Desde hace más de tres años la ley reconoce el derecho de todas las personas a solicitar acceso a información pública. Desde entonces, las autoridades han tenido que poner a disposición del público miles de documentos, informes, facturas y detalles de viáticos que antes se encontraban ajenos al escrutinio ciudadano, debido a la arraigada práctica consistente en el uso discrecional de las facultades conferidas a unos pocos para mantener y hacer cada vez más grande el secreto estatal.
Han pasado más de tres años y, gracias a quienes se han decidido a ejercer libremente su derecho de acceso a información pública, se han conocido las cuentas y gastos de los Diputados para el pago de fiestas navideñas, compra de bebidas alcohólicas, regalos, contrataciones de personal, mantenimiento de vehículos de lujo, pago de asesores y decenas de datos relativos a contratación de servicios de alimentación, alojamiento y combustibles, entre otros.
Los otros Poderes del Estado tampoco están libres de culpa en esta práctica de abuso y falta de integridad en el ejercicio de la función pública, ya que por medio del acceso a datos e informes que ahora nos pertenecen por ley, los peticionarios de información nos hemos enterado de las omisiones que durante tantos años observó la Sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia, del silencio cómplice de exmagistrados que se cruzaron de brazos ante casos en que los debió nacer al menos una sospecha o duda razonable de la posible existencia de enriquecimiento ilícito y corrupción, suficiente para impulsar la apertura de investigaciones. Lo mismo el Órgano Ejecutivo, que por medio de sus empresas autónomas y de la misma Presidencia de la República ha tenido mucho que explicar y que entregar a los ciudadanos solicitantes de información: desde informes sobre el costo y traslado de obras de arte, pasando por contrataciones de asesores, viajes al exterior y pago de grandes obras públicas que de una u otra forma se han visto cuestionadas públicamente, y que solo a través de la entrega de información oportuna, íntegra y veraz, ha sido posible justificar o críticar con suficiente certeza y objetividad.
Los ejemplos anteriores han sido del conocimiento del público gracias al compromiso moral y profesional de los periodistas que se han atrevido a publicar y a profundizar en sus investigaciones sobre tales hallazgos, atestiguando la manera en que los ciudadanos comienzan a cambiar su papel de testigos pasivos de los desmanes y abusos de quienes deberían comportarse como verdaderos servidores de la sociedad, honrando los principios de eficiencia y decoro que desde hace demasiado tiempo sirven de mero adorno en el texto de la Ley de Ética Gubernamental, cuyo Tribunal, por cierto, sigue sin salir del largo letargo de los tiempos.
¿Está cambiando entonces el papel de la ciudadanía? Quizás los niveles de impaciencia e indignación están llegando a niveles casi intolerables. Probablemente es que la exigencia de integridad y transparencia podrían convertirse en el verdadero punto de encuentro para los miembros de una colectividad separada tradicionalmente por distintas preferencias y opciones políticas, religiosas y hasta deportivas. Por primera vez, se comienza a entender que la lucha contra la corrupción ha sido y es la tarea pendiente de los ciudadanos. No de los políticos, sino de los ciudadanos, que tenemos derechos y obligaciones que nos convierten en tales y que no podemos vernos reducidos únicamente a consumidores, votantes o parte de una masa acéfala y cautiva entre marchas e himnos sectarios que corrompen y dividen.
La transparencia, la lucha contra el abuso de la discrecionalidad oficial y de la complicidad de algunos miembros del sector público y privado, solo va a terminarse con la participación visible y responsable de una ciudadanía decidida a pedir cuentas, caiga quien caiga. Ya es momento de reconocer que el llamado secreto de estado no tiene más justificación que la intención de perpetuar el desorden y la arbitrariedad en el manejo de las instituciones públicas; que estas no van a funcionar bien ni van a prestar los servicios que la colectividad demanda mientras una parte importante de sus presupuestos institucionales vaya a parar a las cuentas de banco de los funcionarios que deberían ser sus principales custodios.
¿Indigna la corrupción? Pues más indigna que, padeciendo este fenómeno, a los salvadoreños nos comparen, con cierto tono de lástima, con nuestros vecinos de Guatemala y Honduras, que desde el año pasado pusieron alto a las mafias enquistadas en sus Gobiernos. Ellos ejercieron su poder ciudadano, ese mismo que a nosotros nos sobra, porque está casi intacto, listo para usarse. Así que recuerde los siguientes conceptos clave: Ley de Acceso a Información, Derecho de petición y respuesta; y de nuevo: poder ciudadano. Comencemos.
*Roberto Burgos Viale es abogado y especialista en el área de transparencia. Hasta el 29 de febrero de 2016 fue coordinador del Centro Anticorrupción y de Asesoría Legal (ALAC, por sus siglas en inglés) de El Salvador.