Este 16 de enero se cumplió un aniversario más de la firma de los Acuerdos de paz. El solemne acto de 1992, celebrado en el castillo de Chapultepec, México, despertó en los salvadoreños la ilusión, legitima en efecto, de que una nueva sociedad estaba por nacer. El mundo entero compartía ese júbilo, ya que la Organización de las Naciones Unidas, que había promovido y acompañado la última fase del proceso de negociaciones, certificó el fin de un cruento conflicto armado y lo anunció como un modelo a seguir es sus operaciones de mantenimiento de la paz.
Sin lugar a dudas, los Acuerdos de paz constituían la mejor oportunidad que brindaba la historia para la refundación del estado salvadoreño. Dos años de diálogos y negociaciones con un importante acuerdo en Oaxtepec, en Abril de 1991, lograron reformas constitucionales en áreas críticas que, a todas luces, habían sido detonantes del conflicto.
La creación de un Tribunal Supremo Electoral que asegurara elecciones libres y competitivas, era la respuesta a los escandalosos fraudes electorales de 1972 y 1977, que legitimaron la lucha armada. La creación de una Policía Nacional Civil y una Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos significó el reconocimiento del déficit institucional en esta materia y diferenció a la nueva institucionalidad del rol represivo y violatorio de los derechos humanos de los antiguos cuerpos de seguridad (Policía Nacional, Guardia Nacional, Policía de Hacienda).
Podríamos enumerar otros avances como las reformas en el sistema judicial (Corte Suprema de Justicia, Consejo Nacional de la Judicatura, la Carrera Judicial), los Entendidos de New York (relativos a reestructuraciones en la Fuerza Armada), etc., pero se vuelve innecesario, a menos que relacionemos toda la infraestructura normativa que daría contenido y viabilidad a dichos Acuerdos de Paz, la cual significó alrededor de 80 iniciativas legislativas, entre ellas la formulación de varios códigos (electoral, agrario, de medio ambiente) y la derogatoria de leyes y decretos cuya vigencia colisionaba con la nueva institucionalidad.
Por tanto, baste afirmar que esa realidad plasmada en el documento firmado el 16 de Enero de 1992 fue el summum que recogió dos intensos años de negociaciones, apegados a los siete puntos de la Agenda de Caracas de mayo de 1990 y al espíritu del Acuerdo de Ginebra del 4 de abril de ese mismo año, donde las partes acordaron no levantarse de la mesa de negociaciones hasta alcanzar un acuerdo definitivo que pusiera fin a la guerra. Y así fue. Las armas callaron definitivamente después de un ininterrumpido cese al fuego, los combatientes se desmovilizaron, los militares se sometieron al poder civil y las tareas de reinserción y reconstrucción se anunciaron con más entusiasmo que realismo.
Pasada la resaca de los festejos por el fin de las hostilidades, iniciamos un periodo de posguerra muy desigual y mal balanceado. La instalación de la Comisión para la Paz (COPAZ) y sus subcomisiones fue un buen esfuerzo pero con magros resultados. Mientras se avanzaba en el rediseño político institucional (TSE, Código Electoral, PNC, Academia de Seguridad Publica, CSJ, CNJ, etc.) el capítulo de las reformas económico sociales quedó estancado. La resistencia del sector privado a las urgentes medidas que modernizarían y democratizarían el modelo económico los llevó a rechazar convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), vigentes en nuestro país, y a no integrar el Foro de Concertación Económico Social establecido en los acuerdos. Para cerrar con broche de oro, se sustituyó la Ley de Amnistía de 1992, acordada de forma unánime para cerrar definitivamente el conflicto sin dejar impunes los delitos de lesa humanidad, por una nueva ley que en 1993 amnistió a los responsables de esos delitos y que fueron señalados en el Informe de la Comisión de la Verdad. Estos hechos mostraban las orejas y el rabo de los sectores que no estaban dispuestos a cumplir la letra y el espíritu de los Acuerdos de Paz. Ellos, los que nunca supieron interpretar la oportunidad que nos daba la historia de fundar la Segunda República.
Recordando al filósofo John Rawls, algunos hablamos de que estos acuerdos -que sintetizaban las agendas de las dos partes-, deberían ser la Tercera Agenda, la de los “Consensos Traslapados” que plantea Rawls en su libro Liberalismo político. Pero entonces, igual que hoy, la voz del ciudadano fue inaudible frente a las consignas de las cúpulas partidarias. Y así, se nos fue la transición, se fue la cooperación internacional, se nos fueron 24 años.
Hoy el país se desangra en una nueva guerra irregular, con víctimas selectivas, masacres cotidianas, éxodos de comunidades, y sin que podamos ocultarlo con estadísticas amañadas. La comunidad internacional habla de crisis humanitaria y se prepara para declarar refugiados y sujetos de protección del Derecho Internacional de los Derechos Humanos a los perseguidos por las pandillas. Pandillas que inicialmente fueron solo el producto de la indiferencia del Estado para con los hijos de la guerra, con los huérfanos, los niños abandonados por los padres que se fueron a buscar la vida fuera del país; las que luego crecieron, se organizaron y multiplicaron y hoy nos tienen de rodillas. Vemos cómo las colonias y residencias que levantaron muros durante el conflicto, ahora se enrejan y cubren sus viviendas de alambre razor; vemos cómo el negocio de la seguridad privada florece y los ciudadanos ceden sus espacios de libertad por pequeñas parcelas de seguridad. Por eso creemos que quienes se benefician de esta tragedia harán todo lo posible por mantenerla.
Cuando creemos que con legislar sobre nuevos terrorismos o reinstalar la pena de muerte, cuando pensamos que con la fuerza policial o militar habrá una contención de la violencia, nos quedamos cortos, porque todas esas medidas hasta la fecha no pasaron de ser paliativos mediáticos. Por ello apelamos a que los tomadores de decisiones asuman el Velo de la ignorancia, que no es más que trabajar por el bien común, sin cálculos políticos; es decir, por los siempre marginados intereses del pueblo salvadoreño, sin atender a intereses particulares de grupos económicos o facciones políticas.
Es necesario volver a Rawls, recordando su Velo de la ignorancia y la Posición original, magistralmente desarrollados en su Teoría de la Justicia, ahora que se habla – y que es una urgente necesidad – de un nuevo dialogo nacional que nos permita poner fin a este conflicto. Sabemos que sería inédito, como lo fue el de hace tres décadas, y por ello requiere de soluciones audaces. De una agenda comprensiva que incluya y priorice los grandes temas, con expertos asignados a cada uno de ellos. ¿Pero quién decide la agenda y los participantes? ¿Quién da el primer paso en firme y sin agenda electorera bajo la manga? He ahí el problema, he ahí la solución.
*Félix Ulloa es doctor en derecho. Exmagistrado del Tribunal Supremo Electoral, fue miembro de la Comisión Política del desaparecido Movimiento Nacional Revolucionario. Actualmente es presidente del Instituto de Estudios Jurídicos de El Salvador (IEJES) y profesor del doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador.