalco y representan a algunas de las clicas más poderosas dentro de la estructura, debido a que controlan territorios considerados claves: la comunidad Las Palmas, en la colonia San Benito, de San Salvador; Apopa y Quezaltepeque, respectivamente. A estas personas se les señala como los líderes nacionales de la organización.
El documento establece la existencia de una segunda grada jerárquica: los líderes nacionales que gozan de libertad. La investigación de la Fiscalía asegura que este eslabón de mando fue creado específicamente para asegurarse de que los líderes o palabreros en los territorios controlados respetaran los acuerdos asumidos por la pandilla durante la tregua. Sus nombres son Julio Reyes, alias El Chory; Manuel Acosta, alias el Donkey, y un hombre al que el documento solo menciona como Nalo, en contra de quien no ha girado orden de captura. Estas personas tienen casi la misma representatividad territorial que el eslabón anterior: Nalo representa a la Comunidad Las Palmas y Chory a Apopa. Solo hay una alteración: Donkey representa a la clica del barrio San Miguelito. El Faro sabe que Nalo se encuentra arrestado por una acusación distinta.
Los líderes de la facción que están en libertad también son una estructura que goza de autoridad a nivel nacional y que según la Fiscalía estuvieron involucrados en la planificación de delitos como extorsión y asesinato.
La acusación de la Fiscalía se basa en dos hechos: el asesinato de un pandillero de la misma estructura, al que en marzo los revolucionarios acusaron de traidor, y el atentado contra la delegación policial de Quezaltepeque realizado en abril, en el que un agente policial resultó herido de bala. 18 de las 68 personas están vinculadas con estos dos hechos. Ocho más están acusadas de delitos de conducción ilegal de armas de fuego. El resto, 42 personas, están perseguidos solo por el delito de agrupaciones ilícitas.
Toda la acusación de la Fiscalía está sostenida en el recurso más habitual en los casos contra pandilleros: lo dicho por testigos criteriados, es decir, por miembros de la pandilla que han traicionado a la organización a cambio de que la Fiscalía les exonere de los delitos que cometieron o les rebaje la acusación. En este caso se trata de cuatro testigos ocultos bajo los seudónimos Napoleón, Arquímides, Nixon e Isaías, que relataron a las autoridades cómo y quienes cometieron los delitos.
En la última página del documento en el que se describe la investigación, la Fiscalía pide al juez especializado de San Salvador que imponga un carácter de absoluto secreto sobre todo lo relacionado al caso y lo justifica así: “Solicitamos la reserva total del presente proceso, en virtud de que (…) existen evidencias o información (…) que puede afectar al sistema político del país, indicando datos de ciertos partidos políticos como Arena, FMLN y algunas personas (…) activistas de la tregua…”
Desde lo creíble hasta lo increíble
Los relatos que los testigos ofrecen sobre el asesinato del pandillero y el atentado contra la Policía ocupan una mínima parte de la relación de hechos que la Fiscalía presentó al juez. La mayor parte la ocupa una serie de revelaciones de los colaboradores que tienen poca o ninguna relación con los casos investigados.
Algunas de las versiones coinciden con las investigaciones que El Faro ha hecho sobre el fenómeno pandilleril durante más de tres años. Por ejemplo: los testigos describen una organización gobernada desde la cárcel, en la que cada pedazo de territorio controlado por la pandilla tiene un líder dentro del penal que es responsable de supervisar lo actuado por las clicas; que gran porcentaje del dinero de las extorsiones –el 25 % según los testigos- sirve para mantener a los pandilleros presos; que en la jerarquía de los revolucionarios la comunidad Las Palmas y sus líderes ocupan un lugar preeminente; que posiblemente lo anterior se deba a que obtienen una buena cantidad de recursos por medio de la extorsión a los bares, restaurantes y discotecas de la Zona Rosa.
Algunas aseveraciones, que en el documento ocupan apenas unas líneas, describen una estructura que administra incluso su violencia: según los testigos, hay una especie de calendario para matar; cada clica debe esperar su turno para poder eliminar a los soplones o atacar a los enemigos. En una de las escasas menciones que este “rol” tiene en la pandilla, uno de los testigos aseguró que los pandilleros de Quezaltepeque, durante la planificación del atentado contra la delegación policial, tuvieron que recibir una autorización expresa de los líderes nacionales de la pandilla para saltarse su turno, puesto que “en esa fecha no les tocaba el rol a los de Quezalte, sino que a los de la Bethel de Mejicanos, a los de Aguilares y a Zacatecoluca”.
También se menciona que la pandilla está recibiendo entrenamiento en el uso de armamento y tácticas militares, pero las versiones sobre esto son borrosas: algunos testigos aseguran que esto ocurre, pero que ellos no han participado nunca, o aseguran haber estado en un campo de entrenamiento pero que llegaron con los ojos vendados y que nunca vieron el rostro de los entrenadores.
Aunque formalmente no hay en el documento ninguna acusación relacionada con la tregua, la Fiscalía concedió abundante espacio a algunos relatos de los testigos al respecto. En algunos casos los pandilleros se limitan a contar las reuniones en las que les comunicaron que había que reducir la belicosidad de la pandilla para cumplir con un acuerdo firmado por los líderes. Pero en otras ocasiones involucran a los mediadores en actos delictivos.
Según uno de los relatos, antes de atentar contra la Policía, los líderes nacionales le pidieron autorización a Raúl Mijango, principal mediador durante la tregua. El testigo asegura que él mismo estaba enlazado telefónicamente en una conversación múltiple en la que uno de los líderes le explicó la situación y Mijango habría respondido: “… Mirá, sobrino, si ese culero te mató un elemento que vos decís, topalo, pero eso sí, no quiero que vayan a salir heridos ni un niño o una anciana porque vas a ir a parar a Zacate”.
Aunque la Fiscalía concedió credibilidad suficiente al relato como para agregarlo en su informe, no ha acusado a Mijango de nada, incluso cuando lo único en lo que sustenta el resto de órdenes de captura es lo dicho por los mismos testigos que en este episodio vinculan al mediador con un acto tipificado legalmente como terrorismo.
El fiscal general, Luis Martínez, se ha declarado públicamente enemigo de la tregua y aunque ha acusado en múltiples intervenciones públicas a los mediadores de estar relacionados con connubios delictivos, jamás los ha acusado formalmente de nada. Martínez llegó a decir que tenía información que le indicaba que Mijango había contratado a sicarios para eliminarlo, sin que ello tuviera ninguna consecuencia institucional. Asimismo, llegó a llamarle 'manipulador de homicidios'.
Consultado sobre las acusaciones, Mijango les restó importancia: 'Son cuentos chinos, el fiscal tiene la intención de criminalizar la búsqueda del diálogo (con las pandillas) y a los que trabajamos en eso', repitió.
En el documento, los testigos colocan a Mijango y al general David Munguía Payés, ex ministro de Seguridad Pública y hoy ministro de la Defensa Nacional, en una lista de situaciones comprometedoras de dudosa veracidad: aseguran que existía un pacto entre “el sistema” y la pandilla 18 para que estos últimos eligieran al nuevo ministro de Seguridad Pública, y que este sería Mijango; aseguran que sus líderes fueron sacados del penal de Izalco y llevados a un salón de un hotel donde Munguía Payés les enlazó telefónicamente con el entonces presidente de la República, Mauricio Funes, quien les prometió beneficios a cambio de respaldo político; aseguran que parte de los acuerdos de la tregua pasaban por incorporar a muchos pandilleros en la Policía, aunque ninguno de los testigos dice conocer a algún homeboy que haya conseguido colarse en la PNC…
Incluso se consignan auténticos disparates como uno en el que el testigo asegura que él “sabe” –sin decir cómo- que Mijango consiguió, a través de la Asamblea Legislativa, un préstamo “sin límites”, para financiar obras en las comunidades controladas por la pandilla, pero que en realidad era para el beneficio personal de los líderes.
La investigación que se consigna en el documento ocurrió en un momento en el que la tregua se había convertido políticamente en una mala palabra: el sucesor de Munguía Payés en el Ministerio de Seguridad, Ricardo Perdomo y el fiscal Luis Martínez se habían declarado públicamente en guerra contra los mediadores del proceso, y el partido Arena usaba el acuerdo con las pandillas como una herramienta de ataque político contra el FMLN en vísperas de la elección presidencial.
Acto de terrorismo
El Chele Flex va en el asiento del copiloto de un vehículo deportivo con vidrios oscuros. En la parte de atrás están dos pandilleros más: Zombie, quien es monitoreado vía telefónica por su jefe en la pandilla, Chilango, y otro acompañante desconocido para el motorista de la misión. El conductor es quien relata a la Fiscalía lo ocurrido esa noche: un intento fallido de asesinar a la mayor cantidad posible de policías de la delegación de Quezaltepeque y de destruir las instalaciones a punta de granadazos.
El atentado fracasó debido al motorista. Mientras se dirigían a la delegación policial, el copiloto –que era el encargado de la misión- les ordenó a los del asiento de atrás que bajaran del carro para lanzar ráfagas rápidas y soltar dentro de la delegación un par de granadas. Chele Flex les prometió cubrirlos desde el asiento del copiloto. El motorista titubeó al observar que en la esquina próxima a la delegación había un carro parecido a los que usan los investigadores y dijo a los acompañantes: “No puedo parar allí, porque allí están los policías.” Se fueron.
El segundo intento fue ordenado por Chilango desde el penal de Izalco: “No me importa, es una orden, tienen que cumplir, regresen.” Regresaron haciendo el mismo recorrido que la primera vez. Cuando iban por el parque central de Quezaltepeque, el Chele Flex amenazó al conductor: “Hoy sí, culero, se para frente a la delegación y nos espera, no se vaya a correr porque lo vamos a matar a usted”.
En la acera de la delegación, frente a la entrada, estaban dos policías, uno vestía camisa blanca y el otro uniforme negro. Uno de ellos es el agente Julio César Servellón, quien resultó herido de gravedad. El motorista redujo la velocidad, pero no paró, lo traicionaron los nervios y no les dio tiempo de bajar a los del asiento de atrás, encargados de las granadas. El Chele Flex disparó unas 20 veces contra los policías. “Fue bien rápido y los tiros que hizo el Chele Flex no fueron certeros, pegaron varios en el portón, varios en la pared”, dijo el motorista a los fiscales. En el acta fiscal la voz del testigo quedó reflejada así: “El dicente salió en gran velocidad y se dirigió a la calle que conduce a la Toma de Quezaltepeque, llegando a un parqueo de buses, donde hay bomba de suministro de gasolina, ahí detuvo la marcha y se bajaron el Chele Flex, el Zombie y otro sujeto. Eran como las 12 la noche y no vio qué rumbo tomaron”.
El motorista recibió la orden de ir a dejar el carro a la entrada de un lugar conocido como El Jocote, donde debía abandonarlo y sería recogido por otro pandillero en una moto. Al principio todo salió según el plan: dejó el vehículo con las luces encendidas y a los segundos vio la luz de una motocicleta acercarse. Antes de que se subiera a la moto, el conductor de esta le pidió una última cosa: debía regresar al vehículo y recuperar una pistola que había debajo del asiento del piloto. Cuando se dio la vuelta para buscar el arma, escuchó el sonido metálico que hace una pistola cuando se monta la bala en la recámara. Al voltearse, su compañero le apuntaba con un arma, sin bajarse de la moto. La pandilla le iba a cobrar su falta de temple, su cobardía. Pero la Policía le salvó el cuero.
Como en una película, los agentes llegaron en el último segundo y no le dieron tiempo al motorizado de jalar el gatillo. Al ver a las autoridades, el de la moto huyó, dejando vivo a un tipo que se sabía condenado a muerte por su propia organización y que era un buen candidato para convertirse en testigo criteriado.
La muerte de Julio César Servellón fue planificada en la celda 8 del Penal de Izalco, a las 8 de la noche. Con casi tres semanas de anticipación. Para planificarla, cuatro líderes pandilleros que guardan prisión se pusieron de acuerdo con cinco líderes pandilleros que en ese momento estaban en libertad. Esto es lo que intentará probar la Fiscalía, que sustenta la acusación en lo dicho por dos testigos que a mediados de marzo de este año estaban cerca de la celda en la que se urdió el plan para atacar una delegación policial de Quezaltepeque la noche del domingo 6 de abril.
El relato presentado ante el juez especializado dice que El Cawina, El Muerto de Las Palmas, El Niño Crazy y El Pempo de Quezalte llamaron por teléfono a otros cinco pandilleros del ala revolucionaria del Barrio 18, El Chory, El Nalo, El Donky, Masacre y Sugar. La Fiscalía intentará probar que El Muerto de Las Palmas fue el que dio la autorización para proceder y que El Niño Crazy y El Cawina afinaron la logística.
El Boxeador
El Boxeador murió en un catre de la celda cuatro del penal de Izalco. Esa mañana, la celda estaba repleta de un grupo de pandilleros a los que la Fiscalía quiere sumar un delito más: el homicidio agravado que aparece en el expediente que explica la cadena de mando de los Revolucionarios. El Boxeador era miembro activo de la pandilla y murió a manos de sus compañeros.
Según uno de los testigos, El Lágrima, El Looney, El Pempo, El Cawina, El Killer, El Dreamer, El Niño Crazy, El Trigre, El Gufy y El Snoopy se encargaron de meterlo en la celda. Forcejearon. “El Loony, el Cawina, el Pempo lo tenían agarrado de un pie y el Dreamer del otro pie. El Tigre y el Killer lo tenían agarrado de una mano cada uno. El Lágrima, El Snoopy y El Gufy lo estaban interrogando, pero el deponente no alcanzó a escuchar lo que le preguntaban”, dice el relato del testigo que, en ese momento, pasó por la celda sin detenerse mientras iba a comprarse un café. Cuando regresó de la tienda, el Boxeador estaba muerto y envuelto en olor a lejía. “Lo estaban limpiando”, dice el relato.
El Boxeador también era conocido como “Tony” o “Tony Califa”. Su nombre era Mardoqueo Adalberto Hernández y tenía 40 años al momento de morir. Había sido condenado a 10 años de cárcel por el delito de extorsión. Era experto en boxeo-patada y, según el relato de un testigo que vio cómo lo asesinaron, días antes había estado entrenando a algunos de sus asesinos.
Aunque murió estrangulado en la mitad de la mañana, fue declarado muerto hasta la noche del viernes 28 de marzo de este año. Lo encontraron ahorcado de una trenza de hilos para hacer hamacas para hacer creer que se trataba de suicidio. “Agente, agente, ahí está uno que está decepcionado, quizá háblele a la enfermera”, gritó un reo anónimo que guio al médico y a la enfermera que lo declararon muerto.
El Barrio 18 es una de las pandillas más extendidas en El Salvador y libra una guerra a muerte contra la pandilla MS-13. El Barrio 18 se rompió en dos facciones hace unos años, la Sureña y la Revolucionaria, que también libran entre sí una guerra a muerte. Solo la tregua pactada entre los líderes pandilleros y el gobierno del presidente Funes a inicios de 2012 permitió una sustancial reducción de los asesinatos en El Salvador a casi la mitad, pero tras casi 15 meses de vigencia, el pacto se fue deteriorando y aunque nadie lo ha dado oficialmente por terminado, los homicidios volvieron poco a poco a niveles similares a los de antes de la tregua: a un ritmo de 11 o 12 por día.