La democracia, según se argumenta, fortalece a los ciudadanos. En países donde la mayoría de los electores tienen ingresos bajos, esto implica que la democratización debería llevar al Estado a elaborar políticas públicas para combatir la desigualdad —lo que podríamos denominar el dividendo democrático. La posibilidad de reducir la antigua brecha entre ricos y pobres fue la promesa implícita de la firma de los acuerdos de paz.
No hay dudas que los centroamericanos, como los latinoamericanos en general, quieren que los Estados combatan la brecha entre ricos y pobres. Los estudios del 2008 del Barómetro de las Américas, por ejemplo, revelan que 70% de los encuestados apoyan que los Estados desarrollen políticas firmes para reducir la desigualdad. Curiosamente, apenas una leve mayoría de los hondureños respalda que el Estado sea quien luche en contra de la desigualdad. De manera abrumadora, los participantes de la encuesta en el resto de los países de Centroamérica están de acuerdo con que el Estado se responsabilice por el mejoramiento de las condiciones de vida de los pobres y desafortunados.
Sin embargo, los Estados hacen poco para disminuir la brecha entre ricos y pobres en Centroamérica, a pesar que el acceso a la educación, la salud y las pensiones de vejez ha aumentado en la región. Una revisión de los datos en torno a los gastos en salud, educación y pensiones muestra que el país centroamericano promedio gasta la mitad de la media latinoamericana en cuanto al gasto social per cápita se refiere (Gráfico 1). El Estado costarricense gasta por encima de dicha media, y el Estado panameño ha invertido tres cuartos del promedio regional entre 1990 y 2008. Los Estados de Guatemala, Honduras y Nicaragua tienden a gastar menos recursos en programas sociales, siendo Guatemala y Honduras los países que compiten por el último lugar del istmo. Aunque los gastos sociales per cápita en Guatemala, Honduras y Nicaragua se han duplicado entre 1990 y 2007, con el tiempo éstos se han distanciado de la media latinoamericana. Actualmente, El Salvador ha dejado de calificar en los lugares más bajos, ya que el gobierno salvadoreño ha aumentado sus gastos per cápita de la forma más acelerada en el istmo. Sus gastos per cápita se duplicaron entre 1993 y 2002 cuando alcanzaron el 55% del promedio de América Latina. Sin embargo, desde que alcanzaron ese nivel, los números comenzaron a disminuir de forma gradual.
¿Qué impacto tienen estos programas sobre la desigualdad? Una forma común de medir el impacto que tiene el sector público sobre la desigualdad social es mediante el uso de encuestas que pregunten a los ciudadanos que identifiquen sus fuentes de ingreso y, de igual forma, si se benefician de los gastos sociales. A mediados de la primera década del 2000, un grupo de investigadores, bajo el auspicio de la Unión Europea y el Banco Interamericano de Desarrollo, utilizó encuestas a nivel nacional para estimar el ingreso “autónomo” (sin contemplar los impuestos y las transferencias gubernamentales) y el ingreso “real” (que incluía el efecto de los impuestos y los beneficios brindados por los Estados). La diferencia entre ambas cifras, es decir, el ingreso autónomo y el real, revela la capacidad de la política social de reducir la desigualdad.
Los impuestos y las transferencias solo mejoran un poco la distribución del ingreso. El Gráfico 2 expone un pequeño mejoramiento de la distribución del ingreso en la región, la cual se mide con el Coeficiente de Gini (cuanto más alto el coeficiente, mayor es la desigualdad). Panamá tiene la distribución más desigual de ingreso “autónomo” (0,636), y El Salvador cuenta con la distribución de ingreso menos desigual (0,503). La media para toda América Central es de 0,580. Los datos sobre la distribución del ingreso después de impuestos y transferencias muestran que Costa Rica y Panamá son los Estados más efectivos. Cada cual reduce la desigualdad de ingreso en un 13,6% y un 11,4%, respectivamente. Panamá, Costa Rica y Honduras, por lo tanto, clasifican por encima del promedio del istmo, el cual redistribuye solo un 7,4% del ingreso autónomo. Por su parte, en el resto de países centroamericanos el gasto estatal tiene poco o ningún efecto sobre la distribución de ingreso. Guatemala y El Salvador reducen la desigualdad del ingreso autónomo en un 0,9% y un 1,7%, respectivamente. El Estado nicaragüense no queda muy lejos de ese bajo nivel, ya que disminuye el ingreso autónomo en el Coeficiente de Gini en un 5,4%.
Las cifras en el Gráfico 2 también muestran que los Estados más efectivos del istmo no replican la efectividad de los más desarrollados. Ni Costa Rica ni Panamá redistribuyen la mitad del promedio de las 15 economías centrales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Los Estados más desarrollados han experimentado una impresionante reducción de la desigualdad, ya que tienen a su alcance recursos sustanciales que se ven reflejados en la capacidad que tienen tanto para recaudar fondos como para tener un impacto en el nivel de desarrollo de sus economías.
¿Qué explica que algunos de estos estados gastan más en programas sociales que otros? Se puede afirmar, en base a varios modelos de regresión de mínimos cuadrados del gasto social, que la competencia electoral aumentó el gasto social como proporción del PIB entre 2000 y 2005. Estos modelos de gasto social implican que, cuanto más madura sea una democracia y más extensa sea la labor sindical (medida como el promedio de tasas de sindicalización entre 1995 y 2000), existen mayores posibilidades de que el sistema político desarrolle programas que prometan mejorar la salud, la educación y la vejez. El país latinoamericano con un tiempo promedio de democracia entre 1900 y 2004 (casi 36 años), y una tasa promedio de sindicalismo entre 1995 y 2000 de 13,6% de su fuerza laboral habrá gastado un 14.4% de su PIB en programas sociales. Estos datos tan solo equivalen a dos puntos porcentuales más que la cantidad promedio invertida en América Latina durante el 2005.
Estos hallazgos ayudan a explicar por qué el gasto social está por debajo de la media regional en todos los países de América Central, salvo en Costa Rica. Con su extensa trayectoria democrática (84.5 años) y con una fuerza laboral sindicalizada un poco por debajo de la media (13.1%), no resulta difícil comprender por qué el gobierno costarricense invierte más del 17% de su PIB en programas sociales. Por otro lado, Guatemala se posiciona como uno de los países con la menor tasa de inversiones destinadas a programas sociales (7.9% de su PIB). Guatemala califica como el país con menos experiencia con prácticas democráticas (17 años). Su tasa de sindicalización, en cuanto a su fuerza laboral se refiere, es la más baja de la región (4.4%). El Salvador, Honduras y Nicaragua gastan un poco más del 11% de su PIB en programas sociales, y han sido Estados democráticos por menos de 20 años. Mientras que los sandinistas aportaron al desarrollo del movimiento sindicalista (22.6% de la fuerza laboral nicaragüense era sindicalizada), menos de 6.5% de la fuerza laboral de El Salvador y Honduras pertenece a un sindicato. El gobierno de Panamá cuenta con 43 años de democracia e invierte sustancialmente por debajo del promedio latinoamericano. Solo gasta un 7.53% de su PIB en programas sociales, lo cual subestima el peso de su gasto social, ya que su PIB per cápita es dos veces más alto que el de El Salvador y tres veces más alto que el de Nicaragua y Honduras.
El gasto social simplemente no puede modificar las desigualdades en la mayoría de los países del istmo. A pesar de la transición hacia formas más abiertas de competencia política, la realidad es que la inversión social en programas para los pobres, los jóvenes y los enfermos continúa siendo muy baja en la mayoría de los Estados centroamericanos. Aunque la democratización ha traído un dividendo democrático en El Salvador, los gastos en programas sociales en este país continúan siendo equivalentes a la mitad de la media de América Latina.
Estos magros resultados indican que el círculo virtuoso que promete la democracia apenas se está construyendo en los países de la región. Una democracia de alta calidad implica que los electores identifiquen los partidos con distintos proyectos políticos para premiar o castigar a los políticos por administrar bien o mal las tareas del Estado. Una democracia efectiva, por lo tanto, implica que los políticos escuchen a los ciudadanos y que los sistemas partidarios faciliten la transmisión de mensajes entre los votantes y sus representantes. Consolidar la democracia —hacer efectivo ese diálogo entre gobernados y gobernadores— no es, sin embargo, una tarea fácil en países donde predomina la violencia y la apatía comprensible de muchos ciudadanos. Dicho en otras palabras, el costo de tener una democracia de baja calidad es alto. Inhibe que los políticos cumplan con la demanda de aumentar la carga tributaria y el gasto social y así reducir la antigua brecha entre ricos y pobres.
*Fabrice Lehoucq es profesor y catedrático en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Carolina del Norte (Greensboro). Este ensayo está basado en su artículo“La economía política de la desigualdad en Centroamérica”.Anuario de Estudios Centroamericanos, Vol. 38 (2012). Editor responsable de esta entrega: Erik Ching.