Los niños y las niñas de El Salvador nacen y crecen en un país que cada día se parece más a un país en guerra. Las zonas de guerra de hoy son territorios con una alta tasa de criminalidad, abuso infantil, actividad de pandillas, venta de drogas ilícitas, posesión de armas por menores, problemas de salud en recién nacidos y fracaso escolar. Estos son lugares donde muchos adolescentes han asistido al funeral de alguien cercano y en los cuales la presencia de militares y el ruido de las balaceras son frecuentes. Son las colonias donde chicos como Erick Beltrán, el rescatista voluntario de 14 años, o Mario Rafael, el joven que ayudaba a su mamá con el negocio familiar, son asesinados. No todo el país es así, pero hasta en las zonas que logran ocultar esta dinámica, cada tienda, gasolinera, parqueo y colonia es “resguardada” por un vigilante armado y muros con alambre razor. Aún si uno no nace en el centro de la zona de guerra, siempre camina a puntillas en sus fronteras.
En una zona de guerra, la vida no se detiene por la violencia. Nacen niños y niñas, crecen, aprenden de su familia y su ambiente. Sin embargo, en una zona de guerra, aprenden y crecen de una manera muy distinta a la normalidad. Jim Garbarino, psicólogo con más de 20 años de experiencia con victimarios, explica en su libro Listening to Killers (“Escuchando a Asesinos”) que vivir en estos lugares “distorsiona el desarrollo cerebral ya que el miedo crónico y carencias de materiales y de afecto llevan al sobredesarrollo de las partes más primitivas del cerebro y al subdesarrollo de la parte más sofisticada: la corteza, involucrada en funciones cognitivas complejas y de razonamiento”. En una zona de guerra, la prioridad es sobrevivir; el cerebro de sus habitantes se adapta para potenciar al máximo la parte que interpreta las amenazas, haciendo que cualquier señal, una mala cara, un disgusto, se perciba como un peligro eminente.
Según Garbarino, la mayoría de asesinos nace y crece en estas zonas de guerra. El público prefiere condenar y juzgar a estos asesinos que tomaron la decisión “insensata” de matar. Sin embargo, la reprobación pública no ha detenido los homicidios: El Salvador parece estar produciendo más asesinos sin detenerse a preguntar por qué y cómo toman la decisión de matar. La investigación de Garbarino profundiza al respecto y asegura que el lugar en el que nacemos y los estímulos que recibimos durante nuestro desarrollo son factores determinantes en la formación de caracteres, incluidos aquellos de naturaleza violenta y homicida.
En las zonas de guerra, la ley es pegar antes de ser golpeado, pegar primero para alcanzar o mantener un estatus, o al menos un sitio de mayor privilegio dentro de la jerarquía del barrio. Las expresiones de violencia se convierten en imperativos morales que dictan que es preferible morir, antes de ser amenazado o faltado el respeto. Esta mentalidad condiciona a los habitantes de los barrios-zonas de guerra a convivir con la violencia y adoptarla como una reacción normal.
En un barrio zona de guerra la violencia se normaliza y penetra en la mentalidad colectiva de sus habitantes dentro y fuera de sus fronteras. Los titulares de los periódicos muestran tanques de guerra, militares que cubren su rostro, cuerpos desplegados en el pavimento; cada acción como una medida para alcanzar la paz. La estrategia de seguridad del gobierno expande los territorios de guerra. Piensan terminar la violencia con más violencia. Ahora, estas medidas recorren las calles, las colonias, los barrancos y los espacios públicos. Poco a poco, también se entrañan en el tejido social llegando a las escuelas y a los hogares. Pistolas y escopetas en la mesa del comedor, bajo las hamacas y sobre las repisas junto a fotografías familiares. Todo esto en hogares donde ya existen familias altamente estresadas, hiper-alertas y además marcadas por una historia de guerra en El Salvador.
Nuestros asesinos diarios no nacieron asesinos; las experiencias impuestas por sus alrededores en su niñez y adolescencia forjaron sus patrones de comportamiento para “tomar la decisión” de convertirse en uno. Sus cerebros se desarrollaron en respuesta a estos patrones violentos naturalizados en sus barrios o colonias. Heredan patrones de vida, conductas y formas de ser socialmente que nos llevan a perpetuar ciclos de violencia y desigualdad. En estos contextos particulares la mentalidad de zona de guerra no es una simple alternativa a la que un individuo puede optar o rechazar, sino que es un mecanismo necesario para sobrevivir. Es la ley. En El Salvador, la tasa de homicidios, y de asesinos, es reflejo de las dinámicas que producen los barrios zonas de guerra.
Los muertos no desaparecerán con la pena de muerte. Juzgar a menores de edad como si fueran adultos tampoco cambiará las condiciones que forjaron sus mentalidades. Aunque los asesinos son responsables de la sangre derramada, el país, la sociedad, el Estado, las élites son responsables de las condiciones en las que crecieron y por lo tanto también de su transformación ahora. Si seguimos respondiendo a necesidades psicológicas, emocionales, sociales y cognitivas con estrategias militares de choque, haremos de El Salvador una zona de guerra perpetua, generando siempre más asesinos.
*Anne Ruelle trabaja como Asociada de Programas en ConTextos, una organización no gubernamental que realiza el programa transformador de escritura Soy Autor: Escritura para la paz en centros penales con jóvenes en conflicto con la ley. Es licenciada en estudios globales y español. Fue voluntaria del Cuerpo de Paz de 2013 a 2015 en Carolina, San Miguel.