La mañana del martes 18 de febrero de 2014, cinco soldados y un sargento salieron de una caseta militar ubicada en la colonia San Fernando, en Armenia, Sonsonate, y marcharon hacia una casa de dos plantas a dos cuadras de su base. La caseta militar estaba ahí, en teoría, para brindar seguridad a esa colonia dominada por una clica de la pandilla Barrio 18 Sureños y también para controlar a otra media docena de colonias en las que pululan otras clicas de la 18 y también de la Mara Salvatrucha. Aquella mañana, la ronda de los cinco soldados y el sargento se presumía rutinaria. Armados con fusiles M-16 se dirigieron hacia una casa con una fachada de paredes repelladas y que en la acera tiene un arriate al que dan sombra un almendro y un árbol de aguacates. Al llegar al lugar, encontraron a seis hombres de la comunidad, jóvenes la mayoría. A estos hombres en más de una ocasión se les vio tomando cerveza. En más de una ocasión se les vio pasando el rato. En más de una ocasión se les oyó comentando sobre fútbol. A las 8:45 de la mañana de ese martes, cuando El Salvador aún no había podido definir nuevo presidente de la República y se encaminaba a una segunda ronda, el grupo de amigos comentaba a la sombra de los árboles el partido de octavos de la Champions League, que se celebraría más tarde, al mediodía, y en el que el Barcelona de Messi visitaría al Manchester City. Comentaban el bajo rendimiento de Messi en esa temporada. En esas estaban cuando apareció la patrulla de militares.
—¡Hagan una fila india y caminen, hijos de puta! —les gritó el sargento Santos Coreto, de 51 años, un hombre de estatura mediana y robusto, provisto de unos ojos furiosos que estaba al mando de la patrulla. Coreto es un hombre curtido en la guerra civil salvadoreña, en la que combatió veintitantos años atrás.
Entre los seis amigos estaba Yudi, el dueño de la casa. El sargento Coreto le ordenó que entrara a la casa porque con él no iba la cosa. Yudi, un hombre corpulento, oriundo de esa tierra golpeada por el sol y pobre, es el dueño de la casa de dos plantas en cuya acera hay una banquita donde los amigos se reunían. Los cinco hombres restantes, tras escuchar la orden de Coreto se pusieron de pie y levantaron las manos en señal de sumisión.
—¡Nadie les ha dicho que levanten las manos¡ —volvió a gritarles Coreto—. ¡Caminen!
Y caminaron. Seis militares armados con fusiles M-16 y cinco amigos civiles comenzaron a caminar por la abandonada y serpenteante vía férrea que atraviesa Armenia. Sobre las vías del tren, dejaron la colonia San Fernando y siguieron caminando. En el trayecto, los amigos, convertidos en rehenes de los militares, fueron fotografiados, insultados y apuntados con los M-16 por sus captores. Horas más tarde, de los cinco amigos, solo dos volvieron a casa. Los otros tres tienen más de un año de estar desaparecidos.
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Hace 450 días que las madres de los tres amigos desaparecidos buscan a sus hijos. Ahora los seis militares enfrentan la justicia bajo la acusación del delito de desaparición forzada. Una práctica que se suponía erradicada, extinta, corregida. Se suponía que la existencia de elementos de la Fuerza Armada abusivos y violadores de derechos humanos era cosa del pasado. Una práctica que la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas considera un crimen de lesa humanidad.
Este 7 de mayo de 2015 la Fuerza Armada está de fiesta: se celebra el Día del Soldado. En un salón de la ciudad de Armenia cinco soldados y un sargento se ponen de pie. Se ponen de pie porque están en el salón de audiencias en donde el juez Rafael Menéndez acaba de anunciar que está listo para dar un veredicto. Si rechaza que hay un caso sólido de desaparición forzada, la historia aquí termina para las víctimas y sus familiares. Pero si el juez ve méritos en la acusación de la Fiscalía, este caso será el primero que llega a una etapa de sentencia con una acusación que pareciera regresar a El Salvador a su pasado de represión, persecución y exterminio en el que la privación de libertad y desaparición forzada por funcionario público o agente de autoridad era utilizada para combatir a los opositores políticos. Desde que El Salvador salió de la guerra y firmó la paz, en 1992 -con todo el escarnio de depuración de militares acusados de graves violaciones a los derechos humanos y con una Fuerza Armada que tuvo que adoptar una nueva doctrina- se suponía que esto no volvería a ocurrir.
Sin embargo, todo apunta a que elementos de la Fuerza Armada volvieron a desaparecer gente. Los que hasta ahora han quedado establecidos como hechos ante la justicia -porque incluso hay aceptación de parte de los acusados- son estos: el 18 de febrero de 2014 una patrulla de la Fuerza Hermes, de la Fuerza Armada de El Salvador, retuvo sin motivos a cinco civiles en una comunidad de Armenia y los encaminó a través de la línea férrea con rumbo desconocido. No los remitió a la caseta militar a la espera de que llegara la Policía ni los llevó a una delegación policial para acusarlos de algún delito. La captura se produjo a las 8:45 de la mañana, y desde entonces, Fredy Villalobos, Mario Martínez, José Choto, Óscar Leyva y Francisco Hernández fueron obligados a caminar por la vía férrea hasta que Fredy y Mario fueron soltados. Desde las 8:45 de la mañana del 18 de febrero de 2014, cuando estaban bajo custodia de seis militares, José, Óscar y Francisco están desaparecidos.
Además del sargento Coreto, en la patrulla iban Rónald Pozo, un soldado nacido en la costa, en el cantón La Playa, municipio de Acajutla. Con 24 años, este militar bajito -1.63 metros- cargaba un fusil que mide un metro y se le veía grande. También iban José Santamaría Constante, 26 años, originario de la ciudad de Sonsonate y dueño de un cuerpo musculoso; la soldado Arely Esquina, una pequeña y robusta mujer de 29 años; Juan Santiago, de 31 años, pelo rizado y gelatinoso, nacido en Santa Catarina Masahuat, Sonsonate, y Manuel Santos, de 27 años, un hombre de cabeza rapada, cara redonda y nariz ancha y chata.
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Fredy Villalobos, de 42 años, es un comerciante dueño de un pick up con demasiados años que le sirve como principal herramienta de trabajo. Fredy es un hombre corto de estatura, de ojos distraídos y barriga cervecera. Fredy era el mayor del grupo de amigos, y cuando caminaba sobre las vías del tren, retenido por los militares, iba junto a Óscar, uno de sus amigos, a la retaguardia del grupo. Los cinco amigos habían sido divididos en dos grupos y al frente iban Mario, José y Francisco, que avanzaban en fila india. Los seis militares los rodeaban. De aquel viaje solo regresarían con vida Fredy Villalobos y Mario Martínez, un hombre flaco con ojos achinados, de oficio mecánico, que a sus 24 años ahora intenta superar el trauma vaciando muchas botellas de vodka.
Aquella mañana, mientras caminaban por la vía del tren, a Fredy se le cruzó por la cabeza hacer un intento de huir, pero el miedo a un fusil que dispara 800 tiros por minuto fue un disuasivo demasiado poderoso. Además, el temor se acrecentó al recordar que los gritos del sargento Coreto al ordenarles ponerse de pie y comenzar a caminar fueron acompañados por el chasquido de los fusiles al cargarse. Sintió miedo y pensó: “Si trato de escapar me matarán por la espalda”. Tiempo después, al contar su historia, Fredy recuerda haber temido que él y sus compañeros aparecieran en las noticias como un grupo de pandilleros que murieron en un enfrentamiento con un grupo de militares. Hechos como ese que él imaginó han ocurrido con mucha frecuencia en los últimos meses. En diciembre de 2014, en Zacatecoluca, departamento de La Paz, seis supuestos pandilleros fueron abatidos por una patrulla de soldados. En abril de 2015, en el mismo municipio, otros nueve supuestos pandilleros cayeron abatidos por otro grupo de soldados.
Aquella mañana, Fredy y sus amigos temieron por sus vidas, pero en el inicio del trayecto, quizá todos albergaban una esperanza de que aquello fuera un malentendido.
La colonia San Fernando, desde donde partió el grupo de captores y capturados, es un grupo de casas junto a una vía férrea que conecta a varias comunidades marginales de Armenia. Unos minutos después de iniciado el recorrido, el grupo se detuvo a petición de uno de los soldados. Él les pidió los documentos de identidad. Salvo uno de los capturados, todos cargaban su identificación. Eso irritó a uno de los soldados, que advirtió al indocumentado:
—¡Te puedo zampar en una bartolina! —gritó el soldado, dirigiéndose a Francisco Hernández, de 21 años, el más tímido de los retenidos y el único que no tenía su documento de identidad ese día.
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La comunidad más cercana a la colonia San Fernando es la colonia San Damián. Los habitantes de San Fernando y San Damián se rigen por las leyes instauradas por las dos pandillas que controlan Armenia: en San Fernando gobierna el Barrio 18. En San Damián, la Mara Salvatrucha 13. En la zona, alrededor de la vía del tren, hay quebradas, cerros, matorrales, ladrilleras abandonadas, tierra yerma y pozos secos que las pandillas usan como cementerios clandestinos.
Cuando Fredy Villalobos escuchó a uno de los soldados amenazarlos con encerrarlos en una bartolina, sintió alivio. Esa caminata, pensó, a pesar de las circunstancias en que se producía, para nada los conduciría a la muerte, sino a una caseta policial en la que serían recluidos por el simple hecho de habitar en una comunidad de pandillas en la que todos los habitantes son sospechosos de todo.
Pero Fredy estaba equivocado. Los soldados no los condujeron hacia las bartolinas de la Policía Nacional Civil en Armenia, ubicadas a casi un kilómetro de donde habían sido capturados. Los soldados los llevaron a él y a Mario hacia un punto en el que pusieron en riesgo sus vidas, y a sus otros tres amigos se los llevaron hacia un lugar del que no han regresado y del que nadie dice nada.
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Aquel 18 de febrero, Óscar Leiva, uno de los cinco amigos, se levantó entusiasmado porque ese día vería el partido del Barcelona contra el Manchester City y compartiría unas cervezas con sus amigos. Óscar, a sus 26 años, estaba desempleado. Ya había probado suerte como migrante. Antes de cumplir los 23, logró cruzar la frontera de Texas, pero fue atrapado en el camino. Lo deportaron. Óscar quería seguir los pasos de su hermano, que ha logrado mantenerse en los Estados Unidos. También había intentado, sin éxito, ser policía, y entre sus muchas artes alguna vez aprendió el oficio de panadero. Eventualmente conseguía trabajo haciendo pan, pero aquello no era un puesto fijo.
Alrededor de las 8:30 de la mañana, Óscar salió de su casa y se fue a comprar dos pupusas a un par de cuadras. De regreso, se encontró con sus amigos Francisco y José. Francisco, el indocumentado de 21 años, tiene la piel oscura y aquel día también estaba desempleado. José, de 26, era un tapicero que soñaba con ser dibujante profesional. Francisco y José conversaban en el arriate de la casa de Yudi, donde este vendía cervezas y chaparro, el licor a base de maíz producido en El Salvador.
A las 8:40 de la mañana, mientras Óscar desayunaba pupusas y escuchaba a sus amigos, al grupo ya se habían sumado Mario y Fredy, los dos sobrevivientes. Yudi, el anfitrión, huiría a Estados Unidos después de la desaparición de sus tres amigos.
Óscar vestía un jeans color zapote que había estrenado menos de dos meses atrás -en la Navidad de 2013- y una sudadera Adidas azul con rayas negras. Calzaba unas chancletas, calcetines blancos con manchas color café y una gorra Puma. Su madre, Yolanda, asegura que Óscar vivía acostumbrado a ser retenido por los soldados y que por eso siempre usaba tres capas de ropa. Un calzoncillo boxer, una bermuda o calzoneta y un pantalón. Óscar decía que si los soldados le obligaban a bajarse los pantalones para una requisa, las bermudas y los calzoncillos eliminaban las probabilidades de pasar una vergüenza al desnudo. “Es que mamá, si me bajan los pantalones y están las bichas que van saliendo de la escuela... mejor que no me miren las nalgas”, dijo alguna vez a su madre.
Óscar no tenía antecedentes penales, sus vecinos y hasta la policía local dan fe de que él no era pandillero.
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Durante la guerra (1980-1991), la desaparición forzada de personas constituyó una práctica sistemática de violación a los derechos humanos. Fue ejecutada por los cuerpos de seguridad del Estado y la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas habla de un universo de más de 5 mil personas desaparecidas antes de la firma de la paz. Más de 5 mil personas.
En 2014, después de 23 años sin guerra, en la Fiscalía General de la República han sido denunciados 11 casos de desaparición forzada. De todos los casos, según la Fiscalía, solo uno ha sido judicializado y es este de Armenia. El delito, recogido en el Código Penal salvadoreño, se castiga con prisión de entre 4 y 8 años, y con la inhabilitación para el cargo de la persona que resultare culpable de cometerlo.
El episodio de los soldados que desnudan a la intemperie a los jóvenes que parecen “sospechosos” no es un hecho anecdótico. Policías, fiscales, autoridades y habitantes de Armenia, en la colonia San Fernando, aseguran que es común que los soldados hagan requisas arbitrarias para fichar pandilleros en su municipio. Detienen a jóvenes y de manera arbitraria los desnudan para buscarles tatuajes o filiaciones a las pandillas. Los soldados se sienten protegidos y amparados en un decreto del Órgano Ejecutivo que autorizó al ejército a realizar tareas de seguridad pública en coordinación con la Policía Nacional Civil. El decreto ejecutivo número 70, emitido en octubre de 2009, durante el quinto mes del primer gobierno del partido de izquierdas FMLN, autorizó a la Fuerza Armada patrullar las calles. Desde entonces, 11 mil 500 soldados han participado en tareas de seguridad pública en colaboración con la Policía Nacional Civil.
Cuatro años después de emitido el decreto, en abril de 2014, la Sala de lo Constitucional dio un espaldarazo a la decisión del Ejecutivo, aunque en su sentencia aclaró que solo podía hacerlo como una excepción. Para evitar que fuera una “excepción perpetua” en la que se abusara del uso de los militares para fines ajenos a la Constitución, decía la sentencia de la Sala, el Estado debía ejecutar medidas orientadas a recuperar la efectividad de la Policía, superada por el control de las pandillas en territorios como Armenia, Sonsonate. Más de un año después, la excepción sigue vigente y lejos de retroceder en el uso de los militares en tareas de seguridad pública, el gobierno ha anunciado la creación de tres batallones de reacción inmediata integrados por soldados, en un contexto en el que los enfrentamientos entre pandilleros, policías y militares están a la orden del día. El presidente Salvador Sánchez Cerén dijo que solo en marzo de 2015, más de 140 pandilleros habían muerto en enfrentamientos con agentes de seguridad pública.
El caso de los cinco amigos que capturó la patrulla del sargento Coreto evoca las atrocidades de la guerra, pero también cuestiona la capacidad del Ejecutivo para garantizar que una decisión de apoyar a la Policía en tareas de seguridad no termine saliéndose de control con los militares como protagonistas.
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Una hora después de la captura, a las 9:40 de la mañana, Fredy y sus amigos seguían caminando sobre la ruta del ya inexistente ferrocarril. A su alrededor, Fredy logró identificar que ya habían alcanzado la calle San Eugenio, en la colonia San Damián. En ese tramo del recorrido, los seis militares y los cinco civiles se detuvieron. Fredy escuchó un grito:
—¡Quítense las camisas! ¡Apúrense, hijos de puta!
Era el sargento Coreto quien les daba la orden. Los cinco obedecieron. De todos, Fredy era el único que tenía un tatuaje: su propio nombre en el brazo derecho. En el punto en el que se detuvieron, una cruz calle cercana a la colonia San Damián, todos sabían que ya hacía rato habían cruzado de territorio controlado por la pandilla Barrio 18 Sureños, a territorio de la MS 13. Dos pandillas enemigas entre sí, que consideran sospechosa de ser enemiga a toda persona que viva en una comunidad controlada por la pandilla rival. En ese punto los soldados tomaron fotos a los cinco amigos.
Luego de la toma de fotografías, el sargento Coreto ordenó a Fredy que caminara hacia una calle desierta y polvorienta que conduce al estadio municipal de Armenia. La orden de Coreto fue que desapareciera cruzando toda la colonia San Damián. En ese mismo punto, un minuto después, los soldados soltaron a Mario, pero a este le ordenaron que caminara hacia una calle que conduce a una quebrada.
En teoría, Fredy y Mario ya estaban a salvo, lejos de sus captores. Pero en El Salvador, una persona que vive en un territorio controlado por el Barrio 18 no puede entrar a una zona controlada por la Mara Salvatrucha sin poner bajo amenaza su vida. Que dos habitantes de la San Fernando entraran a la San Damián era algo parecido a condenarlos a muerte.
Fredy y Mario se alejaron, cada quien por su rumbo, sin mirar atrás. No tuvieron tiempo de despedirse de aquellos que se quedaron retenidos.
Después de haber sido liberado, Mario se detuvo en su camino y decidió que lo mejor era retornar a la San Fernando por la vía del tren. Caminar por las calles principales de las colonias controladas por la MS 13 era demasiado peligroso. Fredy pensó lo mismo y en la línea del tren se reencontró con Mario. Los dos caminaban, sintiéndose a salvo, hasta que fueron sorprendidos por dos pandilleros de la Mara Salvatrucha. “Me van a matar”, pensó Fredy.
—¿De dónde sos? —le preguntó uno de los pandilleros, mientras le presionaba un puñal en la espalda.
—Soy de Armenia —respondió Fredy, que por instinto decidió levantarse la camisa, para que se percataran de que no tenía tatuajes alusivos a la pandilla rival.
Armenia es un municipio peligroso. En 2014 estuvo entre los 10 municipios más violentos de El Salvador, con una tasa de 112 homicidios por cada 100 mil habitantes.
Interrogado, Fredy dijo a los pandilleros qué andaban haciendo en esa zona prohibida: que andaban buscando un repuesto de cañería para reparar un chorro. Mario se quedó callado al escuchar esa versión. Para su suerte, los pandilleros los dejaron partir, pero no les perdían la vista: caminaban detrás de ellos, a cierta distancia. Fredy recuerda que sintió que caminaban sin fin y que sus escoltas los perseguían a la distancia. Cuando finalmente llegaron a la colonia San Fernando, aproximadamente a las 10 y media de la mañana, Fredy y Mario fueron a encerrarse a sus casas.
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En el grupo de los desaparecidos, Francisco Hernández era el único que no portaba documento de identidad. A 15 meses de su desaparición, su madre, Francisca Gómez dice que no puede dormir. Que sufre pesadillas. Se siente enferma. Llora.
Francisco nació un año después de la firma de los acuerdos de paz, en 1993. A sus 21 años no tenía trabajo y no tenía claro cómo ganarse la vida. Buscaba cualquier trabajo legal como vendedor o panadero. Francisca cuenta que ella y su hijo habían acordado que aquel martes 18 de febrero de 2014 irían a la ciudad de Sonsonate a tramitar el documento único de identidad de Francisco. Pero una vecina le contó que su hijo había sido capturado junto a los otros cuatro amigos por un grupo de militares.
A las 10 de la mañana, Francisca inició una búsqueda que, más de un año después, aún no termina. Lo primero que hizo, como haría cualquier madre que se entera de que han detenido a su hijo, fue buscarlo en la delegación policial, así que Francisca se movió hasta la subdelegación, a 10 minutos a pie desde la colonia San Fernando.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó Francisca a quemarropa al policía de turno-. Se llama Francisco Javier Hernández.
—No hemos detenido a nadie, señora. La policía de acá no sabe de ese procedimiento ni de ninguno —le respondió el agente.
Esperó media hora y como Francisco no apareció escoltado por los soldados que se lo habían llevado, ella desandó el camino hacia San Fernando, para encontrarlos -según ella- en la caseta militar. A la base dirigida por el sargento Coreto todavía no había regresado la patrulla.
—Mire, no sé nada de ellos. Aquí no hay nadie —dijo a Francisca uno de los militares que custodiaba el puesto.
—Yo aquí voy a esperar hasta que vuelvan —respondió ella, y se sentó bajo la sombra de un amate a esperar.
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Según documentos de la Fuerza Armada, entre el 18 y 20 de febrero de 2014, el coronel José Humberto Romero, comandante del Destacamento Militar Número 6, de Sonsonate, había destacado en el puesto de Armenia a 12 soldados, un cabo y un sargento. Fredy y Mario, los dos sobrevivientes, aseguran que durante la marcha sobre la línea del tren era la soldado Arely Esquina quien más insistía en que todos apuraran el paso.
—¡Apúrense, hijos de puta! —les gritaba Arely.
Arely era reconocida en la colonia San Fernando como una de las más activas promotoras de las requisas. La mamás de los tres desaparecidos recuerdan con claridad particularmente dos de los rostros de los miembros de aquella patrulla: el de Arely, por ser mujer, y del sargento Coreto, que es quien daría la cara, en nombre de su patrulla, el día de la desaparición de tres de los cinco amigos.
A las 12 del mediodía, más de tres horas después de la captura, la patrulla de Coreto regresó a su puesto militar. Regresaron empapados en sudor y con los uniformes sucios, llenos de polvo. Pasaron de largo a encerrarse, sin mirar a ninguna de las madres ni familiares de los desaparecidos que ya los estaban esperando afuera del edificio.
—¿Qué hizo con mi hijo? —preguntó Yolanda, la mamá de Óscar.
—¿Por qué se los llevaron? —añadió Francisca, la mamá de Francisco.
—Si sus hijos no son pandilleros, van a regresar —respondió el sargento Coreto. La respuesta del Sargento consta en las entrevistas que realizaron policías y fiscales a los testigos que escucharon la conversación.
—¡Dígame dónde los fue a dejar! —le insistió Francisca
—¡Vayan a hacer oficio a su casa, señoras! —respondió Coreto, que se encerró en su pequeño cuartel.
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Riklin Juárez es un fiscal destacado en la ciudad de Sonsonate. Él conoce al dedillo el caso de los cinco amigos. Asegura haber tramitado más de 40 solicitudes de búsqueda para rastrear los cuerpos de Óscar, Francisco y José. “Se han hecho al menos 10 visitas al terreno”, dice el fiscal. Esto, explica, se ha hecho patrullando las vías del tren y los alrededores del último lugar donde fueron vistos vivos los desaparecidos, aquella cruz calle en la colonia San Damián. En esa zona, policías han buscado cadáveres en pozos abandonados y ladrilleras en desuso.
Al fiscal Juárez, la Fuerza Armada le ha dicho los nombres de los soldados asignados a la patrulla del sargento Coreto. Además, en un memorando confidencial, el comandante del Destacamento Militar de Sonsonate, el coronel Romero, le consignó la versión militar del operativo que comandó el sargento Coreto.
El parte militar recibido por la Fiscalía de Sonsonate confirma que “aproximadamente a las nueve de la mañana la patrulla encontró a seis personas del sexo masculino”. Agrega que los cincos amigos estaban ingiriendo cervezas, sobre la vía del tren, en la colonia San Fernando I. Esta parte del relato militar no coincide con el de los sobrevivientes y testigos de la captura, porque estos aseguran que los detenidos estaban en la casa de Yudi, que no está junto a la vía férrea. La Fuerza Armada señala que la patrulla “procedió a realizar un registro preventivo a los otros cinco sujetos sobre la línea férrea”.
El Destacamento Militar Número 6 asegura que la patrulla consultó con la Policía Nacional Civil si los cingo amigos tenían antecedentes policiales u orden de detención. La Delegación policial de Armenia contradice esta versión y afirma que no se dieron cuenta del operativo realizado por la tropa del Sargento Coreto. Añade la versión de la Fuerza Armada que en el momento de consultar por radio a la Policía, el sargento Coreto devolvió el DUI a dos de los detenidos 'y los retiró'. “El sistema estaba lento, por esa razón de los otros tres sujetos, a dos se les entregó su DUI y se retiraron cuando se revisó en todos los datos y corroboraron que no tenían antecedentes”, se lee en el parte militar. La versión de la Fuerza Armada no aporta detalles como el lugar donde estaba la patrulla cuando hizo la consulta a la Policía o cuando supuestamente liberó a los detenidos, pero asegura que los liberó a todos. 'Como a las doce horas la patrulla volvió a la base y se dieron cuenta de que había personas que estaban preguntando por unos jóvenes que habían desaparecido”.
Un jefe militar que acepta hablar bajo anonimato aseguró a este periódico que este caso ha sido investigado por la Inspectoría de la Fuerza Armada y que el ministro de la Defensa ha estado informado al respecto. Consultado por El Faro, el ministro de la Defensa, general David Munguía Payés, dijo que prefería no comentar el caso porque la investigación está abierta. “Es un caso que está en manos de la Fiscalía y no haré comentarios al respecto”, respondió Munguía Payés a este periódico, cuando se le pidió que confirmara si hay una investigación interna.
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La última vez que Fredy Villalobos y Mario Martínez vieron con vida a sus amigos Óscar Leyva, Francisco Hernández y José Choto, estos tres caminaban sobre la vía del tren, empujados por los soldados que se los llevaron con rumbo desconocido. Del grupo de amigos, José Choto era un tanto depresivo, tenía 25 años, le gustaba dibujar, pero en Armenia, su madre, sus amigos y sus vecinos lo recuerdan como un buen tapicero, experto en el arte de darle nueva vida a los muebles viejos.
La madre de José Choto, quizá a diferencia de las otras dos madres, ya no cree en milagros. Desde hace un año, Gloria Esperanza Choto decidió que iba a vestir siempre de negro. Y lo ha cumplido. Ella está segura de que su hijo está muerto.
Gloria sufre insomnio, dolor de espalda y un intenso dolor de pecho. Desde que la patrulla del sargento Coreto se llevó a su hijo no confía en ninguna autoridad. Desde que el fiscal Riklin tomó el caso, y el juzgado de Armenia avaló su hipótesis -la de que José y sus amigos fueron víctimas de una desaparición forzada-, un Comité de víctimas de la violencia, integrado por abogados especializados en Defensa de los Derechos Humanos, ha procurado que los sobrevivientes y las madres de los desaparecidos tengan tratamiento sicológico para intentar reparar, al menos, el trauma.
El 12 de enero de 2015, 11 meses después de la desaparición, Gloria Esperanza Choto fue atendida por un sicólogo forense del Instituto de Medicina Legal de Sonsonate, a petición de la Fiscalía. En esa sesión, Gloria declaró: 'Yo sé que las otras madres esperan un milagro, pero yo sé que mi hijo está muerto. Por eso siempre ando de negro y todas las tardes me quedo mirando al cielo, llorando'.
A Fredy Villalobos, uno de los dos sobrevivientes, le gustaba tomar bebidas alcohólicas desde mucho antes de haber sido retenido por los militares. Ahora depende del alcohol. Él dice que así ha intentado superar el golpe de haber perdido a tres de sus amigos en aquel procedimiento militar. Siempre que Fredy habla de lo que le ocurrió, llora.
En enero de 2015, Fredy también fue entrevistado por un sicólogo del Instituto de Medicina Legal. Este es un extracto de aquella conversación.
—A veces en mi sueño veo a mis tres amigos
—¿Qué siente? —le preguntó el médico.
—Siento que es una terrible injusticia porque la gente dice que los enterraron vivos… a veces me levanto a medianoche a llorar.
Los sobrevivientes del 18 de febrero le han contado su historia a dos fiscales, cuatro policías, media docena de periodistas, cinco abogados, un juez y un sicólogo. Un comité de abogados que recibe denuncias de víctimas de la violencia ha acompañado a Fredy y las madres de los desaparecidos en el juicio contra los militares. Mario es el único que no ha hablado en el proceso. Los abogados, que participan como querellantes particulares en el juicio, están pidiendo al juez que la institución militar se haga responsable de los tratamientos sicológicos de todas las familias afectadas por los hechos del 18 de febrero.
Posiblemente en el caso de la madre de Óscar es donde más claramente se encuentran literalmente el pasado de graves violaciones a los derechos humanos que marcó a la Fuerza Armada, con el presente de la institución. 'Tengo parientes que tienen 30 años de tener desaparecidos, desaparecidos por militares, y no los encuentran', dice Yolanda, la madre de Óscar. 'Ahí yo desmayo'.
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El 7 de mayo de 2015 resultó histórico porque en las celebraciones del Día del Soldado, a unos 35 kilómetros del salón donde los seis militares se ponían de pie ante el juez, un excomandante guerrillero convertido en el presidente Salvador Sánchez Cerén pasaba revista a las tropas de la Fuerza Armada a la que alguna vez combatió. La imagen habla quizá de una etapa superada en la historia del país y también de una Fuerza Armada que avanzó mucho tras la firma de la paz.
Así como esa estampa, resulta igual de curioso que el primer caso registrado en instancias judiciales por privación de libertad y desaparición forzada de civiles por elementos de seguridad del Estado ocurriera durante el primer gobierno del FMLN (2009-2014) y que se ventile judicialmente durante este segundo. “Es el único caso de desaparición forzada realizado por el ejército en tiempos de paz que ha llegado a judicializarse”, comenta el procurador de Derechos Humanos, David Morales.
El FMLN es un partido que desde que llegó al poder, en 2009, le ha apostado con muchas barajas al involucramiento de los militares en labores de seguridad pública.
Aquella mañana del Día del Soldado, mientras en la Escuela Militar Capitán General Gerardo Barrios el presidente Sánchez Cerén anunciaba que pretendía crear batallones especiales de la Fuerza Armada para combatir la delincuencia, el sargento Coreto y sus cinco subalternos esperaban ansiosos la resolución del juez de instrucción.
A las 10 de la mañana, el juez Rafael Menéndez se dirige a los imputados:
—¿Los imputados quieren hacer uso de la palabra? También tienen derecho a guardar silencio —dice el juez antes de llamarlos, a cada uno, por su nombre.
—Santos Manuel Coreto Ramírez…
—Sin comentarios —responde el sargento Coreto, el líder de la patrulla que se llevó a los amigos.
—Rónald Alberto Rodríguez Pozo…
—Sin comentarios —responde el soldado Pozo.
—Juan Ovidio Santiago García…
—No tengo comentarios —dice el soldado Santiago.
—José Alexander Santamaria Constante…
—No, señor juez —responde el soldado Santamaría.
—Manuel de Jesús Santos Sánchez…
—Sin comentarios —responde el soldado Santos.
—Arely Elizabeth Esquina de Ramos…
—Sin comentarios —dice la soldado Arely.
En los alegatos finales, el fiscal Riklin lee un resumen de los hechos ocurridos el 18 de febrero de 2014: que los cinco amigos estaban en la acera de la casa de Yudi y que un grupo de soldados los obligó, sin motivo razonable, a caminar por la vía del tren. Que de esa caminata solo dos regresaron y que tres siguen desaparecidos...
René Castellón, un abogado pagado por la Fuerza Armada para defender a los acusados, acepta el resumen de los hechos ocurridos ese día, pero agrega en defensa de sus clientes, que los militares estaban cumpliendo su deber. “Sirviendo a la patria”, dice Castellón. También reconoce que sus defendidos hicieron caminar a los cinco civiles a lo largo de la vía férrea, pero intenta desligarlos del peligro al que los sometieron, a sabiendas de que en Armenia hay una guerra entre pandillas y que los territorios son disputados por la MS y el Barrio 18. “Es que el Estado no puede reconocer ni distinguir fronteras establecidas por grupos criminales”, alega Castellón.
Tras casi cuatro horas de alegatos, y tras varios meses en los que ha revisado y leído en el juicio más de 200 páginas del expediente judicial, memorandos confidenciales de la Fuerza Armada, declaraciones juradas de los sobrevivientes, declaraciones de la madres de los desaparecidos, informes policiales y diligencias de la fiscalía, el juez da su veredicto.
—El delito de desaparición forzada no es un delito común, también es un delito contra la humanidad —dice el juez, antes de ordenar que el sargento Coreto y sus soldados permanezcan detenidos debido a la gravedad de los dos delitos por los que son imputados: desaparición forzada de personas y privación de libertad por funcionario público o agente de autoridad. El caso, según el juez, amerita pasar a la etapa de sentencia. La audencia de Sentencia está prevista para mediados de junio. Para Pedro Cruz, experto en derechos humanos y miembro del comité que asesora a las víctimas de este caso, es el primer caso de desaparición forzada en la historia judicial del país y está siendo vigilado por la Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de las Naciones Unidas.
Fredy sonríe y se limpia los ojos. El fiscal Riklin le da la mano a una abogada querellante que representa a las víctimas. Gloria Choto, la única de las mamás en el juicio, le da un abrazo al fiscal. Los seis militares agachan la cabeza y hacen un círculo alrededor del abogado. Por ser militares, según una reforma al Código Procesal Penal, los policías y militares no pueden ser recluidos en bartolinas ni celdas con reos civiles o comunes. Todos salen acompañados por el abogado hacia un microbús que los llevará hacia unas barracas en un cuartel militar.
Antes de que partan me acerco al sargento Coreto para preguntarle qué hizo con los jóvenes desaparecidos y su versión del operativo que comandó el 18 de febrero de 2014. Coreto frunce el ceño y responde con un seco “sin comentarios”, mientras que su mano derecha, en la que tiene un teléfono celular, me apunta a la cara. “Yo también lo estoy grabando y filmando”, dice Coreto.