Columnas / Política

El miedo —and The Big Lie

Trump crea y propaga el miedo, y el miedo es tortura. Las personas dejan de pensar con calma y su realidad cotidiana colapsa ante las amenazas latentes como las que el presidente de Estados Unidos enarboló en la campaña y su gobierno empieza a mostrar en la acción.

Miércoles, 25 de enero de 2017
Diego Fonseca

El hombre que podría haber protagonizado la más estúpida comedia sobre la presidencia de Estados Unidos protagonizará el más peligroso drama en la vida real. Pero es así: después de amenazar con que nos comería vivos, el zorro naranja se quedó con la llave del corral.

¿Qué pasará con nosotros? Mucho, poco, dudo que nada, pero algo es demasiado cierto: Donald J. Trump ya ganó la batalla del miedo. El presidente de Estados Unidos montó su gulag sin necesidad de poner un ladrillo sobre su muro ni gastar más de un día en la Casa Blanca. Primero, bastó meter el temor bajo la piel para activar la paranoia durante la campaña electoral, mantener la amenaza de decisiones excluyentes y discriminatorias en la transición y lanzar a su secretario de prensa, Sean Spicer, a disputar la verdad con mentiras. Un día sí —y el otro también.

La primera aparición de Spicer ante la prensa y los primeros tuits de Trump son el inicio oficial de The Big Lie. Una gran mentira, aprendimos con los totalitarismos, es una fabricación tan grande que no puede ser otra cosa que verdad. Spicer salió al atrio de la Casa Blanca a ordenar a los periodistas qué publicar y a amenazar con sanciones por difundir hechos que difieran de la versión oficial de la historia. Las diferencias entre cuantas personas asistieron a la jura de Trump —comparadas con los millones movilizados por la Marcha de las Mujeres— parece un hecho banal, pero incluso en tales circunstancias se observa la calidad democrática de un gobierno.

El tono de Spicer fue duro, antipático y agresivo. Como en una administración autoritaria —piensen en Rusia, en las dictaduras, en algunos tiranuelos—, tomó sus papeles y abandonó la sala sin responder una sola pregunta. En otro lugar de la ciudad, ante los agentes de la CIA, su presidente anunciaba que se encontraba librando una guerra contra los medios. Luego entraría a Twitter, primero para cuestionar que miles se movilicen después de una elección —como si la democracia se remitiera a votar y luego irse a casa para que los mandantes hagan cuanto deseen sin dar razones— y luego para asegurar que él respeta el disenso.

El tono de Spicer ha bajado y su disposición a responder preguntas ahora es abierta, pero el fondo del método, no la forma en que se expresa, no ha variado: The Big Lie se renueva día a día y la estrategia del miedo —ambos componentes de los gobiernos autoritarios— permanece incólume. Investigar fraude electoral, la firma para construir un muro con México; congelar las contrataciones y aumentos salariales en el Estado; abrir la posibilidad de que la CIA recupere sus técnicas horrendas de investigación y sus cárceles negras. Cada día inaugura una nueva opción: o mienten o asustan.

El lingüista George Lakoff solía decir que palabras y discursos crean marcos para justificar acciones. El lenguaje crea la realidad, que no vemos sin nominarla, por eso no debemos esperar acciones para reconocer que la verdad será prisionera de la guerra discursiva de Trump por Make America Great Again. Mentira, falsedades y miedo suelen estar asociadas en los gobiernos autoritarios. Cuando la verdad queda por los pisos, nadie sabe muy bien dónde está parado. Los oportunistas con poder suelen aprovechar la incertidumbre para forzar un mundo más a su medida.

El presidente de Estados Unidos crea y propaga el miedo, y el miedo es tortura. Las personas dejan de pensar con calma y su realidad cotidiana colapsa ante las amenazas latentes como las que Trump enarboló en la campaña y su gobierno empieza a mostrar en la acción. El discurso del miedo y la capacidad de destrucción, decía Theodor Adorno, son las fuentes emocionales del fascismo. Trump no precisa levantar muros en la frontera pues su muro de miedo sólo precisa la palabra —el discurso— para hundir sus cimientos. Los muros inmateriales de las miradas, el insulto, la prepotencia —los símbolos— son socialmente más dolorosos pues pasan desapercibidos pero perduran más tiempo en las raíces de la cultura.

La inyección del temor es un arma de la guerra psicológica: debilitado, un adversario puede aceptar lo que antes combatiría. El temor enraizado facilita entonces invertir los términos del contrato social y ya no son necesarios los ataques reales: el buen trato, que antes era la normalidad, será aceptado como un regalo del poderoso hacia el humillado.

La presidencia de Trump no tendrá la tranquilidad de los procesos previsibles. Trump lanza las palabras como monedas al aire —un día funcionan como cara, el otro como cruz—, de modo que dirá lo que precise para mantenerse en el centro, borrando con el codo lo que escribió con la mano y reescribiendo lo que ya borró. El pensamiento trumpiano es una ensalada amorfa de ideas oportunistas donde incluso las afirmaciones más aberrantes están sujetas a negociación.

El uso de las palabras —los “hechos alternativos”, la mentira, las verdades mejoradas— como herramientas de confusión son parte medular del asalto discursivo de Trump a la democracia, un ataque omnímodo y promiscuo. Las palabras jamás son inocentes. El lenguaje actúa como un plebiscito informal, decía Geoffrey Nunber, donde cada palabra nueva implica un voto oral por un punto de vista particular: “grab her by the pussy” y “nasty woman” exhiben una interpretación del mundo y las relaciones. Trump considera a la mitad de Estados Unidos —sus mujeres— un mero depósito de carne. La mujer es subsidiaria. Su propia mujer se ve como un apósito incómodo en su vida.

Ese discurso radical no es casual o extemporáneo: en Estados Unidos los elementos del ecosistema totalitario están presentes de manera creciente. Allí están el tradicionalismo, la omnipresencia de la cultura del miedo, un nacionalismo rácano; el Estado cooptado por Corporate America, derechos civiles y sociales en entredicho; servicios públicos en decadencia, medios bajo control corporativo; un Congreso dispuesto a obviar la ley para justificar a su líder, sindicatos disminuidos; mentiras y manipulación a la luz del día; sexismo, xenofobia y racismo en renacimiento; una obsesión enfermiza por la cultura de la seguridad nacional; la exaltación del hombre fuerte. Las partículas de esa “tormenta de arena”, al decir de Hannah Arendt, han encontrado un catalizador en Donald Trump.

Confrontar el discurso del presidente de Estados Unidos como promotor de la violencia discursiva, presupuesto de la violencia social y política, excede a cada grupo social. Es un imperativo general. Hasta las próximas elecciones legislativas, primer posible peldaño para recuperar mayor racionalidad democrática, la sociedad civil deberá ofrecer una sólida resistencia testimonial. Calles, medios, redes. Organización. Convertir el enojo en movilización política. Una asamblea nacional, activa e inteligente, para superar los años negros de una plutocracia autoritaria y excluyente. La Marcha de las Mujeres —tan ecuménica y deseada que se reiteró en decenas de ciudades de Estados Unidos y el mundo— es una primera muestra. Y que sean las mujeres —al decir de Virginia Woolf, tan distintas del hombre, cuyo género hace la guerra— confronta de buena manera la brutalidad misógina del —ay— Amado Líder del Mundo Libre.

El silencio es una mentira cuando la verdad es sustituida por ese silencio, decía el poeta soviético Yevgeny Yevtushenko. El imperio del miedo precisa de la mentira y de ese silencio, dos territorios conocidos para el Presidente #45. No entremos con docilidad en esa noche.

 

*Diego Fonseca, escritor y periodista argentino. es editor asociado de Etiqueta Negra, dirigió la revista latinoamericana AméricaEconomía, y ha publicado en Gatopardo, El Malpensante, Expansión, El Estado Mental y SoHo, entre otros. Entre sus libros están Hamsters, Crecer a golpes, Hacer la América y Sam no es mi tío.

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