Una vez tras otra, los últimos cuatro gobiernos —dos del partido Arena, otros dos del izquierdista FMLN― han aplicado contra las pandillas estrategias erráticas, inacabadas y de corto plazo que no solo no han acercado una solución sino provocado o acelerado sucesivas mutaciones del fenómeno que lo han agudizado. El Barrio 18 y la Mara Salvatrucha son en El Salvador más organizadas y mucho más violentas que antes de los planes Mano Dura y Súper Mano Dura. Son más conscientes de su poder, reflexivas y rencorosas que antes de la mal llamada Tregua. Y son, hoy, más desafiantes frente al Estado y tienen más arraigo en las comunidades que antes de que el gobierno de Salvador Sánchez Cerén se lanzara hace un año a una guerra abierta, a tiro limpio, contra ellas.
La estrategia del actual gobierno, cuyo desastroso resultado se podría resumir en los 6,657 homicidios cometidos en el país en 2015, es más dura que las manos duras que impulsó la derecha; más torpe de momento que el desordenado diálogo que intentó el gobierno de Mauricio Funes; y más autodestructiva que todas las anteriores. Y está engendrando una violencia que se suma a la de las pandillas y la espolea.
El pasado lunes, tras perseguir a un grupo de asaltantes en Villas de Zaragoza, la Policía Nacional Civil volvió a ejecutar, según apuntan testigos, a pandilleros rendidos, desarmados y heridos. Y volvió a matar a sangre fría a un ciudadano común que tuvo el infortunio de quedar atrapado en medio de un operativo policial. La versión oficial, como viene siendo habitual en estos casos, que se repiten regularmente desde hace más de un año, es no solo inconsistente sino claramente falsa en varios puntos. Afirma que todas las víctimas eran parte de la pandilla Barrio 18; afirma que todas las muertes se dieron en enfrentamiento armado a pesar de que solo se reportaron dos armas en poder de las cuatro víctimas; e incluye imágenes en las que Armando Díaz Valladares, un empleado de fábrica que había tenido turno de noche y dormía en su cama cuando pandilleros y Policía irrumpieron en su casa, yace muerto boca abajo sobre un fusil, con un balazo en la espalda. Un burdo montaje.
La presencia del subdirector de la Policía en la escena del crimen, el hecho de que fuera él quien el mismo lunes dio la versión oficial de lo sucedido, compromete al cuerpo policial en pleno y descarta que se trate de un exceso fuera del control institucional. Quienes actuaron en Zaragoza fueron agentes del Grupo de Reacción Policial (GRP), un cuerpo de élite responsable también de la masacre de San Blas, denunciada por El Faro en agosto del año pasado. Y como entonces, la Corporación calla cuando se le piden aclaraciones y no da señales de querer investigar lo sucedido.
Encaremos lo evidente: la cúpula policial, la Fiscalía, el mismo presidente de la República, saben que las ejecuciones sumarias se han vuelto una práctica habitual en El Salvador. Y las amparan con la excusa del aplauso popular. Como si el dolor de una sociedad víctima legitimara a sus fuerzas de seguridad y autoridades para ser victimarias. Escondida tras el mismo discurso cínico y triunfalista que usaba el Ejército en los 80, la Policía está rompiendo el marco de Derechos Humanos que tantas vidas —una guerra civil― costó levantar.
Pero no solo eso. La actual estrategia, que se nutre de la frustración de la población y los mismos policías, ha lanzado a los agentes a un campo de batalla sin reglas en el que están cada vez más solos, más acorralados. En muchas de las zonas más peligrosas del país, los vecinos ya temen y se protegen por igual de los pandilleros y la Policía. Al golpear sin distinción a cualquier joven de barriada pobre, irrumpir a la fuerza en cada vivienda sospechosa, amenazar y matar impunemente, la Policía dinamita el débil vínculo que aún la unía con los vecinos, de por sí sometidos desde hace años al “ver, oir y callar” impuesto por las pandillas. Los barrios se están convirtiendo en un Vietnam en el que los agentes a pie sospechan ya de todos, se protegen de todos y en última instancia golpean a todos.
En estos momentos, tras los nombramientos de las últimas semanas, en El Salvador todos los puestos de decisión del gabinete de Seguridad Pública están en manos de policías de carrera: desde el Ministerio hasta la Dirección de Migración y Extranjería, pasando por el Organismo de Inteligencia del Estado y obviamente por la Dirección de la Policía Nacional Civil. En este marco, la manera en la que la PNC se posicione éticamente ante la política del exceso de fuerza, ante las torturas en sede policial, ante las ejecuciones sumarias y la muerte del joven Armando, que descansaba en su cama cuando hombres uniformados entraron en su casa, retratará a todo el Gobierno.
El nuevo director de la PNC, Howard Cotto, tiene el deber inexcusable de recuperar para la Policía el apego a la ley y la cordura estratégica, y de forzar a que el ministro reactive la Inspectoría General. Es una maniobra delicada pero posible: sin dar una imagen de debilidad, Cotto ha de enviar a sus agentes el mensaje claro de que, con cada ejecución que cometen, se deprecian ellos y a su uniforme. Para hacerlo, debería contar con el apoyo o con la exigencia externa del nuevo Fiscal General, que ya ha dado las primeras muestras de querer evitar que la impunidad reinante en el país anide del todo en las fuerzas de seguridad.
También la sociedad civil y los medios de comunicación tenemos que bajarnos de inmediato de este tren de irreflexión y deseo de venganza que vitorea a los asesinos cuando llevan placa. Los periodistas debemos, por ética, reivindicar la complejidad del problema y de cualquier posible solución, y dejar de ser simples voceros de las autoridades y de la ira callejera. Aun yendo contra corriente, en estos tiempos críticos nos corresponde ser fiscales de la sociedad que estamos retratando y promoviendo.
El actual gobierno repite, como un mantra que lo quiere justificar todo, que estamos en guerra. El FMLN debería saber mejor que nadie que no todas las guerras son justas, todas las estrategias válidas ni todas las formas de combate nobles. De esta batalla, tal y como está planteada, solo podemos regresar, como individuos y como sociedad, derrotados y deshonrados.
Corrección:
En una primera versión, este editorial atribuía directamente al nuevo director de la PNC, Howard Cotto, el deber de reactivar la Inspectoría General, órgano de control y fiscalización de la Policía. Aunque el más interesado en que eso ocurra ha de ser Cotto y le corresponde promoverlo y demandarlo, en realidad esa potestad está en manos del Ministro de Justicia y Seguridad Pública desde la aprobación de la Ley Orgánica de la Inspectoría, en octubre de 2014.