Durante dos días, los habitantes del municipio de Caluco vieron deambular sin rumbo a familias completas, provenientes del caserío El Castaño, del cantón Plan de Amayo, arrastrando todo lo que se puede cargar en una espalda, buscando alguna pieza de mesón o juntándose en el parque municipal o bajo el techo de la cancha de básquetbol para cubrirse de la lluvia. Hasta que el día 18 de septiembre, la alcaldesa decidió habilitar la cancha como refugio temporal e hizo instalar divisiones de cartón cubiertas de plástico, a modo de cuartos de dos metros de ancho por dos de largo. Esa noche durmieron ahí ocho familias. Luego llegaron tres más y luego más y después llegaron cinco familias de Las Flores, un caserío vecino, que temieron ser alcanzados por la amenaza del Barrio 18. Diez días después, bajo el techo de aquella cancha de básquetbol hay 19 familias, que suman 36 adultos y 33 niños, que se apiñan en la noche bajo paredes de cartón y que durante el día buscan algún trabajo en la gran ciudad.
Para los habitantes de El Castaño, la gran ciudad es Caluco o Izalco, municipios semi rurales donde incluso es posible encontrar algún supermercado. Así que para aquellos que no tuvieron un familiar que les dejara arrimarse en algún rincón, la única opción era acercarse a la sombra de la urbe.
Esa cancha de básquetbol se convirtió hace semana y media en el primer refugio para personas desplazadas por la violencia desde que terminó la guerra civil, en 1992. Eso no significa que las familias de El Castaño sean las primeras personas en tener que abandonar sus casas por amenazas de las pandillas. En los primeros días del mismo mes, 40 familias abandonaron el cantón El Cedro, del municipio de Panchimalco, por amenazas de la Mara Salvatrucha-13. En ese mismo municipio, los habitantes de los cantones y caseríos Azacualpa, Las Crucitas, Los Sosa y San Isidro ya habían pasado antes por la misma experiencia. Solo en 2015, los medios de comunicación consiguieron transmitir en vivo el éxodo de al menos 4 comunidades, urbanas y rurales que quedaron desiertos por temor a ser asesinados por pandilleros. Lo único que tiene de particular el caso de Caluco, es que los refugiados terminaron juntos. Eso y que un funcionario público prestó asistencia a las familias que tuvieron que abandonar sus casas.
En el listado de desarrollo humano municipal, Caluco forma parte del peor tercio: de entre las 262 municipalidades, ocupa el puesto 181. Cuando las Naciones Unidas elaboraron este listado, en 2009, la media de educación de la zona rural –El Castaño incluido- era de menos de cuatro años de estudio; el de acceso a un teléfono era de menos del diez por ciento y el de acceso a Internet era de cero.
La alcaldesa Blanca Orellana previó que aquel refugio temporal podría durar solo un mes, hasta el 18 de octubre; pero a medida que pasan los días y más familias se suman, los pellizcos que tiene que dar al presupuesto municipal para alimentar a esas personas son cada vez más abultados y más difíciles de justificar ante el ministerio de Hacienda. Algunas familias de Caluco se han acercado con algo de azúcar, o con café, o con frijoles, o arroz o alguna gallina. El Fiscal General llegó a escuchar la historia de aquellos despojados y llevó algunos víveres; La Cruz Roja llevó paquetes higiénicos; alguna ONG ha aportado algunas cosas. Pero ningún funcionario del gobierno central ha aparecido o destinado ningún recurso para el albergue.
Las únicas palabras que el director de la policía, Howard Cotto, ha dedicado al asunto fueron estas: 'Hemos encontrado que la gente que sale tiene una amenaza real de grupos de pandillas, pero cuando uno hace un análisis más profundo, nos damos cuenta que un miembro de su familia o la familia en su conjunto tiene relación con un grupo criminal de este tipo… Nunca nadie va a decir que huye porque su hijo es miembro de las pandillas, aunque cuando investigamos y analizamos la situación es así'.
En el albergue hay dos soldados de forma permanente dando seguridad a los refugiados. Están atentos a los recién llegados y llevan un minucioso listado de las familias que viven en el albergue. “Les estamos dando cacería a los pandilleros”, dijo uno de los soldados, con una sonrisa burlona, “a uno de ellos ya lo mandamos a dar cuentas al creador… y solo malas cuentas va a dar, porque era un delincuente”, dijo. Se refería a David Ernesto Mancía, alias El Niño, quien según las autoridades era un pandillero que opuso resistencia el domingo 25 de septiembre.
“Es una lástima –continuó el soldado- que el tal Chimbolo no hiciera ningún mate cuando le caímos, porque ya estaría haciéndole compañía al otro”. Marvin Arnoldo Valencia, alias Chimbolo, fue capturado un día después de que El Niño fuera abatido a tiros por las autoridades y fue presentado como trofeo –con la cara inflamada, moretes en los ojos y la cabeza vendada- en el centro de Caluco, junto a otras 36 personas, a quienes la policía responsabiliza de estar detrás de las amenazas contra El Castaño. Pero nadie volvió al caserío y siguieron llegando más familias al refugio de Caluco.
Las familias refugiadas saben que la amenaza de la que huyen tiene mil cabezas y no basta con atrapar a 36 o a 50 o a 100 pandilleros para hacerla desaparecer. Para echar más leña al fuego, los abogados de los pandilleros dijeron públicamente que el hecho de que sus clientes fueran enviados a prisión se debía a que algunas de las personas que están en el refugio estaban colaborando con la fiscalía. Aquello se leyó –quizá correctamente- como una amenaza y la alcaldesa ve cómo a diario llegan nuevos asustados buscando un techo.
Ante esta crisis, nadie parece tener un plan: la policía –al menos los policías que patrullan el castaño- no se atreve a recomendar a las familias que regresen. De todas formas, en el refugio nadie está pensando en volver. Y la alcaldesa hace sumas y restas para terminar el mes de plazo… si es que solo dura un mes.
Hasta que los abogados hicieran aquella velada amenaza, la alcaldesa insistía en que la gente fuera regresando poco a poco. Incluso alquiló un bus y pidió custodia policial para que la gente fuera a visitar sus casas y a sacar ropa. Y había ofrecido ayudarlos a regresar con camiones municipales pero, desde que los abogados hablaron, parece haber entendido que para esas familias El Castaño ya no es una opción. “No sé, no sé, solo espero en Dios”, contesta cuando se le pregunta qué hará si la situación se prolonga más de lo previsto.
Hasta el 27 de septiembre, la última familia en llegar había sido la de Juan: una esposa y dos hijos cargando toda la ropa posible. Y al refugio le nace otro cuartito de cartón.
La amenaza
El jueves 15 de septiembre, el caserío El Castaño sepultó el cuerpo de Francisco Zepeda Barrientos, un campesino de 64 años que fue asesinado a balazos por su sobrino, dos días antes.
El sobrino de Francisco Zepeda Barrientos se llama Marvin Arnoldo Valencia y en la zona era conocido por su apodo, Chimbolo, y por ser el líder de la célula local de la facción Sureños de la pandilla 18. Chimbolo –relata una familiar del campesino asesinado- llegó a la casa de su víctima acompañado de otros pandilleros y lo mató por la espalda, sin mediar palabra.
Francisco Zepeda Barrientos era el mayor de 14 hermanos, que con sus respectivos hijos y nietos representan buena parte de la población del caserío. En El Castaño, ya sea atados al apellido Barrientos, o al apellido Zepeda, todos son familia en algún grado. Todos. Los que amenazan y los que reciben las amenazas.
No era la primera vez que los pandilleros del Barrio 18 amenazaban o mataban a sus propios familiares de El Castaño: hacía tres años que la pandilla fue consolidando su poder, medrando a la sombra de la tolerancia familiar de tíos, madres, abuelos, primos… hasta que se supo lo suficientemente fuerte para comenzar a dar órdenes. El último deseo de los pandilleros consistía en la prestación obligatoria de servicios de vigilancia. Si tenían teléfonos celulares, los pobladores debían dar aviso a la pandilla de las incursiones de la policía o del ejército, o alertar de cualquier movimiento sospechoso. Para evitarlo, los tíos, madres, abuelos, primos… optaban por no tener teléfonos celulares o por esconderlos. Pero a los Sureños del Barrio 18 no les pareció justo aceptar una excusa por respuesta, y el siguiente paso fue dar un plazo de 24 horas para abandonar el caserío a aquellos que se negaron a ser vigías. Varias familias tuvieron que irse ante el miedo y el silencio de El Castaño. Y eso era la cotidianidad.
Hasta que le tocó el turno a Francisco Zepeda Barrientos, que prefirió no inventar excusas y rechazar de frente la solicitud de los pandilleros. Les dijo que él no era un “poste” de la pandilla y que prefería mantenerse al margen. Como si fuera una opción. Entonces, para demostrar que no bromeaba, Chimbolo fue a la casa de su tío y lo mató a balazos el 13 de septiembre de 2016. Y eso lo cambió todo.
Aquel cadáver tenía 14 hermanos que, locos por el duelo, juraron venganza a los cuatro vientos e hicieron correr el rumor de que se armarían para hacerle frente a la pandilla. El mismo día en que Francisco Zepeda Barrientos fue sepultado, alguien quemó hasta los cimientos la casa de la madre de Chimbolo, convirtiéndola en un escombro sobre el que pareciera haber caído una bomba. Nadie en la comunidad se hace cargo de aquella hazaña y la alcaldesa de Caluco, Blanca Orellana, asegura que fue la policía la que arrasó aquella casa con una enorme fama de guarida de bandidos.
Durante el entierro, los pandilleros llamaron a varias personas a las que dijeron que el Barrio 18 tomaría venganza contra todos los familiares de Francisco Zepeda Barrientos, lo cual equivalía a amenazar a todo El Castaño. Y se desató el pánico. Ese mismo día, algunas familias abandonaron el caserío y el resto se fue al día siguiente.
“Esa noche nos encerramos preguntándonos si era la última noche en que estaríamos juntos. Cuando amaneció sentí una gran alegría. Por eso cuando me fui no sentí ganas de llorar”, dice una mujer que recogió todas sus cosas y huyó del caserío en el que había nacido. Otra mujer que la escuchaba intervino: “yo sí, cuando cerré mi casita y sacamos las cosas, yo sí me puse a llorar”.
El Castaño
El caserío es ahora un pueblo desierto, recorrido solo por unos cerdos famélicos, unos gatos cazadores y unas gallinas nerviosas por las acechanzas a las que los felinos someten a sus polluelos. Calles que son barrizales; cercos de alambre cerrados, perros que enseñan los dientes a quien husmea en los patios vacíos y el silencio de una escuela en la que no hay nadie.
El Castaño queda a unos diez kilómetros de Caluco y está rodeado por una belleza salvaje de árboles enormes que dan la sensación de estar en medio de una jungla profunda. Todas las familias que lo han abandonado vivían de la agricultura y cuando escaparon se acercaba el tiempo de cosechar. Así que las ayoteras están cargadas, igual que las plantaciones de papaya, de yuca y de maíz y, desde el refugio, aquellos campesinos tienen pesadillas con la forma en la que se echará a perder todo su trabajo y toda su inversión.
La familia de Juan, por ejemplo, tiene una milpa lista para cosechar y se debate entre dejarla morir o arriesgar el propio cuero para ir por ella. Si decide arriesgarse, necesita varios días y algún medio de transporte para sacar el maíz de la milpa y llevarlo al pueblo donde piensa venderlo. De cada cosecha, Juan guarda un poco para la alimentación de su familia y vende el resto, para comprar más comida, para suplir otras necesidades y para invertir en la siguiente siembra. Si no puede ir por su maíz, Juan y su familia quedarán, literalmente, sin nada.
A una chica joven la aquejan preocupaciones similares: tiene 28 años y cuatro hijos. La primera la parió cuando tenía solo 14 años. No sabe qué será de ninguno de los dos hombres con los que concibió a sus hijos y ella se hace cargo de su alimentación y su crianza. No conoce el mundo más allá de Caluco, al que solo visita eventualmente para comprar ropa y revenderla en El Castaño, obteniendo algunos centavos de ganancia. Como es mujer, nadie la contrata como ayudante de ninguna tarea agrícola y ella misma siembra de maíz una pequeña parcela de tierra. Una vez tuvo que entregarle a la pandilla los 15 dólares de ganancia que obtuvo de revender ropa. Está en el refugio a cargo de sus cuatro hijos y se pregunta –sin encontrar la respuesta- a quién le venderá ropa ahora que no queda nadie en El Castaño. Ha pensado en refugiarse en Belice, donde tiene familiares, pero se lo impide un hombre que quizá esté muerto: el único acto de responsabilidad que tuvo el padre de su primera hija fue asentarla en la alcaldía con su apellido y, por tanto, la madre debe contar con su autorización para sacarla del país. Pero él ha desaparecido.
Y ellas están en el primer refugio para desplazados por la violencia desde que El Salvador está en paz. Aquí, cuando anochece, todos esperan que algo cambie. Algo. Mañana tal vez. 19 familias apiñadas… Y contando.