Nuestro país vive una coyuntura difícil. Procesos de deterioro, iniciados varios quinquenios atrás, desatan toda su fuerza, y crean la sensación de un país, o mejor de una sociedad, que tiene muchas dificultades para encontrar una salida. Como si eso no bastara, sufrimos este año una sequía que puede afectar seriamente a miles de salvadoreños. Y, lo peor, sin dirigencias políticas, gremiales, académicas y religiosas que – salvo contadas excepciones – contribuyan a una deliberación racional de la problemática, para construir así un proyecto conjunto a partir de las diferencias legítimas entre los distintos sectores de la sociedad.
El paro de buses – o el boicot, si se quiere utilizar la palabra del gobierno – ha sido un síntoma de la gravedad de la actual coyuntura. Sin hacer mayores movimientos, combinando amenaza y terror localizados, una – ¿o varias? – de las pandillas criminales ha generado una situación de semiparalización del transporte colectivo, que ha afectado seriamente la vida personal de los salvadoreños, así como las actividades económicas del país. Lo más grave, una sensación en la población de que los delincuentes tienen la fuerza suficiente para poner en jaque al Estado, que poseen el poder de imponer sus decisiones a un buen sector de la sociedad. Es un hecho político relevante. No se trata de cuanta debilidad – o cuanta fortaleza – tenga objetivamente el Estado; el hecho político es la convicción de los ciudadanos de que carece de la capacidad suficiente para imponer la ley. Sin duda alguna, esto mina seriamente no sólo al gobierno, sino sobre todo al Estado como ente rector establecido por la sociedad para conducir los asuntos públicos.
Las pandillas no nacieron ahora. Son fruto de un proceso que tiene más de dos décadas, que no fue enfrentado adecuadamente cuando era aún tiempo de evitar que se convirtieran en lo que son ahora. Nacieron favorecidas por los espacios creados por la acumulación de dinámicas de nuestra sociedad profundamente transformada económica, social y políticamente en los años 70 y 80 del siglo pasado; cuando se dio el proceso de paz, lejos de responder a ellas con políticas públicas coherentes para poder establecer un tejido social renovado, las obsesiones ideológicas neoliberales (o los intereses económicos que buscaban beneficiarse con ellas) debilitaron al Estado, y confiaron que el mercado iba a asumir funciones que – por su propia naturaleza – no puede cumplir. Las maras nacen aprovechándose de esa situación (es obvio que no se quiere decir que son un producto natural de ella, sino que se generaron condiciones que las favorecieron). En su inicio no existió un decisión para enfrentar el fenómeno. Esto requería acción sólida del Estado, en momentos en los que se predicaba la insensatez de que “el Estado es el problema y no puede ser parte de la solución”.
Los gobiernos del partido ARENA fueron incapaces de presentar una forma adecuada de combatir ese nuevo tipo de delincuencia. Vimos pasar la poca atención que merecieron en sus inicios, algunas acciones preventivas del Consejo Nacional de Seguridad, los planes de “mano dura” y “súper mano dura”, pero en ningún momento una respuesta coherente y estructurada. Un país que había celebrado que los Acuerdos de Paz habían parado el derrame de sangre del conflicto armado vio cómo progresivamente la muerte y la extorsión fueron siendo parte de la vida cotidiana. En 2009, año en el que ARENA entregó el gobierno al Presidente Mauricio Funes, las pandillas se habían extendido por todo el territorio, el número de muertos diarios rondaba la cifra de 15.
El período de Funes tuvo diversas etapas. Vale señalar el establecimiento de una confusa “tregua” en el primer trimestre del año 2012, que se pretendía que era una acción propia de las maras a las que las autoridades contribuían para su ejecución. Debo reiterar lo que dije desde el inicio de esa política: no entendí, y no entiendo aún, en qué consistió ni que se pretendía lograr a mediano plazo, con una “tregua” que realmente disminuyó temporalmente los homicidios pero dio cierta legitimidad a los líderes de las pandillas como interlocutores. Y posiblemente les dio alguna dosis de libertad para extender más su presencia.
Según varios expertos en el tema, este gobierno parece ser el primero que intenta tener un plan coherente, abarcador de los diversos aspectos del problema, que logra la participación de diferentes sectores de la sociedad en un consejo de seguridad, y coordina a distintos niveles de autoridades gubernamentales. La acción decidida de la PNC – con la colaboración de la Fuerza Armada – para combatir el delito y capturar a los delincuentes, es acompañada por la acción preventiva en los municipios más violentos. Muchas lagunas posiblemente tendrá, y ciertamente no tengo la capacidad de dar un juicio válido sobre su contenido. Lo cierto es que ha logrado dar golpes importantes, innegables, los que han hecho que las maras busquen dar respuestas que generen condiciones de terror y de sensación de inutilidad de la acción del gobierno, para obligarlo a retroceder en la estrategia .
Hay un factor que colabora con la decisión de las pandillas de buscar la inacción del gobierno: la incapacidad de las dirigencias de los distintos sectores, políticos y sociales, para superar las acusaciones personales y partidarias, y entrar a discutir y deliberar en serio sobre los verdaderos problemas nacionales. Se requiere de un debate de posiciones y propuestas, y no lo que ahora se tiene. Como dijo el partido Cambio Democrático,es necesario cambiar el escenario de la discusión política de uno en el que privan los insultos y las acusaciones a otro en el que se contrasten posturas para buscar la construcción de una postura de nación. Es innegable que si el gobierno actual fracasa, la oposición de derecha puede ser favorecida en una próxima campaña electoral; o que si el gobierno logra responsabilizar a la acción obstruccionista de la derecha por la falta de soluciones rápidas, será el FMLN el que logre ventajas. Pero ni una ni otra cosa ayudan a resolver el problema cotidiano de los salvadoreños, que tienen que vivir con la amenaza de la muerte y de la extorsión a cada momento. Sin olvidar los efectos que sobre la convivencia social y sobre la economía causa este tipo de condiciones existenciales.
El paro ha pasado. A una semana no hay información clara sobre lo sucedido, menos sobre hasta qué punto fue la acción gubernamental la que logró la vuelta al servicio de muchas líneas de autobuses, o si se cumplió el plazo de las pandillas estrictamente, o cuánto fue utilizado el evento para que quienes se oponen radicalmente al gobierno aumentaran su dimensión; esto es, en apretada síntesis, lo que alegan importantes actores de la vida nacional. Lo que sí es una verdad para la ciudadanía es la continuación del derrame de sangre salvadoreña, sin que se vislumbre una pronta solución.
Si –como decimos arriba– hay que deliberar sobre el problema con seriedad, con posturas propositivas, esto requiere que se parta de diagnósticos serios, presentados con transparencia y realismo a la población, y a partir de ellos se discutan las diferentes visiones de solución que las distintas corrientes de pensamiento académico y político conciben como las mejores. Y la primera condición es aceptar – como expresó hace poco un estudioso de los temas de violencia – que un fenómeno que se generó y desarrolló en un proceso de un cuarto de siglo no puede resolverse de la noche a la mañana, que las pandillas no sólo surgen de la sociedad salvadoreña misma, sino que han ido re-integrándose de una manera anómala en esa misma sociedad en transformación. Es decir, que no hay solución fácil ni inmediata, que no es problema que se resuelve mágicamente. Y más allá de eso, que no puede enfrentarse adecuadamente sin responsabilizarse a fondo, y con sinceridad, en el cambio de las condiciones estructurales que favorecen el desarrollo de esas formas anormales de integración social. Para decirlo en las palabras del Papa Francisco, cambiar este modelo del descarte; que, agrego, llega a descartar personas en aras de un supuesto valor absoluto del mercado.
*Héctor Dada Hirezi es economista. Fue ministro de Economía durante el gobierno de Mauricio Funes y diputado en los periodos 1966-1970 y 2003-2012. También fue Canciller de la República después del golpe de Estado de 1979 y miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno entre enero y marzo de 1980.