El canal por Nicaragua puede parecer un imposible por su magnitud descomedida, por los recursos que no se pueden sacar de la nada para construirlo, y porque Wang Ying, el empresario a quien se entregó la triste concesión leonina, se desvanece cada vez más como un fantasma junto con su fortuna que se tragó la última crisis financiera en China, donde ya desde antes era un millonario de tercera.
Pero para los campesinos cuyas tierras se hallan en los territorios por donde pasaría el canal, la amenaza que se cierne sobre ellos no tiene nada de cuento chino. Desde que se anunció la supuesta ruta interoceánica dejaron oír su no rotundo en asambleas y marchas, y anunciaron que no abandonarían sus propiedades a ningún precio. Para ellos no se trata de negociar. Lo que exigen es que el canal no se construya.
Y en un país donde la democracia es cada vez más precaria, y la oposición al gobierno de Ortega ha sido debilitada y dividida, de modo que las elecciones del año entrante no traerán sorpresas, estos hombres y mujeres salidos de la entraña de la Nicaragua profunda han enseñado un vigor inusitado que ningún movimiento político ha podido mostrar. Se han organizado en una red nacional, y hace poco decidieron llegar hasta Managua desde las lejanas comarcas donde viven para demandar ante la Asamblea Nacional la derogación de la ley que otorga a Wang Ying la concesión canalera.
Y entonces el gobierno de Ortega decidió impedirles poner pie en la capital a cualquier costo.
Todos los instrumentos del poder político del régimen fueron concentrados en una gigantesca y costosa operación que empezó desde que los campesinos subieron a los vehículos que los llevarían a Managua, y en ella participaron la Policía Nacional para cerrarles el paso, el Ministerio de Transporte para exigir permisos arbitrarios; las autoridades municipales por donde las caravanas debían pasar para obstaculizarlas, las fuerzas de choque del partido de gobierno para amedrentarlos en los cruces de carreteras.
Les confiscaron autobuses, les poncharon las llantas regando “miguelitos” en las carreteras, los sometieron a pedreas, capturaron a sus líderes, los obligaron a marchar largos trayectos a pie; pero al final, tras días de lucha por avanzar palmo a palmo, venciendo las barreras policiacas, más nutridas a medida que se acercaban a Managua, las caravanas de camiones de carga donde viajaban lograron entrar a la capital, sólo para encontrarse, cuando pusieron pie en tierra, con los cordones de policías antimotines que les cerraban el paso en las calles, con más grupos de choque armados de garrotes y cadenas, y con una contramanifestación que el gobierno había montado con empleados públicos, miembros de la Juventud Sandinista uniformados con camisetas, y estudiantes acarreados de las universidades estatales y los colegios de secundaria. Había asueto decretado para todos.
En medio del cerco formado por los policías antimotines y las fuerzas de choque, los manifestantes lograron apartar las barreras metálicas colocadas a media calle, y pudieron recorrer varias cuadras desviándose de la ruta inicial, con lo que se dieron por satisfechos. Nunca buscaron ni el enfrentamiento ni la violencia, y resistieron las provocaciones. Y aunque no lograron alcanzar las puertas de la Asamblea Nacional, demostraron que habían podido llegar a la capital, pese a todo; volvieron a subir a los camiones, y antes del anochecer iban de regreso hacia las tierras que no están dispuestos a entregar.
He visto una y otra vez los videos tomados ese día. Los campesinos, arracimados en los camiones de carga, entran a Managua ondeando sus banderas nacionales azul y blanco. Abajo, los contra manifestantes ondean banderas del partido oficial, las banderas rojinegras que un día fueron de la revolución, y sus consignas a voz en cuello son contra “los malos hijos de Nicaragua”. Dan vivas al canal, vivas al presidente Ortega y a su esposa. “¡No pasarán!”, grita uno, cuando los campesinos están cruzando frente a sus narices. Y otro, exaltado, grita: “¡Me vale verga lo que digan los indios! ¡El canal va!”
Y aquí, en la palabra, “indios”, es donde quiero detenerme. Es la que mejor ha expresado nunca el desprecio en contra de los rotos y descalzos; la soberbia en contra del inculto, el ignorante, el de abajo: el “indio pata rajada”; “indios” son estos campesinos humildes de tierra adentro que calzan botas de hule, en quienes este joven activista que grita desde la calle en nombre del sandinismo oficial no se reconoce, y más bien los repudia.
Una “india” como la campesina Francisca Ramírez, dirigente de la lucha contra el canal, que dice: “miles pensamos que preferimos morir antes de entregar o vender nuestras tierras, y aunque nos digan que nos van a llevar a una ciudad y que vamos a tener todo, nosotros sentimos como que nos están quitando la vida y más bien nos están mandando a la muerte”
Hace ya 35 años, en los albores de la revolución, miles de jóvenes se fueron a convivir por meses a las áreas rurales remotas con los “indios” y enseñarles a leer y a escribir. Fue la Cruzada Nacional de Alfabetización, cuando la juventud que gozaba del privilegio de educarse reconoció que había dos Nicaraguas, y era necesario traspasar la frontera para trasladarse a la otra donde vivían los pobres y analfabetos, y darles clases a la luz de los candiles porque no tenían luz eléctrica, ni tampoco agua potable, ni letrinas.
Quizás los campesinos que por fin lograron llegar a Managua son hijos de aquella Cruzada, y aprendieron a leer y a escribir entonces, y a defender sus derechos, lo que ahora se les niegan, aún el derecho de movilizarse y de protestar, ya no digamos el de vivir en sus tierras. Y pareciera que son ellos quienes deberían alfabetizar ahora a estos otros jóvenes que los repudian con sarcasmo llamándolos “indios” mientras agitan las banderas que un día fueron las banderas de la revolución.
Buenos Aires, noviembre 2015
*Sergio Ramírez es escritor y político. Fue vicepresidente de Nicaragua entre 1986 y 1990, durante el gobierno de la revolución Sandinista. Sus novelas y cuentos le han hecho ganar numerosos premios internacionales, como el Alfaguara (1980), el Casa de las Américas (2000) o el Carlos Fuentes (2014).