Al proclamar su candidatura a la reelección para mantenerse en el poder por tres períodos consecutivos, el presidente Daniel Ortega se quitó la careta de supuesto estadista al servicio de los grandes empresarios, para revelar el rostro puro y duro del autócrata. Un estalinista tropical que sueña con instalar un régimen de partido único, pero se resigna ante una realpolitik que, por ahora, no le permite más que convivir con una democracia electoral diseñada a su medida, vale decir, sin transparencia y sin competencia.
Su retorno al discurso “antimperialista” durante el congreso del FSLN, cuando anunció la anulación de la observación electoral, ha sorprendido por la desfachatez de eliminar un derecho contemplado en la ley con un discurso amenazante y prepotente. Al cuestionar la observación electoral independiente, Ortega atacó el único tema en materia política que realmente goza de consenso nacional en Nicaragua, desafiando a los partidos políticos, la sociedad civil, y a la comunidad internacional. La observación electoral, nacional e internacional, es un derecho instituido por la práctica de la revolución sandinista y luego refrendado en la ley electoral. Un derecho reivindicado por los votantes de todos los signos políticos —sandinistas, independientes y opositores— que además cuenta con el pleno respaldo de la sociedad civil, la Conferencia Episcopal y el Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep), como garantía de transparencia electoral.
En las elecciones municipales de 2008, los observadores nacionales documentaron un fraude a favor del FSLN en al menos 40 de los 153 municipios —incluida la capital—, mientras en las presidenciales y legislativas de 2011, la misión de la Unión Europea resaltó la ¨opacidad y falta de transparencia¨, que le permitieron al partido de gobierno alzarse con el control de dos tercios del parlamento. Ahora, por las vías de hecho, Ortega intenta establecer el precedente de que su modelo político ya no requiere de elecciones limpias, transparentes, y competitivas para legitimarse, e incluso se distancia de su mayor aliado, el sector privado, que también demanda la observación electoral. A los empresarios, el antiguo guerrillero les ha enrostrado la vieja máxima de Somoza: “hagan (hagamos) plata, porque de la política me encargo yo”, remarcando la esencia de su modelo corporativista con cero democracia.
Pero el blanco principal de su diatriba ha estado dirigido contra los diplomáticos y organismos internacionales, a los que calificó de “sinvergüenzas”. Necesitado de fabricar enemigos externos para justificar el control político interno, Ortega primero expulsó del país al PNUD de Naciones Unidas, y ahora reta a la Unión Europea, al Centro Carter y a la Organización de Estados Americanos, al cerrarle la puerta a cualquier iniciativa de observación electoral. Se trata de una provocación gratuita, porque ninguna de estas instituciones representa una amenaza para su régimen, de manera que la lógica de quemar el puente de la observación internacional pareciera responder más bien al impulso paranoico del gobernante que se adelanta a atrincherarse en el poder, ante el reflujo político y económico que atraviesan algunos de sus aliados, principalmente Venezuela.
El último zarpazo a la democracia ha sido una resolución de la Corte Suprema de Justicia controlada por los magistrados partidarios de Ortega que despoja a la coalición opositora de la representación legal del Partido Liberal Independiente. La sentencia va más allá y anula una convención partidaria en la que la oposición eligió a su fórmula presidencial la semana pasada, de manera que las elecciones del seis de noviembre, que ya no eran libres ni transparentes, tampoco serán competitivas, al carecer la oposición de casilla electoral y de candidatos. En una apuesta sumamente peligrosa que retrocede al país a la época de la dictadura somocista en el siglo pasado, Ortega está cerrando el espacio político electoral a la oposición, abriendo las puertas a los partidos “zancudos”, colaboracionistas, para institucionalizar su régimen de partido hegemónico.
¿Por qué liquidar a la oposición y anular la observación electoral, si el régimen de Ortega no está en crisis y más bien ha logrado ampliar su base política, combinando clientelismo, cooptación y represión, en un clima de estabilidad económica y autoritarismo político? Esta interrogante solo pueden responderla cabalmente Ortega y su esposa co-gobernante Rosario Murillo, lo que está fuera de debate es que estamos ante un parteaguas en la consolidación del autoritarismo vía la reelección indefinida, aunque ésta carezca de legitimidad electoral.
A partir de este momento la contienda política se despoja de máscaras y subterfugios: mientras Ortega apuesta abiertamente al continuismo para consolidar su régimen como una dictadura familiar dinástica, la oposición enfrenta el desafío de convocar a la gente a luchar contra la corrupción, el desempleo, la falta de oportunidades, la represión, y la reelección. Aún está por verse si la coalición opositora logrará formular un proyecto alternativo que genere esperanzas entre la gran mayoría de los pobres y excluidos, pero ahora queda más claro para todos que la salida nacional ante esta encrucijada no reside en los organismos internacionales o en la comunidad donante, sino únicamente en la soberanía popular.
Al ilegitimar el proceso electoral y cerrarle el espacio político a la oposición, Ortega también está legitimando el derecho a la rebelión y a la protesta cívica, como el único camino para lograr el restablecimiento de la democracia.
*Carlos Fernando Chamorro es director del periódico Confidencial de Nicaragua.