La decisión final de la Sala de lo Constitucional de declarar sin efecto la Ley de Amnistía de 1993 abre una nueva etapa en la historia de El Salvador. Una en la que el blindaje de los perpetradores deja de ser una excusa para esconder crímenes y negar a las víctimas verdad y justicia sobre lo sucedido durante la guerra civil. Una en la que el espíritu de los Acuerdos de Paz, que incluyen el compromiso explícito de esclarecer las violaciones de derechos humanos y no amparar la impunidad, recupera vigencia.
La decisión parecía inevitable —ya en 2012 la Corte Interamericana de Derechos Humanos había declarado la nulidad de la Amnistía salvadoreña— pero no por ello ha sido menos difícil para la Sala. Desde mediados de 2015 sus magistrados decían tener listo un borrador de resolución que permaneció sin firma por las delicadas consecuencias políticas que se le atribuyen y la constante presión partidaria. Esta decisión asustará al estamento militar y a líderes políticos que ya consiguieron intimidar al gobierno de Mauricio Funes y han conseguido mantener atado, en lo relativo a esclarecimiento y memoria, al de Salvador Sánchez Cerén. Esta decisión puede detonar nuevas embestidas contra la independencia de la Corte Suprema.
La reacción de las fuerzas políticas determinará en buena medida el alcance de aplicación inmediata de esta resolución y la crispación o cordura con que la reciba la población. La necesidad de perdón y olvido o el valor y vigencia de la memoria y el derecho a la justicia han sido usadas por los partidos políticos como factor de polarización casi desde la firma de los Acuerdos del 92, y en 2011 un simple rumor de que la Sala planeaba derogar la Ley de Amnistía desató en la Asamblea Legislativa una serie de maniobras para maniatar primero a sus magistrados y después derrocarlos.
Por más de dos décadas la derecha ha repetido el argumento falaz de que la Ley de Amnistía era la piedra angular de la reconciliación de los bandos en conflicto y que sin ella el país se arriesgaba a regresar a la guerra civil. Más recientemente se ha sumado a ese coro lúgubre y amenazante el actual gobierno izquierdista del FMLN. Son, vengan de donde vengan, simples voces de chantaje que anteponen el interés privado de unas decenas de líderes militares y políticos, al derecho de las víctimas y la necesidad de sanación real que tiene la sociedad salvadoreña.
Pero es esencial que, pese a los clamores apocalípticos de quienes defienden la impunidad, a los salvadoreños no nos derrote el miedo en esta nueva etapa.
El derrumbe del muro de la amnistía abre un nuevo horizonte. Es posible ahora romper la camisa de fuerza con la que la generación que hizo la guerra y la empató, la generación que construyó los motivos que llevaron a la guerra, la luchó y pactó su fin, quiso constreñir el futuro de las generaciones posteriores. El Salvador puede y debe replantear su relación con el pasado, su construcción de una verdadera reconciliación, desde la transparencia, la verdad y el reconocimiento de responsabilidades, sin más miedo a la oscuridad.
Es el momento de construir una nueva narrativa de nuestra memoria y del país que queremos. Que teman los torturadores, los asesinos, los que desaparecieron a miles, los que guardan secretos sangrientos, porque ahora puede venir justicia. El resto somos libres de dibujar un nuevo país sin temor.