Entre el 11 y el 19 de noviembre de 1981, tropas del Destacamento Militar No. 2, en Sensuntepeque, Cabañas, comandadas por el entonces teniente coronel Sigifredo Ochoa Pérez, marcharon hacia el norte del departamento, con la brújula puesta en los caseríos del municipio de Victoria. Al tercer día del operativo, la prensa salvadoreña reportó la versión oficial de la Fuerza Armada, y esta decía que en Cabañas se estaban ampliando rastreos para desarticular a la guerrilla. 34 años después, cientos de sobrevivientes y un grupo de investigadores denuncian que aquel operativo en realidad fue una masacre de centenares de campesinos, hombres, mujeres y niños, que comenzó en los caseríos y se expandió hasta laderas pedregosas, en los montes, cerros y quebradas hasta llegar a la ribera del río Lempa, fronterizo con Honduras.
Esa es la conclusión a la que ha llegado un grupo de investigadores estadounidenses del Centro para la Defensa de los Derechos Humanos de la Universidad de Washington (UWCHR, por sus siglas en inglés), que esta semana revelan el informe Solo Dios con nosotros: la masacre de Santa Cruz, un documento que narra una matanza nunca antes contada y sobre la cual apenas hay un par de líneas escritas en el informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas.
El informe, producto de una investigación de más de dos años, contiene documentos desclasificados, fotografías y decenas de testimonios de salvadoreños que se dicen sobrevivientes de ese operativo, y fue elaborado con el apoyo del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana (IDHUCA), que hace un año celebró un tribunal de justicia restaurativa con las víctimas. La investigación recoge el testimonio de un antropólogo estadounidense que fue víctima y testigo del operativo. Le tocó huir de las balas y las bombas junto a los pobladores y documentó con su cámara fotográfica la 'guinda' y los lugares de refugio de un grupo de campesinos (hombres, mujeres y niños) entre los matorrales y las cuevas de la zona, así como el refugio de los sobrevivientes los campamentos de La Virtud y Mesa Grande, en Honduras.
En la investigación se retoman, además, documentos desclasificados del Departamento de Estado de los Estados Unidos que dan cuenta de la responsabilidad de mando de Ochoa Pérez en el tiempo en el que ocurrió un despliegue militar de gran envergadura en la zona; y rescata el testimonio de un exfiscal estadounidense, quien denunció el hecho en 1982 ante la Cámara de Representantes del Congreso estadounidense. La investigación incluye publicaciones de la prensa nacional y estadounidense de la época, que hablan del operativo “contrainsurgente” y de la participación de soldados en ajusticiamientos propios de 'escuadrones de la muerte'.
“En conjunto, estas fuentes proporcionan evidencia contundente de que ocurrieron crímenes de lesa humanidad en el área alrededor de Santa Marta, en el municipio de Victoria, Cabañas, durante el operativo militar del 11 al 19 de noviembre de 1981”, dice el informe.
Angelina Sondgrass Godoy, directora del UWCHR y coordinadora de la investigación, da por probada la existencia tanto de la matanza de civiles como de la participación directa de Ochoa Pérez en ese operativo. 'No hay dudas de que Ochoa Pérez comandó el operativo en el marco del cual la masacre se cometió', dijo a El Faro. 'Sin embargo, la información que tenemos no es completa. No ha habido investigación seria de parte de las instituciones de justicia en el país. La Fuerza Armada salvadoreña no ha abierto sus archivos ni en lo más mínimo, y el gobierno estadounidense (que supo del cometimiento de estos hechos) tampoco ha sido muy transparente en la divulgación de información sobre estos hechos. Eso es muy grave porque les niega a las víctimas y a la sociedad en general su derecho a la verdad -por no decir la justicia- sobre estos incidentes, que no se han quedado en el pasado sino que siguen marcándoles la vida a muchas personas el día de hoy',
La masacre de Santa Cruz
María Julia Ayala es una sobreviviente de la masacre de Santa Cruz, iniciada el 11 de noviembre de 1981, cuando tropas del Destacamento Militar No. 2 bajaron desde la cabecera del departamento y entraron en los caseríos del municipio de Victoria. Un día después, el 12, ella se encontraba en su casa cuando vecinos le alertaron de que paramilitares de la Organización Democrática Nacionalista (Orden) y los soldados del DM-2 estaban cercando el caserío. María Julia Ayala cargaba un niño de dos años, llamado Roberto. Estaba, además, con otra hija de 12 años. En la guinda, huyendo de las balas, los morteros y las bombas, esto fue lo que contó a los investigadores: “Apenitas habíamos subido el cerro, cuando ahí fue el juicio entero, las grandes candelas de fuego… me tiré en el suelo con el niño en el pecho. Y cuando estaba allá le dije (a mi hija): Mama, le dije yo, agarrame al niño, le dije. Mama, me dijo, el niño está muerto. No le hace, yo me voy a quedar aquí con él... porque a mí me habían dado este balazo también aquí (en el brazo). Yo supongo que el mismo balazo que le dio a él me dio a mí. Yo sentía que me tumbiaba la sangre. Aquí voy a quedar yo con él, le dije. Váyase usted, tal vez usted se defiende. Ay, papito, dijo ella, pero abrió los brazos así (en posición de cruz). …Entonces ella se fue, me dejó. Estando yo ahí acostada con el niño en los brazos, me dije, dice el señor, ayudate, que te ayudaré. Entonces yo me hinqué, y dejé el niño. Y me fui. Salí yo así. Y me fui. Salí yo así...”
En el norte de Cabañas, y sobre todo en el poblado de Santa Marta, municipio de Victoria, desde 1975 un grupo de campesinos habían sido adoctrinados en comunidades eclesiales de base. Los campesinos viajaban a clases de catequesis a la Universidad Centroamericana José Siméon Cañas, en San Salvador. Ahí, entre lecturas de la Biblia, enseñanza en primeros auxilios y de organización campesina, infiltrados de la incipiente guerrilla -compas- les sembraron la idea en la cabeza de ir, poco a poco, organizándose en un frente de resistencia. Cinco años más tarde, para 1980, 40 de esos primeros expedicionarios ya formaban parte de una pequeña célula guerrillera adscrita al Frente de Acción Popular Unificada (FAPU, una organización de movilización de masas no combatientes) y a la Resistencia Nacional.
En Santa Marta, una comunidad que vive bajo sus propias reglas (tienen su propia autoridad representada en una directiva y una cooperativa, una especie de consejo de ancianos que dirime los conflictos y regula el uso de tierras), más de 30 años después de aquellos inicios todos concuerdan en que “la quema” –el descubrimiento de una Santa Marta organizada- ocurrió con tres marchas en San Salvador en la que participaron líderes de la comunidad. En esas marchas, en las que exigían la libertad de Lil Milagro Ramírez, una de las fundadoras de la Resistencia Nacional en El Salvador, los campesinos fueron capturados y retenidos en la Guardia Nacional. Les quitaron sus pertenencias, los soltaron, y les preguntaron a dónde podían hacerles llegar sus enseres. Todos dieron la dirección de la alcaldía de Victoria, y luego supieron que esa información los había delatado.
'Sin duda alguna esa fue la quema de Santa Marta', dice a El Faro Gerardo Leiva, uno de aquellos campesinos organizados y capturados en 'la quema'. Él hoy sigue siendo uno de los líderes en Santa Marta, y además es sobreviviente de las persecuciones en la zona ocurridas en noviembre de 1980, marzo de 1981 y noviembre del mismo año. La zona fue atacada con regularidad por el ejército entre 1980 y 1981. Y aunque solo eran 40 los campesinos organizados en una célula de la guerrilla, según los sobrevivientes los soldados no distinguían entre combatientes, hombres, mujeres y niños que nada tenían que ver con la resistencia. En el primer ataque, el de noviembre de 1980, Leiva tuvo que enterrar a varios amigos y a un tío que intentaba escapar de las tropas del ejército. 'A mi tío lo mataron el 21 de noviembre de 1980 en la masacre del Peñón. Se llamaba Enemesio Rivas Leiva. Se lo llevaron capturado hasta un lugar que le decíamos 'pitoríos', que es un desecho para bajar al lado de un río. Yo sabía que lo habían capturado y estaba seguro de que estaba muerto, pero no lo encontraba. Lo encontré hasta el siguiente día, 29 de noviembre de 1980. Lo hallé atado... de pies y manos, y... (Leiva se detiene 25 segundos, en los que emite un quejido, le brotan lágrimas, toma un sorbo de agua, se aclara la garganta)... con un disparo que le pegaron acá (se toca la frente) que le explotó todo esto (se lleva las manos a la cabeza) y con un puño de trapos en la boca'.
Decenas de testimonios como el de Leiva fueron recopilados por el Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA) en un tribunal de justicia restaurativa celebrado en marzo de 2014. El equipo de investigación de la Universidad de Washington finalizó sus propias entrevistas a los supervivientes en noviembre de 2011, así como el cotejo de los insumos obtenidos vía Acta de Libertad de Información (FOIA) en Estados Unidos y el acceso a documentos desclasificados del Departamento de Estado.
En octubre de 1981, la guerrilla destruyó el Puente de Oro, que conectaba la zona central con la oriental del país. Se presume que el operativo en Cabañas del DM-2 fue para intentar disuadir un posible ataque a la relativamente cercana presa 5 de Noviembre, sobre el río Lempa, según reportó el Diario Latino el 17 de noviembre de ese año, citando a fuentes de inteligencia militar. El coronel Ochoa Pérez asegura que el operativo que comandó tenía como propósito expulsar de Cabañas a la guerrilla. En la época se dijo que el ejército presumía que los guerrilleros de Cabañas querían dar ese golpe a la presa. En el trayecto de la tropa hacia Santa Marta, donde operaba la base de la guerrilla, los soldados arrasaron con tres poblados más. Uno de estos fue Peña Blanca. En ese lugar, hace más de 30 años, un joven antropólogo estadounidense recogía información para su tesis de doctorado cuando se le vino la guerra encima. Philippe Bourgois huyó con otros residentes del área, escapando de las tropas, escondiéndose de los aviones y helicópteros que volaban tan bajo “que se podía ver la cara del soldado con la ametralladora cuando abría la puerta para buscar a los objetivos en tierra”, dijo Bourgois a los investigadores.
Al cuarto día de la guinda, entre cuevas, matorrales y riachuelos, grupos de campesinos se escondían de los soldados, que patrullaban toda la zona, disparando a todo lo que se moviera. En ese cuarto día, Philippe Bourgois comenzó a tomar fotografías con su cámara del grupo con el que huía del ejército. En las imágenes se ve a mujeres, hombres y niños refugiados en cuevas y entre la maleza. En una foto Bourgois describe un hoyo y una cerca destruida. Según él, ahí había caído una bomba lanzada por el ejército. En otra imagen, unos hombres cavan una fosa, y Bourgois apunta que ahí se enterró a uno de los heridos del grupo. En otras fotos Bourgois retrata a los combatientes que huían junto al grupo de civiles. Los hombres -cuatro hombres- están armados con pistolas y fusiles.
Como el grupo de Bourgois, otros grupos también estaban rodeados por las tropas, que se movían por toda la zona persiguiendo a los sobrevivientes, empujándolos hacia la única salida posible: cruzar el Lempa para llegar a Honduras. En realidad, estaban atrapados. Los sobrevivientes relatan que al otro lado del río, soldados hondureños los esperaban con los fusiles cargados, como ya había ocurrido en marzo de 1980 en la masacre de El Sumpul, Chalatenango.
El 30 de noviembre de 1981, Kim Rogal, de la revista Newsweek, que cubría la llegada de refugiados salvadoreños a Honduras, escribió este párrafo: “Mientras tanto, la marea de refugiados crece: un operativo militar en Cabañas la semana pasada impulsó a 800 personas más a cruzar el río Lempa, y el ejército anunció que le habían disparado a 100 subversivos antes de que pudieran cruzar. Al menos uno de los muertos no era guerrillero. Un pescador hondureño que trabaja en ese río halló en sus redes el cadáver de un niño con una bala en la cabeza —otro inocente perdido en una guerra sin frentes ni fronteras.”
Niños y bebés. Para quienes huían, cargar niños y bebés los condenó a la muerte. Esto dijo Philippe Bourgois a los investigadores: “En uno de los tirazones (sic), me metí en un arbusto, no sé si era arbusto o árbol, y de repente me encontré al lado de una señora chineando a su bebé. Y por desgracia, de yo meterme allí, el bebé empieza a llorar. Y la mamá del bebé me dice, no sé quién es porque era oscuro, me dice: ‘Vete, vete de aquí!’ Yo todavía no entendía, pensando cómo es posible que me está echando de aquí, con ese tirazón, y hay lugar aquí para tres, cuatro, podemos estar. No, porque ella sabía que los tiros iban a caer sobre ella y su bebé. Me di cuenta, y con el horror, me corrí de ahí, y precisamente en ese momento, el tirazón va y aniquila a esa madre con su niña, ni sé quién hubiera podido ser.”
El drama para las víctimas no tiene nombre. Y todavía hoy, a casi 35 años de distancia, una de las tragedias sigue siendo un tema tabú en las comunidades del norte de Cabañas. Uno de los sobrevivientes, con la condición de hablar desde el anonimato, declaró a los investigadores que “una muchacha de Santa Marta, no me recuerdo el nombre de ella, cargaba a dos niños, y como la gente que iba, le decían a las mamás: silencien esos niños que los van a matar; silencien esos niños, allá van los soldados... y se vio bien la tropa que pasó, la tropa pasó como de aquí a menos de una cuadra de distancia, y nos quedamos nosotros rezando y pidiéndole al Señor con una gran fe que el Señor nos librara, y entonces pasó la gran columna de soldados, hasta se oían bien las palabras de ellos, nosotros en un montecito, y entonces unas madres ahí fue que ahogaron a los niños, porque los niños empezaron a llorar de hambre, porque ya dos días y sin comida, y les pusieron un trapo, y … ahí se ahogaron.”
Cercados. Para el 14 de noviembre, el cuarto día del operativo, quienes huían se dieron cuenta de que la única forma de escapar del cerco era atravesarlo de frente, cerca del caserío Peña Blanca. La idea era atravesar por una escuela ubicada cerca de un pequeño riachuelo, y luego correr y correr para salvarse de la muerte. El problema fue que algunos niños seguían con vida, llorando, y los soldados los escucharon. Aquello fue una carnicería y un sálvese quien pueda. Los que no cayeron abatidos por las balas probablemente hayan muerto pisoteados por una muchedumbre que se abría paso en un camino angosto de piedras. En ese lugar, otros sobrevivientes que lograron refugiarse en un cerro cercano relatan cómo los soldados remataban a aquellos supervivientes de la guinda. Luego hicieron una sola fosa para la pila de cadáveres, cerca de la escuela. Luego le prendieron fuego.
“… Y solo sentíamos un olor, como enfrente estábamos, de San Jerónimo y Peña Blanca, aquel olor como cuando uno llega a un comedor donde hay mucha comida, mucha carne. Aquel olor a carne”, relató otra mujer sobreviviente a los investigadores.
Durante las guindas, las columnas móviles de infantería no daban tregua. Una sobreviviente de nombre Digna Recinos relata que unos soldados habían capturado a una señora mayor con dos niños pequeños. Uno de los soldados había pisado una mina colocada por guerrilleros. Estaba herido de gravedad. En represalia, sus compañeros decidieron tomar venganza.
“Estos tal-por-cuales nos van a pagar esto. Estos guerrilleros van a morir , decían. Y había una familia arriba. ¿Donde está su marido? le preguntaron a ella. No tengo, decía. Y los dos niños lloraban. Los vamos a hacer salchichas aquí… Luego oíamos los gritos, y los sonidos como cuando están dando machetazos a un palo. Se oía la voz de los niños y una señora, no supimos si eran más porque no fuimos a ver ahí arriba. Lo único es que denle más, píquenlos, decían. Ay ya no me maten a los niños, ya es demasiado, no sean ingratos, cuando oímos los machetazos que le pegaban a ella… Yo pasé días con aquello en mi cabeza, los gritos de los niños, los gritos de la señora a que no le mataran a los niños. Eso ha costado que me quitara. Yo estoy sola con los niños, no me los maten, les decía ella. Son mis nietos”, declaró Digna Recinos a los investigadores.
Finalizado el operativo, la gran mayoría de sobrevivientes se refugió en Los Hernández, un caserío del municipio La Virtud, en Honduras, al otro lado del río Lempa. De esas oleadas de refugiados fue testigo un funcionario de Estados Unidos. El 17 de diciembre de 1981, ante el Comité de Asuntos Extranjeros de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Ramsey Clark, fiscal general estadounidense en los años 60, declaró que fue testigo de la llegada de un grupo de 23 refugiados a los campamentos del lado hondureño de la frontera, incluyendo “una mujer que había recibido un disparo en la cara que le destruyó todo desde la nariz hasta la punta de la barbilla”. Según acotó Clark, la mujer había sobrevivido varios días “como un animal perseguido”. Esa declaración, sin embargo, no provocó nada. Cuatro años más tarde, en Estados Unidos, la sombra de una masacre ocurrida en las cercanías del río fronterizo entre El Salvador y Honduras volvió a aparecer en los medios de Estados Unidos. El teniente Ricardo Ernesto Castro, graduado de West Point y exoficial del ejército salvadoreño, declaró a un periodista de la agencia Associated Press su participación en una campaña militar de noviembre de 1981 en la que se hizo una matanza masiva de civiles cerca del río Lempa.
“Castro dijo que había sido testigo de la matanza de civiles no armados por parte del Batallón Atlacatl (entrenado en los Estados Unidos) durante la marcha al río Lempa —en la frontera con Honduras— en noviembre de 1981”, escribió la agencia Associated Press en una nota publicada por los periódicos The Telegraph y Reading Eagle en febrero de 1986. La posible vinculación del Atlacatl en este episodio también fue recogida por otro periodistas, pero el entonces teniente coronel Ochoa Pérez dice no recordar si el teniente Castro fue uno de sus subalternos ('tenía tantos que no recuerdo el nombre de todos'), así como tampoco recuerda si fue apoyado por este batallón especial -entrenado por Estados Unidos- y comandada por su amigo, el teniente coronel Domingo Monterrosa. El Atlacatl, un mes después del operativo en Cabañas, lideró las masacres en El Mozote y otros siete caseríos del departamento de Morazán, dejando un saldo de alrededor de mil campesinos asesinados, casi la mitad de ellos menores de edad.
Ochoa Pérez: “Yo no recuerdo ninguna masacre”
El coronel Sigifredo Ochoa Pérez –ascendió años después de comandar el destacamento militar en Cabañas- es un hombre ameno. Al menos con los periodistas. Los periodistas y fotoperiodistas que le conocieron en la guerra le otorgan esa cualidad de hombre “bonachón”, si se quiere, muy en sintonía con el carácter de uno de sus íntimos amigos, el desaparecido coronel Domingo Monterrosa, acusado de comandar al Batallón de Reacción Inmediata Atlacatl para perpetuar las masacres en El Mozote. Ochoa Pérez dice que siempre ha sido abierto con la prensa, tanto que fue él -subraya- quien invitó a los medios nacionales y a la prensa internacional para que cubrieran el último día del operativo realizado en Cabañas. Publicaciones de la época lo ensalzan. En una fotografía un periodista salvadoreño publicó en La Prensa Gráfica este pie de foto: “Una pausa. Luego de un agotador recorrido por los campamentos que la F.A. destruyó en el departamento de Cabañas, mostrándolos a los periodistas nacionales y extranjeros, el Cnel. Sigifredo Ochoa Pérez hace una pausa para saborear una naranja”. Esto apareció en la edición de ese periódico del 22 de noviembre de 1981.
34 años después de aquella foto, cuando El Faro le cuenta –vía telefónica- que lo responsabilizan de una masacre en Cabañas, y le pregunta qué opina al respecto, Ochoa Pérez entre sus muchas respuestas suelta una pregunta, entre risas: “¿Y para qué andás preguntándome hoy todo eso, vos? ¿Para qué quieren andar revolviendo el pasado?'
Sigifredo Ochoa Pérez está por finalizar su mandato como diputado en la Asamblea Legislativa. A partir del 1 de mayo vuelve a ser un ciudadano de El Salvador sin los privilegios de los legisladores. Un ciudadano sin fuero parlamentario. En su trayectoria destaca por habérsele rebelado a la cúpula militar de la época, cuando era ministro de Defensa el general José Guillermo García, acusándolos de corruptos. Destaca también porque era uno de los soldados favoritos de Estados Unidos, por sus experiencias en combate y operativos contrainsurgentes.
A finales de 2014, Ochoa Pérez anunció que no iba a buscar la reelección.
En los casos de graves violaciones a los derechos humanos, hasta ahora la Ley de Amnistía de 1993 ha sido una excusa para no investigar, a pesar de que ya una sentencia de la Sala de lo Constitucional emitida en 2000 estableció que no es aplicable para esos casos.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ya le ha ordenado a El Salvador que declare inaplicable esa ley, y que esa ley no sea obstáculo para investigar la verdad y la justicia en todos estos casos. La Sala de lo Constitucional tiene en estudio una nueva demanda de inconstitucionalidad.
—Coronel, lo acusan de una masacre ocurrida en Cabañas.
—Yo no recuerdo ninguna masacre. Y no la recuerdo porque nunca se dio. Nosotros atacamos a la guerrilla de Santa Marta y los sacamos del departamento por el lado de Cinquera. Entonces fue que recuperamos el control del departamento y lo reactivamos. A mí la gente de Cabañas me quiere, me tiene en grata estima.
—Quienes han documentado su responsabilidad en ese episodio aseguran que hay suficiente evidencia, entre testimonios de sobrevivientes y reportes de la época como para tomarse la acusación en serio.
—De ninguna manera acepto la responsabilidad de que haya sucedido ni que haya ocurrido una masacre. No hubo ninguna violación a los derechos humanos. Ni fui señalado por la Comisión de la Verdad. Me parece que son inventos, novelas, y el hecho que sea la Universidad de Washington… ellos no son dioses para estar juzgando. No acepto de ninguna manera ese señalamiento, en absoluto.
—Documentos desclasificados y reportes de prensa de la época lo ubican a usted como comandante del DM-2 en las fechas en que se denuncia la masacre.
—Yo fui comandante de Cabañas… déjeme ver… ya la memoria me falla… por ahí desde septiembre del 81 hasta marzo del 83. Algo así. Y en todo ese tiempo yo no recuerdo ninguna masacre y nunca hubo reclamos porque nunca se dio. Nosotros, en efecto, atacamos a la guerrilla de Santa Marta pero en el marco de las reglas de la guerra.
—¿Cuáles son esas reglas?
—Estábamos en una guerra, teníamos la obligación constitucional de defender al país, y eso fue lo que hicimos. No íbamos a disparar flores. La guerra es guerra. Y hay márgenes de acción de lo que mandan las leyes de la guerra: no masacres, no ataques a población civil, incendios, para nada en absoluto. Ahora, si quiere, le preguntamos a los gringos si ellos dispararon dulces o flores cuando invadieron Iraq, o a los otros países que invaden.
—Según usted, ¿qué fue lo que pasó en Cabañas?
—Cumplimos una misión constitucional. Combatimos a la guerrilla que se escudaba en la población civil. Lo que hicimos fue una operación militar ordenada por el Estado Mayor. Como comandante tenía que cumplir las misiones que se me encomendaban. Pero ahí no hubo masacre. Hubo combates con la guerrilla. Con la población civil nunca hubo problemas. Es una verdad de ellos, no es la realidad.
—Hay reportes de prensa que vinculan al Batallón Atlacatl en este operativo. ¿Usted recibió apoyó de este batallón?
—No puede ser… No había sido creado para esas fechas.
—El Atlacatl fue creado en marzo de 1981, coronel. Recuerde que un mes después ellos entran a Morazán…
—Es cierto... la verdad es que no lo recuerdo. En los operativos recibíamos apoyos de diferentes unidades, regimientos. Al Atlacatl lo andaban de arriba para abajo, pero la verdad es que no lo recuerdo en ese operativo.
—La Fiscalía en Cabañas ya tiene una denuncia por el caso. ¿Lo han llamado en estos tres años?
—No, a mí no me ha llamado nadie.
—¿Si lo llegan a llamar está dispuesto a colaborar para esclarecer los hechos?
—He estado tranquilo todos estos años y nunca se me ha acusado de nada. ¿Por qué no pusieron inmediatamente la denuncia? No hay nada. Son puros inventos de gente que vive de estos asuntos.
—Hoy por hoy ni la Fiscalía ni los jueces se atreven ir en contra de la ley de Amnistía. ¿Qué podría ocurrir en este caso, coronel, si la Corte la declara inconstitucional? ¿Se lo imagina?
—Esto es comenzar a revolver las cosas. Que investiguen al FMLN también. Además hay una ley de amnistía. ¿Qué es lo que quieren, que deroguen la ley de amnistía y empecemos la guerra de nuevo?
El turno de la Fiscalía
El Centro para la Defensa de los Derechos Humanos de la Universidad de Washington y el IDHUCA han acompañado a las víctimas y a los testigos para presentar una denuncia -que ya está interpuesta desde hace más de tres años- ante la Fiscalía General de la República en Cabañas. Para los investigadores, la clave del caso es que se ordenen exhumaciones judiciales en los centros de enterramientos reportados por los sobrevivientes. Una orden de este tipo, aprobada en 1992, permitió que el mundo comprobara que en el caserío El Mozote, en Meanguera, Morazán, había sido cierto el 'cuento' -como llamaron algunos al relato- de una campesina llamada Rufina Amaya, quien en enero de 1982 denunció ante periodistas del New York Times y el Washington Post que ahí había ocurrido una masacre en la que soldados le habían matado a la mayoría de sus hijos, a su marido, a sus parientes y amigos. Después de la denuncia, los gobiernos de Estados Unidos y de El Salvador negaron la masacre. Pero sí ocurrió. Y la prueba final fue descubierta 10 años después de la masacre, en exhumaciones efectuadas por el Equipo de Antropólogos Argentino entre 1992 y 1993. Solo en el caserío El Mozote se encontraron más de 490 osamentas con signos de torturas, desmembramientos y ajusticiamientos con armas de fuego. Casi la mitad de esas osamentas correspondían a menores de edad.
Sobre Santa Cruz, a la fecha, se desconoce el número total de víctimas. La Comisión de la Verdad da cuenta del operativo y solo menciona que “en el mes de noviembre (1981), en el departamento de Cabañas, una operación contrainsurgente, rodea y mantiene bajo ataque por 13 días a un grupo de 1,000 personas que intentaba escapar hacia Honduras, esta vez se reportan entre 50 y 100 muertos”.
Sin embargo, las víctimas civiles del ejército en el norte de Cabañas a lo largo del primer año de la guerra podrían ser más. Para los investigadores, el caso de Santa Cruz podría ser también la puerta de entrada para conocer otros dos operativos realizados en contra de las poblaciones del norte de Cabañas. Algunos no son atribuibles a la comandancia de Ochoa Pérez, quien llegó ocupar el cargo de comandante del DM-2 hasta agosto de ese año. De esos otros episodios el informe de la Comisión de la Verdad también recogió unas pocas líneas: “El 17 de marzo (1981), al intentar cruzar el río Lempa hacia Honduras, un grupo de miles de campesinos es atacado por aire y tierra, a consecuencia del ataque se reportan entre 20 y 30 muertos y 189 personas desaparecidas. Algo similar sucede en el mes de octubre en la margen sur del mismo río, dejando un saldo de 147 campesinos muertos, entre ellos 44 menores de edad”, escribió la Comisión de la Verdad.
En Santa Marta, Gerardo Leiva, aquel sobreviviente que todavía llora cuando recuerda cómo encontró el cuerpo amarrado y con la cabeza estallada de su tío, relata a El Faro lo que ocurrió ese marzo de 1981. Su testimonio es revelador por una característica: la descripción del operativo y del ataque a los civiles es similar a los testimonios de las víctimas en las masacres de El Mozote y el Sumpul: los soldados van acorralando a las poblaciones en una formación que se asemeja a una herradura. En el camino, los que no logran esconderse bien o son descubiertos antes de dejar los caseríos son ajusticiados en quebradas, ríos o en escuelas. El resto, los que han logrado huir e intentan refugiarse en Honduras –como en la masacre de Sumpul- son despedidos de su patria con balazos y son recibidos en el otro país, al otro lado del río con más balazos, estos últimos disparados por soldados hondureños.
“Ya era de día cuando cruzamos el río, el 18 de marzo de 1981. Anduvimos huyendo de unos cinco lugares con un montón de gente, de heridos. Muchos quedaron muertos en los caseríos, en el camino. En el río yo logré agarrar una mata de huerta para cruzarlo. A algunos se los llevó la corriente y otros se ahogaron porque no podían nadar. Yo logré pasar a mi esposa y a mi suegra, gracias a Dios para esa época no tenía hijos. Allá al otro lado, corrimos a escondernos porque los soldados salvadoreños le disparaban a los que no habían cruzado todavía y los hondureños a los que estaban cruzando. Por todos quizá andábamos huyendo unas siete mil personas”, dice Leiva.
Hace más de 20 años, el informe de la Comisión de la Verdad señaló que el primer trieno de la guerra representó la etapa más cruenta y la de mayores violaciones a los derechos humanos por parte del Estado. La contrainsurgencia, en su forma más extrema, encontraba expresión en un extendido concepto: ‘quitarle el agua al pez’. Es decir que los habitantes de zonas donde existía una presencia activa de la guerrilla se les asimilaba, por sospechas, como miembros de la insurgencia o como colaboradores que tenían que ser eliminados. Era “un patrón de conducta, una estrategia deliberada de eliminar o aterrorizar a la población campesina de las zonas de actividad de los guerrilleros, a fin de privar a éstos de esta fuente de abastecimientos y de información, así como de la posibilidad de ocultarse o disimularse entre ella’, dice ese informe.
Hace tres años, la Corte Interamericana de Derechos Humanos remozó esta idea sobre el actuar del ejército salvadoreño, y en su sentencia contra el Estado por la matanza de El Mozote, la Corte reafirma: “El año 1980 marcó el comienzo de varios ataques sin discriminación contra la población civil no combatiente y ejecuciones sumarias colectivas que afectaban particularmente a la población rural. La violencia en las zonas rurales, en los primeros años de la década de 1980 ‘alcanzó una indiscriminación extrema”.
De los testimonios de las víctimas, la coordinadora de la investigación sobre la masacre de Santa Cruz concluye que los ataques contra la población civil no fueron aislados, 'sino parte de las tácticas de tierra arrasada que buscaban eliminar todo ser vivo en ciertas áreas del país. Niños y bebés en brazos bajo ninguna definición podrían considerar combatientes. De lo que narran los sobrevivientes, al incursionar en estas zonas el ejército no hizo ningún esfuerzo por distinguir entre combatientes y no combatientes; niños, mujeres embarazadas, ancianos y heridos fueron tratados con la misma saña', dice Angelina Snodgrass Garay a El Faro.