El Ágora /

Un Nobel para el periodismo


Martes, 3 de noviembre de 2015
Carlos Dada

La primera reacción ante el anuncio del Nobel de Literatura de este año fue tan profana como común: otro desconocido en su ya larga lista de escritores premiados de los que nadie ha escuchado. En este caso, una desconocida: Svetlana Alexievich. ¿Quién es esta mujer? ¿Alguien la ha leído?

Solo uno de sus libros, Voces de Chernóbil, ha sido traducido al español, aunque sé que Debate tiene ya en imprenta otro que saldrá a principios de 2016. En el mercado anglosajón ha sido también, hasta hoy, una escritora marginal.

Su premio fue más sorpresivo porque competía contra el favorito de los poderosos círculos literarios estadounidenses, Philip Roth, que además contaba con el apoyo unánime, declarado hasta la estridencia, de todos los medios de comunicación, desde periódicos masivos hasta revistas especializadas; y contra el japonés Haruki Murakami, un escritor que ha alcanzado estatus de rockstar.

Pero la verdadera noticia del Nobel no es esta, sino una mucho mayor: por primera vez en la historia, una obra periodística ha sido reconocida con el más alto galardón literario. El periodismo narrativo, que suele encontrarse en los estantes de las librerías bajo el cartel de No Ficción, ha ingresado al canon literario. Es literatura. Así que ya en el parnaso tenemos narrativas de ficción y de no ficción. Una inventa, la otra no. Pero ambas son literatura.

La ficción, la buena ficción, se basa en el más antiguo de los trucos: inventar historias, llenarlas de artilugios para que nos atrapen y permitan así reflexionar sobre la condición humana, sobre la vida, sobre la muerte. Es la creación de pequeñas mentiras para explorar una gran verdad. La no ficción, en cambio, acumula pequeñas verdades, narra pequeñas verdades para decir verdades más grandes. Esta es la diferencia fundamental. Y admite muy pocas líneas grises.

La gran ficción es el triunfo de la imaginación para encontrar significado a esta extraña experiencia que es la vida. El periodismo, en cambio, no se permite inventar nada. En esta sencilla diferencia radican también las distancias metodológicas de ambos géneros: el periodista no puede alterar la realidad para que un personaje sea más atractivo o para que una escena tenga más fuerza o para establecer una relación entre personajes. Trabaja con el material que le dan sus sentidos, su libreta y su razonado procedimiento de recolección, y se reserva la imaginación para elaborar estructuras y ordenar las piezas. Y encontrar palabras. Y ordenarlas.

“Declaro que el arte ha fallado en comprender muchas cosas de las personas”, ha escrito Alexievich, una periodista bielorrusa que teje historias de gente común en su geografía, de familiares de soldados rusos muertos en Afganistán a sobrevivientes de Chernóbil. El Comité del Nobel dijo que le otorgaba el premio “por sus escritos polifónicos, un monumento al valor y al sufrimiento de nuestros tiempos”.

Con “escritos polifónicos”, el comité se refería a la manera en que la autora ha decidido narrar los horrores que aborda: pasa años entrevistando a personas que viven con las consecuencias de esos horrores y después deja que esas voces hablen en sus libros en primera persona. Viudas de trabajadores de Chernóbil, madres de soldados muertos, etc.

El Comité dijo que de esta manera ella ha inventado un nuevo género literario. No es cierto. Aunque raras veces ejercicios similares han alcanzado las alturas literarias de sus libros, lo cierto es que esta manera de narrar no es ni nueva ni ha sido inventada por ella. Se ha ensayado otras veces y en otros idiomas. Ha sido usada frecuentemente en el periodismo, incluso en libros de retratos fotográficos. Para no ir tan lejos, aquí mismo, en Centroamérica, María López Vigil utilizó esta técnica en su “Piezas para un Retrato”, en el que diversas voces hablan sobre Monseñor Romero. Ahora me viene también a la memoria el celebrado proyecto Humans of New York.

Pero esto no le quita ningún mérito a la nueva Nobel. Porque el valor de su obra no reside en que lo que hace es nuevo. Su literatura logra vincularnos profundamente con personas que habitan mundos que nos son extraños. Con lo lejanos que estamos de un campesino ucraniano o bielorruso después de una catástrofe nuclear, sus testimonios nos sacuden. Son iguales a nosotros, pero en un mundo extraño. Uno tan extraño que ellos, tanto como nosotros, no pueden entender.

“Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror…” escribe Alexievich en una entrevista consigo misma incluida en Voces de Chernóbil. Su manera de resistirse es retratarnos el campo del desastre, el escenario del horror. Hacerlo a través de las voces de quienes lo habitan y la de ella misma, como la reportera que llega una y otra vez al lugar intentando comprender lo que, dice, no se puede comprender: “Podía haber escrito un libro rápidamente. Una obra más como las que luego aparecieron una tras otra: qué sucedió en la central aquella noche, quién tiene la culpa, cómo se ocultó la avería al mundo, a su propio pueblo, cuántas toneladas de hormigón fueron necesarias para construir el sarcófago sobre el mortífero reactor… Pero había algo que me detenía. Que me sujetaba la mano. ¿Qué? La sensación de misterio. Esta impresión, que se instaló como un rayo en nuestro fuero interno, lo impregnaba todo: nuestras conversaciones, nuestras acciones, nuestros temores, y marchaba tras los pasos de los acontecimientos. Era un suceso que más bien se parecía a un monstruo. En todos nosotros se instaló, explícito o no, el sentimiento de que habíamos alcanzado algo nunca visto”. Entre el momento en que sucedió la catástrofe, dice, y que se empezó a hablar de ella, “se produjo una pausa. Un momento para la mudez”.

Después de esa mudez, el lenguaje ha servido para reflexionar en común, para que el coro de voces ayude a dimensionar la tragedia, para intentar dar sentido a un caos sin sentido.

Una de las voces de Chernóbil: “Salí por la mañana al jardín y noté que me faltaba algo, cierto sonido familiar. No había ni una abeja. ¡Ni una! ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? Tampoco al segundo día levantaron el vuelo. Ni al tercero. Luego nos informaron de que en la central nuclear se había producido una avería, y la central está aquí al lado. Pero durante mucho tiempo no supimos nada. Las abejas se habían dado cuenta, pero nosotros no…”

Otra: “Nosotros esperábamos que nos explicaran la cosa por la televisión. Que nos dijeran cómo salvarnos. En cambio, las lombrices… Las lombrices más comunes se enterraron muy hondo en la tierra, se fueron a medio metro y hasta a un metro de profundidad. En cambio nosotros no entendíamos nada. Cavábamos y cavábamos y no encontramos ni una lombriz para ir a pescar”.

La ficción no ha logrado capturar estas verdades. No las de este mundo cada vez más complejo, más terrible, más incomprensible.

De horrores, que en esta franja del mundo hemos tenido y mantenido una desproporcionada cuota, tampoco hay mucha ficción que nos haya permitido comprenderlos. O darles sentido. La hay, pero es escasa. Nos queda el registro. El periodismo. La crónica.

Este país, esta región centroamericana, obligan al periodista a ver el horror. Y ver el horror con tus propios ojos conlleva una responsabilidad. Es la responsabilidad de registrarlo, de contarlo con el mismo sentido con que se lo han contado los sobrevivientes de Chernóbil a Svetlana Alexieva. “No hemos comprendido todo lo que hemos visto, pero que queden nuestras palabras. Alguien las leerá y entenderá más tarde. Después de nosotros”. Que queden las palabras. Que sean estas escritas. Que queden las palabras.

Como Tolstoi, como Chéjov, como Dostoievsky, el libro de Alexeieva te garantiza que no serás la misma persona después de leerlo. Algo habrá cambiado en ti. Para siempre. Probablemente la comprensión de que no somos capaces de comprender. Y eso ya es bastante. Alexeieva es un eslabón de una cadena engarzado con el de Anna Politkovskaya, la periodista rusa que narró otros horrores, los de la guerra en Chechenia y la represión rusa. Politkovskaya pagó con su vida. Sus palabras siguen contagiando, indignando, inspirando. Sus libros son registro.

Poco antes del anuncio del Nobel, el periodista estadounidense Philip Gourevitch escribió: “Tan pronto como la barrera de la no ficción en el Nobel, por fin, se rompa, el hecho de que alguna vez existiese nos parecerá absurdo. Literatura es solo una palabra elegante para decir escritura”.

La barrera se ha roto. El periodismo también es literatura. El Nobel a Svetlana Alexievich es también homenaje a Orwell, a Capote, a Rodolfo Walsh y Anna Politkovskaya. Ahora, a la lista en la que se encuentran Murakami y Roth, habrá que agregar más periodistas. Escritores.

 

*Carlos Dada es periodista de El Faro. Fue fundador del periódico y su director entre 1998 y 2014. Ha recibido numerosos premios internacionales y sido becario Knight en la Universidad de Stanford, y Cullman en la Biblioteca Pública de Nueva York. Actualmente escribe un libro sobre el asesinato de Monseñor Romero y los escuadrones de la muerte en El Salvador.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.