Monseñor Óscar Arnulfo Romero enfrentó en la propia casa a algunos de los principales enemigos de su labor pastoral, y ese desamparo entre el clero católico salvadoreño, que lejos de hacer causa común a su alrededor tuvo a algunos de los enemigos de la tarea de denunciar las injusticias, fue un factor que facilitó que sus asesinos se atrevieran a darle muerte. Esta es una de las conclusiones posibles de la exposición que la noche del lunes 18 de mayo hicieran los periodistas Carlos Dada y Mónica González, al analizar aquellos días de finales de los años 70 y de inicios de los 80, cuando a El Salvador estaba naciéndole la guerra civil.
Dada, de El Salvador, y González, chilena, compartieron micrófonos en la inauguración del Foro Centroamericano de Periodismo que organiza El Faro, en un conversatorio moderado por el también periodista Cristian Villalta. La entrevista a tres voces tenía como propósito auscultar el rol de la Iglesia Católica mientras monseñor Romero reclamaba desde el púlpito contra el Estado represor y exigía justicia para los pobres.
Carlos Dada es fundador de El Faro e investigador del asesinato de Romero y de los escuadrones de la muerte; mientras Mónica González es directora del Centro de Investigación Periodística (Ciper) y una de las principales investigadoras de la dictadura del general Augusto Pinchet. Entre ambos construyeron un andamiaje informativo que perfila las intenciones de los enemigos de Romero, que trascienden la ejecución material de su asesinato para procurar apagar la llama de una iglesia que tras el Concilio Vaticano II se oponía a sus intereses. En esto jugó un rol preponderante Estados Unidos, que desde finales de los sesenta vio a esa iglesia como un “enemigo” para sus intereses en la región e hizo mucho por neutralizarla.
Esa quizás es una de las grandes ironías del asesinato de monseñor Romero: que mientras él aplicaba riguroso y firme la nueva doctrina de la Iglesia, en la misma Conferencia Episcopal de El Salvador había mucha resistencia a esa doctrina.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero se convirtió en arzobispo de San Salvador en 1977, tras la salida de monseñor Chávez y González, un arzobispo que según Dada ya había trazado un primer camino para la Iglesia católica salvadoreña en favor del servicio a los pobres. Según Dada, que se escogiera a Romero en teoría era la carta de la oligarquía salvadoreña y de la clase militar del país para “recuperar” a una iglesia que se parecía mucho a la iglesia que se ordenó para el mundo desde el Concilio Vaticano II, celebrado en 1965, y la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín, celebrada en 1969. Es decir, una iglesia con opción preferencial por los pobres que los dignifica, y habla de una conciencia más abierta, como un poder más –junto al Estado y poder político- que aboga por la igualdad de derechos políticos, económicos y sociales de todos los seres humanos.
“La CIA comisiona un informe sobre la situación de las iglesias en la región. Sobre Centroamérica dice que a diferencia del resto de la región donde, en las parroquias, cuando un sacerdote se sale del libreto, la iglesia lo mueve de comunidad o si sigue molestando, lo mandaba a otro país, solo había dos excepciones: Panamá y El Salvador. En El Salvador monseñor Chávez y González organiza comunidades eclesiales de base, apoyando movimiento de obreros y campesinos para defender sus derechos y mejorar sus condiciones de vida”, explicó Dada.
Tras la salida Chávez y González, las élites salvadoreñas creyeron que era la oportunidad para “enderezar y poner a la Iglesia donde siempre estuvo: en un triunvirato con la oligarquía y los militares”, añadió.
A un mes de su arzobispado, en 1977, Monseñor Romero sorprendió a esas élites cuando dio a conocer su pensamiento. Un pensamiento que para Dada no fue una “conversión”, sino una evolución que se manifestó a la hora de “tomar las riendas del caballo, en un proceso histórico del país”.
Sus primeras reuniones con el clero salvadoreño fueron complicadas. Al primer mes en el Arzobispado matan a su amigo Rutilio Grande, y entonces Romero sorprende a todos cuando cancela todas las misas del país y decide dar una sola en catedral, denunciando a las fuerza s de seguridad del Estado como responsables del asesinato del sacerdote. “Y el segundo acto de monseñor, en una protesta a ese Estado opresor, es no asistir a la toma de posesión del general Romero”, dijo Dada.
En medio de sus actos de protesta y denuncia, los miembros de la curia viajan al Vaticano para denunciar a ese Romero que divide a la iglesia y la enfrenta con el Estado. Desde el Estado, el cardenal Sebastián Baglio es quien es que más le reclama a Romero por dividir a la iglesia. Romero sabía muy bien quiénes habían hablado en su contra, lo sabía porque los tenía en casa.
En la Conferencia Episcopal que presidió Romero figuraban tres sacerdotes estrechamente ligados a la oligarquía y a la clase militar del país. Citando a investigadores estadounidenses que perfilaron a esa conferencia episcopal, en las que Romero representaba una minoría, Dada explicó a esa primera línea de fuego contra el arzobispo.
Para la época, esos obispos entraban en una categoría de sacerdotes “tradicionales”. Es decir, sacerdotes que respaldaban a los gobiernos militares y a la oligarquía dominante. Uno de ellos era el obispo de San miguel, Josué Eduardo Álvarez, conocido en aquella época como 'el coronel de San Miguel”, por su grado en el ejército al ser capellán de las fuerzas armadas. También estaba el obispo de Santa Ana, Marco René Revelo, quien adquirió fama en 1981 por ir a la base aérea en Ilopango a bendecir aviones de guerra enviados por Estados Unidos.
Había un tercer obispo, el de San Vicente, famoso por haber recibido de regalo una “larga hacienda” de parte del expresidente Arturo Armando Molina, “y que estaba generalmente inclinado a compartir los puntos de vista de sus colegas terratenientes”. Sobre el obispo Pedro Arnoldo Aparicio, Dada aportó un elemento más. En los primeros años de la guerra, Aparició entregó una lista a la Fuerza Armada con 10 nombres de sacerdotes que a su juicio se habían salido de la doctrina de la iglesia. “¿Y qué hace un obispo entregando una lista de sacerdotes al ejército? ¿Qué pensaba o que esperaba que ocurriera al hacer esto?”, cuestionó Dada, al hablar del papel de esos obispos que atacaron a Romero, en Roma, entre 1977 y 1980.
¿Era Romero quien dividía a la iglesia católica salvadoreña, dado que en la curia eran más los que estaban a favor de una iglesia más conservadora? Dada es tajante en la respuesta. “Después del mandato del Concilio Vaticano II y Medellín, quienes dividen a la iglesia son quienes no reinterpretan al evangelio para favorecer a los más desposeídos”, dijo.
Parafraseando a Romero, en una de sus cartas hacia Juan Pablo Segundo, quien hizo eco de las denuncias contra Romero, Dada cuenta que el Arzobispo se defendía con estas palabras: “Su santidad, lo he intentado, pero estos obispos no me quieren acompañar. ¿Y cómo quiere que no proteja a la Iglesia si el Estado me ha matado sacerdotes, ha matado y torturado, si mi primera obligación para proteger a la iglesia es defenderla, pero resulta que no me quieren acompañar ni el nuncio ni los obispos de la conferencia episcopal?”.
Para Dada, Romero actuó en un momento clave del proceso histórico salvadoreño, en contra de la corriente y del poder de la oligarquía y la milicia. “De monseñor Romero hay dos acepciones: una que actuó por el evangelio y otra que actuó motivado por el proceso histórico nacional. Yo creo más en la segunda. Actuó apoyado por el evangelio y movido por el proceso histórico nacional”, dijo.
Esa protesta contra el statu quo es, para Mónica González, “ la gracia de Romero” –como la de muchos otros sacerdotes latinoamericanos-, que surge en un contexto de miseria y explotación, “es que dejan de encerrarse en una burbuja, y se salen del ritual –que es importante y lo hacen, pero no se quedan solo ahí- para escuchar, mirar y ver , oír lo que está pasando. No se desconectan de la verdad y de la realidad”, dijo.
González concordó en que esa conciencia en esos sacerdotes surge del Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal de Medellin. “Es la acción de la iglesia de someterse desde y hacia el pueblo”, añadió. Gónzalez cree que el contexto de la época, ese al que se enfrentaron esos sacerdotes, explica la persecución y el magnicidio de Romero y el protagonismo de otros actores que no siempre es mencionado. “Me encontré un informe de Nelson Rockefeller, el millonario norteamericano, escrito después de Medellín. Él lo hace para Nixon y describe a la Iglesia Católica como ‘un potencial peligro para los intereses estadunidenses, porque a partir de la conferencia de Medellín ha roto la iglesia católica su alianza con militares y terratenientes y se propone a contribuir al cambio revolucionario’. Su recomendación a Nixon fue: ‘hay que estrechar relaciones con los gobiernos militares de la región y proveer a esos ejércitos y a las fuerzas de seguridad secretas de todo tipo de ayuda”.
González dijo que para llegar al asesinato de Romero hubo dos hitos: uno, el cambio en la doctrina de la Iglesia, y otro, la caída de la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua. “El eslabón de El Salvador es visto como un eslabón que no puede caer, imposible. Por eso es mártir, porque finalmente en ese juego de poderes, los cómplices activos y pasivos del asesinato de Romero están en otros países también”.
Tropicalizando a esos actores activos y pasivos, Carlos Dada sugirió que esos actores, hasta hoy día, han perdido su gran batalla. La iglesia de Romero, esa iglesia por los pobres, ahora es reconocida mundialmente y su beatificación la potencia. La lucha contra las injusticias, la represión, las desigualdades, sigue teniendo vigencia. “(En El Salvador) tardamos 35 años en que la derecha perdiera la guerra moralmente. No solo por la beatificación, sino por los juicios contra militares que hay en Estados Unidos y en España”, dijo Dada.
A las puertas de la beatificación, los ponentes también sugirieron un reto crucial para la sociedad salvadoreña. “Hoy se habla de un Romero de amor, y sí, él tenía un gran amor admirable por su pueblo, pero yo no escucho estos días a ese monseñor Romero lleno de indignación, movido por la indignación, por la terrible injusticia social y por lo que en aquel entonces era un represivo régimen militar que actuaba al servicio de la oligarquía para que este contubernio pudiera seguir manteniendo un sistema de privilegios a costa de una sociedad oprimida”, dijo Dada. “Y no queremos hablar de eso porque no queremos que esa misma oligarquía, que sigue manteniendo privilegios, la tengamos que cuestionar, porque nunca ha hecho un mea culpa un mea culpa, para que no tengamos que cuestionarlos en su responsabilidad histórica en un proceso histórico que sigue siendo lastimado”, añadió.
Para Mónica González, en las vísperas de la beatificación de Romero, la sociedad salvadoreña entra en un punto de no retorno. De mirarse en el espejo y cuestionarse. “Creo que esta semana que nos veamos a los ojos, y nos saquemos la ropa y nos veamos en esa fotografía familiar, vamos a encontrar una fuente de orgullo porque este señor nos hizo saber qué es estar de pie”.