La Tregua irrumpió como una bofetada.
El 14 de marzo de 2012, a falta de un minuto para las 9 de la noche, un reportaje titulado ‘Gobierno negoció con pandillas reducción de homicidios’ prendió la portada del periódico digital El Faro. La investigación destapaba un acuerdo a tres bandas entre el gobierno del presidente Mauricio Funes, la Mara Salvatrucha y el Barrio 18: en esencia, las pandillas se comprometían a reducir homicidios a cambio de que sus líderes más pesados fueran trasladados del Centro Penitenciario de Seguridad Zacatecoluca, conocido como Zacatraz, a las cárceles ganadas al Estado cuando la segregación de pandilleros. La negociación arrastraba semanas pero, azuzados por el temor a un sabotaje de las elecciones legislativas y municipales del 12 de marzo, el gobierno había cumplido su parte los días 8 y 9, cuando una treintena de palabreros veteranos fueron reubicados con nocturnidad. Pero lo más sorprendente, lo que quizá ni los más optimistas esperaban, fue que las órdenes de calmarse irradiadas de los penales lograron que de la noche a la mañana, literalmente, se desplomaran los asesinatos. En las semanas previas a los traslados, 14 salvadoreños morían asesinados cada día, y el promedio se redujo a 6 en las semanas posteriores. Una inverosímil caída del 60 %.
La Tregua tuvo efectos similares a los de un armisticio.
El Salvador no estaba preparado para algo así. ¿El Ejecutivo negociando con los depositarios de los odios más enraizados en la conciencia colectiva? En las horas posteriores al reportaje, y a pesar del silencio oficial, se generó un terremoto informativo superior incluso al habido nueve años atrás, cuando Ejército y Policía se tomaron la colonia Dina de San Salvador para la puesta en escena del Plan Mano Dura del presidente Francisco Flores.
Hay, sin embargo, una diferencia abismal en cómo irrumpieron en la agenda pública las dos propuestas gubernamentales más incisivas en la evolución del fenómeno de las maras: si bien ambas se gestaron tras bastidores, en la apuesta por el manodurismo, el Ejecutivo decidió cuándo hacerla pública y siempre la reconoció como propia; la Tregua, sin embargo, la destaparon unos periodistas en contra de la voluntad de sus promotores.
Revelado el secreto, el gobierno se tomó dos días para justificar el vaciado de Zacatraz. Habló el ministro de Justicia y Seguridad Pública, el general David Munguía Payés: “Quiero ser claro y contundente: el gobierno de la República en ningún momento está negociando con ninguna pandilla”. Negado el acuerdo, explicó los traslados con un combo de argumentos cantinflescos, y se atrevió a atribuir los amables indicadores de homicidios a “la gran operatividad que está teniendo la Policía Nacional Civil”.
No fueron declaraciones a contrapié, sino en conferencia de prensa organizada ad hoc para desmentir el reportaje-detonante. El gobierno, pues, se tomó su tiempo para meditar qué mensaje quería trasladar a la sociedad y, quizá presionado por la posibilidad real de que el experimento fracasara en pocos días y hubiera que pagar una onerosa factura política, optó por negar la paternidad de la criatura. Una falta de honestidad que se convertiría en un lastre del proceso.
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Antes de la Tregua, las maras ya eran lo que son.
Para cuando el presidente Antonio Saca cedió la banda presidencial el 1 de junio de 2009, las pandillas eran poder establecido en incontables colonias urbano-marginales, y con presencia creciente en las áreas rurales. Sus estructuras de terror y control social se habían desarrollado tanto que pagar la renta a los mareros era habitual entre buseros, vendedores informales, tienditas, empresas de distribución. El más sangriento de los primeros 15 años del milenio será precisamente 2009, con la tasa de homicidios más disparada del mundo. Las fosas clandestinas, práctica extendida. Las violaciones tumultuarias de jovencitas, ídem. Las cárceles, universidades del crimen. Las escuelas, vetadas para niños de canchas ajenas. Miles de adolescentes habían torturado como en el medievo, pedaceado cadáveres, desfacelado rostros. Las maras eran responsables directas de incontables desapariciones, migraciones forzadas al Norte, cambios de residencia por amenazas. El atentado más salvaje jamás cometido por pandilleros tiene fecha 20 de junio de 2010, cuando en un suburbio de la capital una clica de la 18 secuestró un microbús, lo roció con gasolina, selló las puertas, prendió fuego y disparó contras quienes por las ventanas trataban de escapar del infierno: 17 muertos, la mayoría calcinados hasta que sus cuerpos se fundieron con los hierros retorcidos. Antes de la Tregua, dos de cada tres equipos de fútbol salvadoreños habían dejado de utilizar los dorsales ‘13’ y ‘18’, por miedo a represalias. Mara Salvatrucha y Barrio 18 impusieron un vigoroso toque de queda nacional durante tres días en septiembre de 2010. La cifra oficial de activos se estimaba en más de 60,000, con un colchón social –familiares, simpatizantes, colaboradores...– en torno a las 400,000 personas. Para justificar los traslados, uno de los argumentos cantinflescos del general Munguía Payés en aquella conferencia fue que las pandillas disponían de 24 lanzacohetes antitanque M72 LAW y que temían un asalto a Zacatraz; a nadie le sonó exagerado.
Antes de la Tregua, las maras ya eran lo que son.
Conviene explicitarlo porque durante el proceso hubo actores relevantes que se esforzaron por minimizar la incidencia de las pandillas antes de marzo de 2012. Por la importancia del cargo y por lo categórico y reincidente en sus declaraciones, el más incisivo resultó Luis Antonio Martínez González, el fiscal general de la República. El fiscal general Martínez asumió las riendas con la Tregua encarrilada, en diciembre de 2012, y casi desde el inicio se mostró como un detractor inmisericorde, al punto de acuñar y popularizar el término “tregua hipócrita”. En numerosas ocasiones no le importó recurrir a falacias que por lo general eran amplificadas sin el más mínimo filtro en los medios de comunicación más influyentes. En diciembre de 2014 dijo: “Antes de la Tregua, los pandilleros solo andaban puñales, trabucos y armas cortas, pero hoy estamos viendo otro nivel de violencia”.
Pero no. Antes de la Tregua, las maras ya eran lo que son.
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El presidente Mauricio Funes dejó transcurrir dos semanas antes de referirse al escándalo. Llegado el día, en una concurrida conferencia vespertina en Casa Presidencial, negó con rotundidad marcial la palabra ‘negociación’, pero se mostró conciliador con los mareros y sus peticiones, un volantazo en el devenir de su administración, que en tres años había militarizado la seguridad pública hasta niveles desconocidos desde los Acuerdos de Paz, había creado una unidad élite antimaras en la la Policía Nacional Civil, y había promovido una ley de proscripción de pandillas. El presidente Mauricio Funes habló, pero no despejó las dudas y contradicciones más sensibles, y pidió a la sociedad confianza ciega en la nueva estrategia: “Dejen trabajar a los funcionarios de seguridad pública, ¿no están viendo que bajo esta nueva administración es que se han bajado los homicidios, pues? Déjenlos trabajar”.
Para entonces ya se conocía al elenco principal del proceso. Por un lado estaba el general Munguía Payés, el arquitecto de la iniciativa, alguien que no tuvo reparos en poner todo el Ministerio a trabajar para la consolidación de la Tregua. Por otro lado, los ‘mediadores’, rol que desempeñaron un excomandante guerrillero llamado Raúl Mijango, como el enlace con los palabreros tanto en los penales como en la libre; y Fabio Colindres, el obispo castrense, con magníficas relaciones con sectores influyentes del empresariado nacional y llamado a ser muro de contención contra las críticas que presumiblemente vendrían de ese flanco.
Así las cosas, marzo cerró con las cifras de asesinatos desplomadas y un cóctel de sensaciones encontradas: incredulidad, esperanza, incertidumbre, sorpresa, temor.
La voz de los pandilleros también se había sentido. El 19 de marzo publicaron su primer comunicado, de una treintena que elaborarían durante todo el proceso. Tenía 10 puntos, pero lo medular se concentraba en los dos últimos: “9. No pedimos que se nos perdonen penas por las faltas cometidas, solo que se aplique adecuadamente la ley, se nos trate como seres humanos, que nos apoyen a reinsertar social y productivamente a nuestros miembros dándoles oportunidades de trabajo y de estudio, que no se les discrimine y no se nos reprima por el simple hecho de estar tatuados sin haber cometido ningún tipo de hecho delictivo. 10. Finalmente reiteramos a toda la sociedad que si bien hemos sido parte del problema les pedimos se nos permita hoy ser parte de la solución, para lo cual requerimos del apoyo de toda la sociedad y del Estado para llevar a feliz término con la ayuda de Dios este proceso”.
En sus primeros meses, la Tregua solo involucraría a las omnipresentes Mara Salvatrucha y Barrio 18; esta pandilla, por desavenencias internas en la segunda mitad de la década anterior, se había fracturado en dos facciones –Sureños y Revolucionarios– que, en la práctica, las convertía en dos pandillas diferentes.
A lo largo de 2012, al calor de los beneficios que el gobierno concedía, se sumarían tres pandillas menores –La Mirada Locos, la Mao-Mao y la Mara Máquina–, sectores de las dos principales confederaciones de reos civiles –La Raza y Los Trasladados–, el colectivo de los pesetas (expandilleros condenados a muerte por sus antiguos homies) y la presencia simbólica de las internas de la cárcel de mujeres de Ilopango.
La Tregua se posicionó en la agenda, se hablaba y se hablaba y se hablaba, pero seguía siendo un proceso tan transparente como el agua de una bocana. No solo el presidente Mauricio Funes; los actores gubernamentales en bloque, los mediadores e incluso los pandilleros –por razones distintas– rehuyeron al unísono a la palabra ‘negociación’, como si estuviera apestada. Negaron y renegaron, pero el quid pro quo resultó imposible de ocultar.
Las maras ofrecieron erradicar los ataques mutuos, cada barrio en su cancha, pero también suspendieron los atentados contra policías, militares, custodios... y sus familiares, y se comprometieron a “evitar al máximo la generación de víctimas civiles, llámese motoristas, cobradores, pasajeros y otros”. Con el paso de los meses declararon “zonas de paz” las escuelas y colegios, prohibieron los brincos forzosos, hicieron un par de entregas de armamento a las autoridades, anunciaron un cese de la violencia contra las mujeres, se incorporaron a la iniciativa de crear primero espacio y luego municipios libres de violencia...
A cambio, el gobierno del presidente Mauricio Funes siguió vaciando Zacatraz de los homies que las pandillas le dictaban con nombre y apellido; también accedió a retirar a los militares de las labores de registro en las cárceles; también permitió la entrada masiva de electrodomésticos y enseres; también instaló plasmas en las celdas; también suavizó las condiciones para las visitas y para introducir alimentos y ropa; también anunció de forma oficial la construcción de “parques especiales de inserción laboral” para pandilleros y sus familiares; y también se relajó la presión policial en colonias y cantones, aunque no al punto de suspender operativos.
En enero de 2012, antes de, se había sobrepasado la cifra de 400 asesinatos, e igual en febrero; de abril a diciembre no se volvió a tener otro mes arriba de 180. El abrupto y sostenido descenso –lo más difícil– estaba encarrilado, y gobierno y mediadores se lanzaron a la búsqueda de soportes legitimadores del experimento –oenegés, tanques de pensamiento, líderes de opinión, iglesias...– tanto a escala nacional como internacional.
El éxito mayor fue seducir a la Organización de Estados Americanos, que se involucró a un nivel que incluso generó indignación en un sector de la sociedad. Su secretario general, el chileno José Miguel Insulza, se presentó en la cárcel de Mariona el 12 de julio de 2012 y se reunió en privado con los líderes de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18, llevados desde sus respectivos penales para el encuentro. Pandilleros como Viejo Lyn, Duke o el Diablo de la Hollywood Locos estrecharon la mano del secretario general Insulza y le plantearon de viva voz sus opiniones sobre cómo afrontar el problema de violencia.
Además de la Organización de Estados Americanos, el gobierno golpeó otras puertas. Apenas sintió consolidada la reducción, el presidente Mauricio Funes paseó su criatura por los foros más solemnes: la presentó orgulloso en el debate anual de jefes de Estado en la sede de Naciones Unidas; se la planteó en persona al secretario de Estado estadounidense –“Es importante que Kerry tenga información de primera mano, para evitar distorsiones, y sobre todo manipulaciones de quienes se oponen a este proceso”, dijo–; se la expuso a los presidentes del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo; y hasta voló a Roma para vendérsela al papa Francisco.
Ante la sociedad salvadoreña, sin embargo, el discurso era otro. El gobierno se comportó como un padre que menosprecia a su hijo en casa pero en la calle lo enaltece. Transcurrido un año, la versión oficial todavía presentaba la Tregua como un estricto acuerdo entre pandilleros, materializado gracias al buen hacer de los mediadores, y en el que el rol del Estado era el de “facilitador”. Para sostener el engaño, recurrió a explicaciones surrealistas, como que los palabreros de Zacatraz habían pedido la inclusión del exguerrillero y exdiputado Raúl Mijango después de leer sus libros.
La falta de honestidad se intentó maquillar con un acceso cuasi irrestricto de la prensa a las pandillas, con incontables conferencias de prensa y visitas guiadas a las cárceles.
La falta de honestidad provocó que la Tregua siempre navegara en una nebulosa de dudas, temores y desconfianzas.
La falta de honestidad, ya se dijo, resultó uno de los lastres más pesados del proceso.
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Cuando las cifras de homicidios se vinieron abajo, la primera estrategia de un amplio sector de los detractores fue vender que las pandillas asesinaban lo mismo, pero enterraban los cadáveres. La complacencia periodística sin duda abonó. Como si fueran fenómenos de nuevo cuño, los desaparecidos y los cementerios clandestinos tomaron impulso en la agenda mediática. Los casos se amplificaban con malicia en diarios y noticiarios, y se inseminó con éxito la idea de que los ocho cadáveres que no llegaban a las morgues del Instituto de Medicina Legal estaban en fosas dispersas por todo el país. Las cifras oficiales registraron en 2012 descensos en las denuncias de personas desaparecidas respecto al año anterior, pero la desinformación logró que la idea contraria fuera la hegemónica.
No fue la única percepción errada que se implantó en la sociedad. Entre quienes aceptaban la reducción en los muertos cuajó la idea de que los pandilleros quizá se mataban menos entre ellos, pero asesinaban igual o más a la ‘gente honrada’. La afirmación tampoco tenía sustento documental. Durante la Tregua murieron a manos de pandilleros menos policías, menos soldados, menos custodios, menos familiares de, menos estudiantes, menos buseros y cobradores, menos panaderos, menos vigilantes, menos..., pero esta realidad se traspapeló entre el aluvión de noticias y opiniones que repetían que el proceso solo beneficiaba a los mareros.
La tergiversación, el distanciamiento oficial y el pobre papel del periodismo alimentaron una paradoja: a pesar de que El Salvador sumó 15 meses con las cifras de homicidios más bajas desde los Acuerdos de Paz, el proceso que lo propició siempre gozó de muy mala prensa. Una encuesta de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) realizada en mayo de 2013 señaló que el 43 % de los salvadoreños creía que no se había reducido nada la violencia, y cifró en un 83 % los que tenían una opinión negativa.
Dicho en términos prácticos, cuando el país se adentraba en la precampaña de las presidenciales de febrero y marzo de 2014, la Tregua restaba votos.
El secretario general Insulza no ocultó su sorpresa en un artículo de opinión publicado en diciembre de 2013, cuando el proceso, zarandeado por la marejada política, presentaba síntomas inequívocos de reversión: “No ha dejado de sorprendernos, sin embargo, que más allá de la legítima polémica y de los naturales altibajos de este proceso, existan también voces que parecen siempre listas a denostarlo y hasta alegrarse de su presunto fracaso, cada vez que se comprueba algún incremento en la tasa de homicidios o en el número de delitos cometidos”.
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El 15 de mayo de 2013 el diario británico The Guardian publicó un reportaje firmado por su enviada especial, bajo el título ‘El Salvador gang truce leads to plummeting murder rates’ (La tregua entre pandillas provoca una caída en picada de las tasas de homicidios). Dos semanas después, The Washington Post iba más allá en una nota editorial titulada ‘Truces in Honduras and El Salvador deserve U.S. support’ (Las treguas en Honduras y El Salvador merecen el apoyo de Estados Unidos). Para entonces, Barrio 18 y Mara Salvatrucha trataban de replicar el experimento en Honduras –el segundo país más afectado por el fenómeno de las maras–, una propuesta sin mucho calado pero que acrecentó el entusiasmo de la Organización de Estados Americanos. En Guatemala el tema también se puso sobre la mesa.
El gobierno de Estados Unidos, dicho sea de paso, nunca vio con buenos ojos la Tregua; es más, algunos movimientos y decisiones tomadas en Washington podrían fácilmente considerarse como torpedos disparados a la línea de flotación.
Pero ocurrió que, justo en aquellos días en los que en el plano internacional el proceso suscitaba interés, simpatía incluso, en El Salvador se sucedieron una sucesión de giros desestabilizadores. Una resolución de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia tendente a frenar la militarización de la seguridad pública obligó a remover al general Munguía Payés. El Ministerio lo asumió Ricardo Perdomo, un economista que se había ganado la confianza del presidente Mauricio Funes, al punto de haberlo nombrado director del Organismo de Inteligencia del Estado. Integrante del gabinete de seguridad presidido por el general Munguía Payés –quien fue reinstalado al frente del Ministerio de Defensa–, el cambio parecía inocuo para el proceso.
Pero no.
A falta de medio año para las elecciones, el ministro Perdomo llegó para dar un giro radical a la estrategia del presidente Mauricio Funes respecto a la Tregua. Tras su nombramiento, en pocas semanas despidieron al director de Centros Penales, un nuevo director general asumió en la Policía Nacional Civil, renunció el viceministro de Seguridad Pública, se prohibió el ingreso de la prensa a las cárceles y –sin duda la medida más influyente– se quiso apartar a Fabio Colindres y a Raúl Mijango, actores que gozaban del respaldo de las pandillas.
La maniobra buscaba un imposible: mostrar firmeza ante las maras para ganar la simpatía de los votantes y deshacerse del indomable Raúl Mijango, y que esos objetivos se lograran mientras los homicidios se mantenían bajos. Pero lo que el ministro Perdomo cosechó fue un paulatino e imparable aumento en los asesinatos: para julio de 2013, con apenas un mes en el cargo, ya se había regresado a la senda de los 200 cadáveres mensuales, 300 a partir de marzo próximo, y 400 para diciembre de 2014, cuando la Tregua era un cadáver al que solo le faltaba que alguien le redactara el acta de defunción.
Además del ministro Perdomo, entre los que más se esforzaron por serruchar el piso al proceso figuró el fiscal general Martínez, que amenazó con procesar a todos los involucrados en la Tregua, con especial inquina contra Raúl Mijango. Obsesionado con la idea de desmontar la “tregua hipócrita”, el fiscal general Martínez llegó incluso a presentarse en un programa de televisión con una fotografía de tres enmascarados con fusiles en sus manos, a los que presentó como pandilleros salvadoreños en adiestramiento; poco después se supo que en realidad eran imágenes de narcos mexicanos.
El director del Instituto de Medicina Legal, José Miguel Fortín Magaña, es otro de los funcionarios públicos que se desvivió por ensuciar la Tregua.
Más chocante resultó la postura adoptada por distintas oenegés, fundaciones y hasta instituciones académicas, históricos receptores y gestores del dinero de la cooperación internacional destinado a prevención y reinserción. A pesar de haber sido voces que por años promovieron el diálogo con las pandillas, menospreciaron el proceso e incluso se opusieron con virulencia, quizá por algo tan banal como los celos al no verse protagonistas de la solución que exigieron durante una década, desplazados por los advenedizos Raúl Mijango, Fabio Colindres y el general Munguía Payés.
La complicidad de los principales medios resultó imprescindible para airear las opiniones del heterogéneo grupo de opositores que, con sustento o sin él, despotricaban contra la Tregua. Y si la sociedad salvadoreña no la digirió cuando se promediaban cinco muertos al día, mucho menos lo iba a hacer con seis, siete, nueve.
El secretario general Insulza las llamó “voces siempre listas a denostar la Tregua y a alegrarse de su presunto fracaso”, pero las responsables de que los homicidios se dispararan fueron las pandillas. Una parte de los pandilleros en la libre se hastiaron de que el grueso de los privilegios de la negociación beneficiaran solo a los homies encarcelados, sobre todo cuando arreciaron los operativos policiales. Aumentó el número de clicas desligadas de los lineamientos de las ranflas. Numerosos palabreros de la 18 y la Mara Salvatrucha se voltearon al proceso y tiraron línea para calentar sus canchas. No a los niveles pre-tregua, pero se reactivó la disputa entre los barrios por el control de algunos territorios en disputa. Las crecientes diferencias internas se sofocaron con muerte. La Mirada Locos, por ejemplo, vio la Tregua como una oportunidad para ganar influencia; organizó estructuras más refinadas, haciéndose pasar por pandilleros de la Mara Salvatrucha para extorsionar y evitar señalamientos si las víctimas denunciaban. La MS-13 y la 18 se instalaron en colonias y cantones sin presencia de pandillas, y acentuaron sus estructuras de control social. En el tramo final, la figura del policía emergió como enemigo y comenzaron a asesinar a agentes, lo que a su vez acentuó la represión desmedida y las ejecuciones extrajudiciales. El cambio de gobierno generó expectativas y ansiedades, pero el nuevo Ejecutivo se mostró igual de dependiente de las encuestas de opinión, lo que imposibilitó reactivar el proceso. Se revitalizaron la renta, los brincos, el Ver, oír y callar... En definitiva, a lo largo de 2014 El Salvador poco a poco volvió a parecerse a El Salvador de tres años atrás.
La Tregua se derritió de a poco, como una bolsa de hielo sobre el pavimento. El año 2014 cerró con casi 4,000 asesinatos, cuando en los dos años precedentes se habían contado 2,500. Pero con un fenómeno tan complejo y atomizado con el de las maras, la reversión no fue homogénea en todo el país, dependiente a veces de cuestiones tan volubles como el carácter del palabrero de turno o de la concepción de la seguridad del responsable del puesto policial. En algunas colonias, cantones e incluso municipios enteros el proceso cristalizó en acuerdos más profundos. Varios alcaldes, oenegés o iglesias vieron una oportunidad y la aprovecharon para promover a escala local modelos de convivencia más incluyentes con los pandilleros, lo que el gobierno nunca supo –o nunca quiso– promover a escala nacional. Por lo general, en esos lugares aislados es donde las cifras de homicidios no han recuperado los indicadores previos a la Tregua.
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El 5 de enero de 2015, siete meses después de haber asumido las riendas del Ejecutivo, el presidente Salvador Sánchez Cerén asistió a una reunión a puerta cerrada con la plana mayor de la Policía Nacional Civil en El Castillo, la sede central de la institución. Al finalizar el encuentro, se celebró una calculada comparecencia ante las cámaras para redactar de manera simbólica el acta de defunción pendiente: “Nosotros no podemos volver al esquema de entendernos y de negociar con las pandillas –dijo–, porque eso está al margen de la ley; ellos se han puesto al margen de la ley, ellos se han vuelto violadores de la ley, y por lo tanto nuestra obligación es perseguirlos, castigarlos y que la justicia determine las penas que les corresponden”.
Con esas palabras, el presidente Sánchez Cerén no solo finiquitaba el proceso –moribundo desde hacía meses–, sino que desenmascaraba al presidente Mauricio Funes. “No podemos volver a negociar con las pandillas”. Y si el sonoro pronunciamiento presidencial simbolizó el acta de defunción, el entierro se concretó mes y medio después, el 19 de febrero, con el regreso a Zacatraz de 14 de los más insignes palabreros de la Mara Salvatrucha y de las dos facciones del Barrio 18.
Predecible como guion de película de serie B, marzo de 2015 resultó ser, con casi 500 asesinatos, el mes violento en lo que va de siglo.
El inédito experimento conocido como la Tregua murió. Es algo que ni su más obstinado defensor, el mediador Raúl Mijango, se esfuerza en matizar. Durante dos años El Salvador desapareció del pódium de los más violentos del mundo, estadísticamente se salvaron unas 3 mil vidas, pero lo cierto es que el proceso –salvo esos acuerdos a escala local, gestionados de espaldas al gobierno– nunca dejó de ser poco más que un cese de hostilidades a cambio de beneficios carcelarios. La distensión, si es que puede llamarse así, ni siquiera se quiso aprovechar para debatir en serio cómo invertir en prevención, reinserción y rehabilitación, palabras manoseadas hasta el desgaste, pero que siguen siendo deudas pendientes desde los Acuerdos de Paz.
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Este artículo es la versión preliminar de uno de los dos anexos incluidos al final del libro ‘Carta desde Zacatraz’, escrito por el periodista de El Faro Roberto Valencia, y que puede adquirirse en La Tienda de El Faro, en este enlace.