En el artículo anterior consideraba los antecedentes de la guerra con Honduras, desde la perspectiva de los proyectos de reforma y modernización impulsados en las década de 1950 y 60. Esta vez trataré sobre las consecuencias del conflicto para el país. Esta vez abordaré el conflicto en sus diferentes manifestaciones: los problemas económicos, la dimensión social, los problemas limítrofes, el papel de los medios de comunicación y el desenlace. Dejaré para otra entrega el análisis de las consecuencias de la guerra para El Salvador.
El proceso de integración económica regional que se concretó en el Mercado Común Centroamericano (MERCOMUN) fue una iniciativa novedosa. Evitando caer en la tentación de los siempre fallidos y conflictivos intentos de reunificación política, se buscó de crear una zona de libre intercambio comercial articulado a un acelerado proceso de industrialización. La idea era prometedora, pero como sucede siempre que se habla de libre comercio, esto implica poner en competencia economías con diferente grado de desarrollo. Guatemala, El Salvador y Costa Rica tenían una industria más desarrollada y se beneficiaron más. Por el contrario, Honduras y Nicaragua competían en desventaja, pues sus industrias estaban menos desarrolladas. A nivel bilateral, el comercio entre Honduras y El Salvador favorecía claramente al último. Pero este desbalance por sí solo, pudo haber sido manejable.
Por desgracia, había otros problemas adicionales; entre ellos la creciente emigración de salvadoreños hacia Honduras, la cual era provocada principalmente por el acelerado crecimiento de la población en El Salvador: en 1961 tenía 2 510 984 habitantes y diez años después llegaba a 3 549 260. Pero quizá más importante era la creciente dificultad de campesinos y jornaleros para acceder a la tierra. El fenómeno migratorio a Honduras no era nuevo, ni había provocado mayores problemas. Pero en la segunda mitad de la década de 1960, las organizaciones campesinas en Honduras comenzaron a demandar una reforma agraria. Tratando de desviar la atención sobre el problema, los latifundistas hondureños alegaban que antes de intentar una reforma, debía recuperarse la tierra que los salvadoreños ocupaban ilegalmente.
Fue así que en los primeros meses de 1969, en Honduras se fue generando un creciente rechazo a los salvadoreños residentes, que pronto dio lugar a ataques. Debe notarse que las primeras denuncias por esos abusos apuntaban a grupos civiles, luego a los paramilitares de la “Mancha brava” y solo en la cúspide de la escalada del conflicto se acusó al Estado hondureño. Asociado a estos eventos afloró un exaltado discurso nacionalista que desde diferentes espacios se propagó hasta el grueso de la sociedad salvadoreña. Algo parecido sucedió en Honduras. En cuestión de meses, el discurso nacionalista se desarrolló hasta la irracionalidad, anulando cualquier intento de análisis objetivo y sereno de la problemática que enfrentaba a ambos países (Pérez Pineda, 2012).
La vorágine nacionalista — más bien chovinista — arrastró tanto a los dirigentes como a las masas. En ese proceso, en el que terminó imponiéndose la irracionalidad, jugaron un papel muy importante los medios de comunicación, especialmente la radio y la prensa escrita, en tanto que magnificaron los abusos que se cometían y exacerbaron los ánimos de la población.
No debe olvidarse que para entonces Honduras y El Salvador también estaban inmersos en una competencia futbolística, disputando una plaza para un mundial de fútbol. Aunque en algunos estudios se ha minimizado y hasta ridiculizado ese aspecto, no debe desdeñarse el impacto que los deportes de masas tienen en la exacerbación del nacionalismo y las lealtades nacionales.
En el furor de una competencia deportiva, los equipos nacionales encarnan el honor y el orgullo del país al cual representan. Si esto es evidente en una simple competencia deportiva, lógicamente es mucho mayor en un contexto de enfrentamiento entre países como el que se vivía en aquellos años. Es fácil percibir en la prensa que las selecciones de fútbol disputaban mucho más que el pase a un mundial, en el cual, a juzgar por los resultados, cualquiera de ellas que ganase estaba condenada a hacer simplemente el ridículo como realmente sucedió.
A los problemas ya apuntados se añadió una disputa limítrofe no resuelta. Durante el siglo XIX, El Salvador tuvo recurrentes conflictos bélicos con Guatemala y Honduras. La frontera con Guatemala era menos extensa y el poderío guatemalteco, llevó a una temprana delimitación. Por el contrario, la hondureña era extensa y nunca se tuvo los recursos ni la voluntad para solucionar el tema. En el marco de una creciente conflictividad, la cuestión limítrofe adquirió nuevas connotaciones, exaltadas por el creciente discurso nacionalista que fluía en ambos lados.
Cuando de los abusos se pasó a los asesinatos y la expulsión masiva de salvadoreños, era difícil manejar el conflicto razonablemente. Ciertamente El Salvador acudió a la Organización de Estados Americanos (OEA), pero ya en el país sonaban tambores de guerra. Ante la “amenaza” real, pero magnificada, que se cernía sobre el país, el nacionalismo vino a ser el cemento que cohesionó al país en torno al gobierno y el ejército, naturalmente llamado a convertirse en defensor de la nación. Esa unidad se construyó por encima de las diferencias políticas, sociales o económicas que atravesaban el cuerpo social. En esos momentos se imponía la solidaridad forjada en torno a la lealtad nacional; todos los salvadoreños eran hermanos.
Es muy significativo el hecho de que en las incursiones aéreas contra objetivos hondureños hayan participado civiles salvadoreños que pilotearon, por su cuenta y riesgo, catorce avionetas Cessna de su propiedad, los cuales bombardearon poblados hondureños cercanos a la frontera. Esta era una forma de decir, ricos y pobres estamos dispuestos a arriesgar la vida en defensa del país; claro, los pobres no iban en avión, sino a pie. Es plausible afirmar que esa ha sido la única guerra nacional que el país ha tenido.
Por supuesto ese nacionalismo se manifestó de diferentes maneras, desde los comunicados oficiales, los discursos e imágenes propalados por los medios de comunicación, hasta los chistes y epítetos con que los sectores populares ridiculizaban y calificaban a los hondureños. Pero en todo caso, se dejó por fuera el análisis; situación lógica, dado que en tales circunstancias predomina más lo emotivo que lo racional. Un gol anotado a la selección contraria, la imagen de una familia salvadoreña expulsada, o la de un soldado que marcha al frente de batalla, o el himno nacional cantado por una multitud, eran solo variantes — todas efectivas — de un mega discurso que buscaba cohesionar a la sociedad para enfrentar al enemigo de la patria. A tal grado llegó la exaltación nacionalista que incluso la izquierda se plegó a la defensa nacional.
No es muy arriesgado afirmar que el siguiente extracto del discurso que dio el presidente Fidel Sánchez Hernández al inicio de las acciones militares contra Honduras, recogía el sentir de muchos salvadoreños:
“Durante varias semanas hemos soportado, con creciente indignación, actos contrarios al derecho de gentes, como son: atropellos en vidas y bienes de miles de salvadoreños residentes en Honduras, asesinatos, violaciones, incendios, saqueos y vejámenes de toda clase… El éxodo de salvadoreños continúa y suma hasta hoy más de diecisiete mil personas [...] No se puede transar con el honor de la República. Ninguna nación que valore su propia dignidad, puede permitir que impunemente se violen sus fronteras y se masacre a sus hijos”. (En Castrillo, 2001: 504)
El Salvador incursionó en territorio hondureño con un discutible plan de ataque; en términos diplomáticos, pasó de ser un Estado agredido a uno agresor, lo cual obviamente favoreció a Honduras. En los primeros días las fuerzas salvadoreñas llevaron la iniciativa, pero es evidente que pronto se estancaron. Es evidente que el ejército salvadoreño no estaba preparado para una campaña militar prolongada en un territorio como el hondureño. La OEA mandó un alto al fuego que paró el enfrentamiento militar.
La exaltación nacionalista se mantuvo aún después de que la OEA logró el cese al fuego. Pocas veces el país ha vivido tal comunión de sentimientos como la que se dio con ocasión del llamado “desfile de la victoria”, cuando se recibió a las tropas que habían combatido en Honduras. No es de extrañar entonces, que se decidiera cambiar el nombre de una de las principales calles de la ciudad. El boulevard “Juan Lindo”, nominado así en honor de uno de los presidentes de El Salvador en el siglo XIX, de origen hondureño por cierto, pasó a llamarse “Bulevar de los héroes” y en él se montó un discreto monumento que aún permanece.
Igualmente es necesario señalar el apoyo y reconocimiento que ganó el Ejército, que fue visto como el defensor de la soberanía nacional, reconocimiento que también fue capitalizado —por lo menos en el corto plazo— por el partido en el gobierno PCN. A pesar de las denuncias de fraude que hizo la oposición en las elecciones presidenciales de 1972, es evidente que para entonces el PCN aún contaba con el apoyo de buena parte de la población, especialmente entre los campesinos afiliados a ORDEN.
Sin embargo, el fervor nacionalista no podía ocultar por mucho tiempo los problemas del país, agravados por el esfuerzo bélico. La pérdida del mercado hondureño, la expulsión de miles de salvadoreños —la mayoría campesinos— que volvían a un país en el que la tierra era cada vez más escasa, y el quiebre del MERCOMUN pusieron en jaque al proyecto de desarrollo que se venía impulsando desde la década de 1950. Aunque en los medios oficiales se insistió en presentar la guerra como una victoria para El Salvador, rápidamente se hizo evidente que más bien había sido el gran perdedor.
Sobre esto tratará la siguiente entrega.