En el avión rumbo al DF tuve una charla con una desconocida porteña. La conversación había nacido, lejos del trabajo, sumergida en la camaradería de los adictos a las lecturas. Cuando ella regresaba del baño se fijó, editora al fin, en la novela que yo leía, “Insensatez”, de Horacio Castellanos Moya. Al sentarse me confesó que no le sonaba el título pero reconoció la editorial Tusquets y el sello le provocó incertidumbre. Quiso saber del libro.
Relaté en dos platos la trama de la novela: es una ficción narrada en primera persona por el corrector de estilo del informe Nunca Más, y el autor detalla sus peripecias mientras trabaja en un cuartito del palacio arzobispal de ciudad de Guatemala, el búnker donde corrigió las mil cien cuartillas del texto de la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi). Pero él sabe que no es cualquier escrito. En él se escuchan por primera vez los gritos de las víctimas de la guerra guatemalteca. El tipo siente que lo van a matar porque —parafraseé— está adornando con esmalte las uñas de las manos con que la Iglesia apretará los huevos de los milicos.
La argentina me interrumpió: “hace mucho tiempo logramos juzgar en mi patria a las juntas militares de la dictadura”. Dejaba caer el peso de la realidad sobre la juguetona literatura con la que yo, de vacaciones, me dirigía a la capital mexicana pensando en Artemio Cruz, en las piedras en las avenidas de Coyoacán y en las rajas poblanas.
Me extrañó la manera de adjudicarse los juicios como una victoria nacional, algo de lo que no había que vacilar ni esconderse, un frondoso símbolo patrio. Al hacerlo, no volteó a ver clandestinamente hacia los lados. No pensó que yo podría ser un oreja o un esbirro —todavía— de Videla que la andaba persiguiendo.
Mientras la chica hablaba, mis ideas conspirativas se acrecentaron. Yo seguía imbuido en la paranoia de la narración de Horacio y no quería —no podía— soltar la novela. Pensaba que en cualquier descuido podría saltar del libro el general Octavio Pérez Mena —¿no será este personaje el expresidente Otto Pérez Molina, me preguntaba?— y gritar en medio vuelo: “¡Por supuesto que en Guatemala no somos genocidas!”, para después torturarnos y dejar podrir nuestros cadáveres en la bodega de equipaje, y finalmente regresar a sentarse en una butaca de la primera clase, a hojear el periódico del día con una copa de champán.
La editora continuaba hablando, suelta, de este tema que causa un resquemor bárbaro en mi país, que ha dividido a familias, y me decía que los juicios a las juntas militares tuvieron, claro, a “cuatro fachos” que los adversaron, pero que estuvieron envueltos en un sentir generalizado de Justicia, de vergüenza universal por conocer por fin la verdad de tantas décadas en la sombra de las telarañas.
Me dijo que el gobierno y la población asumieron estos procesos penales como una necesidad de construir la historia y por eso los centros de torturas en Buenos Aires fueron convertidos en museos, como los campos de concentración nazis, con una única promesa: “Nunca Más”.
Recordé el repudio que causó un reciente editorial del diario argentino La Nación , que afirmaba que la izquierda de los años setenta había manipulado la versión oficial sobre los juicios a las juntas militares, y en el que el periódico llamaba al recién electo gobierno de Macri a no incentivar más la venganza y alegaba en favor de algunos ancianos militares condenados. Los mismos reporteros del diario rechazaron apabullantemente el editorial desde sus cuentas en Twitter y la crítica a los dueños del medio fue noticia en todo el mundo, al punto de que la dirección tuvo que ceder un espacio en sus páginas para que los trabajadores expresaran su descontento.
Antes de salir de Guatemala alguien me preguntó si yo estaba “ideológicamente” de acuerdo con este tipo de procesos, ahora que asoma a la mitad de enero un nuevo juicio contra el exdictador Efraín Ríos Montt, condenado en 2013 por genocidio y delitos contra los deberes de la humanidad, pero anulado ese fallo por el tribunal constitucional. Al no saber bien quién era mi interlocutor, yo había logrado en esa ocasión redirigir la conversación hacia un punto en el que, como un exitoso diputado, evadía la pregunta de fuego.
En mi país, estas cavernas históricas están institucionalmente selladas por los militares que han pululado por el Palacio Nacional. El expresidente obligado a renunciar, el general Pérez Molina —preso ahora acusado de corrupción—, fue señalado por un testigo en el juicio contra Ríos Montt como partícipe en torturas y desapariciones.
Tras los seis meses de protestas que condujeron al derrocamiento de Pérez Molina, salió victorioso en las urnas el cómico Jimmy Morales, que asumirá como mandatario el 14 de enero. Entre sus principales asesores hay personas vinculadas a violaciones a los derechos humanos. El presidente electo ya intentó incluso, sin éxito pero en contubernio con el presidente transitorio actual, Alejandro Maldonado, —quien firmó como magistrado la anulación de la condena a Ríos Montt— colocar a uno de estos militares cuestionados como subdirector de la inteligencia civil.
Esto explica en buena medida por qué en Guatemala aún se criminaliza a quienes buscan desentrañar el pasado, reflexiono ya en el DF, sentado en la taquería en la que en 1999 ametrallaron al comediante Paco Stanley —los mexicanos se refieren a diario al crimen para ubicar el lugar— y mientras cierro “Insensatez” tras leer la última frase. Aunque no lo quiera, la realidad ha devorado mi apetito de fantasía.
Se me viene la voz de una incisiva periodista navarra que paró en mi país a consecuencia de la crisis económica española, y que me contó que en su maestría de estudios latinoamericanos leyeron el texto del Remhi. Estaba impresionada. Imagino la cara destrozada del director del proyecto, monseñor Juan Gerardi, asesinado a pedradas en la cabeza dos días después de presentar el informe en la Catedral Metropolitana en abril de 1998. La paranoia de Horacio, de su personaje, después de todo no era únicamente una quimera.
Me impresiona que en mis clases en el colegio y en la universidad jamás se mencionara el informe del Remhi, como si el documento fuera la foto de un familiar defenestrado que los abuelos esconden en el fondo del armario. Pero en verdad no me extraña. Ni siquiera libros de historia hay en las escuelas de Guatemala.
Respiro entrecortadamente. La novela de Horacio tiene tal vertiginosidad que ha mantenido en mis oídos el retumbo de las palabras que el autor copió del testimonio de un sobreviviente de una masacre, y que para él merecía ser el título del informe: “Todos sabemos quiénes son los asesinos”.
*Álvaro Montenegro es periodista. Es uno de los siete guatemaltecos que crearon el movimiento #RenunciaYa, después rebautizado como #JusticiaYa, central en las protestas que impulsaron la renuncia del presidente de Guatemala Otto Pérez Molina.