La primera vez que visité la colonia 22 de Abril fue en 2018. Aquel día me acompañaban dos colegas extranjeros y un pastor evangélico. Íbamos encomendados al gran poder divino y, a nivel más terrenal, a un acuerdo que habían obtenido las iglesias cristianas de la zona para que “los muchachos” permitieran la realización de un culto en la cancha de fútbol de la comunidad.
“Los muchachos”, sobra decirlo, eran los pandilleros de la Mara Salvatrucha-13 que controlaban con puño de hierro la vida diaria de los habitantes de La 22.
Apenas habíamos subido la cuesta de entrada cuando aparecieron los primeros homeboys, patrullando, malencarados y visiblemente armados: algunos habían procurado que las pistolas en sus cinturones quedaran expuestas, y otro simplemente no podía ocultar el fusil M-16 que llevaba a cuestas. Merodearon la cancha durante todo el culto y, al terminar, tres muchachos, igual de malencarados que los primeros, nos escoltaron al vehículo sin quitarnos ojo hasta que salimos de la colonia. Nos quedó claro, en toda su extensión, el verbo controlar.
No quedé convidado a volver, desde luego. Hasta el miércoles 30 de marzo de 2022, cuatro días después de que el presidente Nayib Bukele ordenara a sus diputados establecer un Régimen de Excepción como respuesta a la salvaje jornada de asesinatos del fin de semana anterior.
Esta vez no había “muchachos” paseándose por la comunidad empistolados o enfusilados, pavoneando su poder por las callejuelas de adoquín, sino retenes militares en todos los puntos de acceso y una febril actividad de fuerzas especiales de la Policía, que entraban y salían a todo trapo, armados hasta los dientes. Según el soldado que nos permitió el paso en uno de los retenes militares de entrada, los pandilleros pusieron pies en polvorosa en cuando vieron venir la situación, y aquellos que se quedaron a ver qué pasaba, ya formaban parte de las cerca de 1,800 personas detenidas de las que presumía el Gobierno en ese momento, acusados todos de ser pandilleros o colaboradores de pandilleros.
Y viéndola así, con la luz del medio día, con tanta vida explotando en su calle principal, con aquellos chicos saliendo de la escuela a borbotones, sus kioscos de madera vendiendo verduras y la fragancia de tanto almuerzo en cocción flotando en el aire, La 22 parece escapársele a su propia sombra. Hasta que un convoy de fuerzas especiales de la Policía, fusiles en ristre, pasa rugiendo motores y rompiendo el encanto. Acaban de hacer su jornada de patrullaje sin mayores novedades: ya se capturó al que se capturó y ya se encontró lo que se encontró. Así que bajan por la calle Dr. Carlos Herrera y salen volando por el bulevard del Ejército hacia su nueva misión.
Nadie es particularmente platicador con unos periodistas que buscan sacarle conversación a cualquiera que se deje. Un señor apilaba unos gigantescos sacos llenos de plásticos para reciclaje y sus respuestas fueron monosílabos. ¿Y qué le parece esta medida? “Mmmm bien, bien”, ¿Y cree que las cosas ahora sí van a cambiar? “Mmmm… primero Dios”. ¿Y cree que va a ser diferente a cuando las autoridades hicieron el Plan Mano Dura y el Súper Mano Dura? “Es lo que uno no sabe”. ¿Y qué le parece este presidente? “Bien, bien. Es que él sí está haciendo cosas”. Cada respuesta pronunciada con el anhelo de que se acabara la charla y nos largáramos. Nos largamos.
O la señora de 68 años, que ha criado sola a su nieto de 11. Ella trabajó desde que era una niña de 13 años, haciendo chorizos en distintos puestos del Mercado Central, donde vio pasar su vida entera, hasta que se hizo mayor y le explicaron que ya no necesitaban el trabajo achacoso de una anciana y la echaron. Así que hoy, cada vez que reúne fuerzas, sale a caminar unos kilómetros, hasta la colonia Sierra Morena, patrullando las calles en busca de botellas plásticas que va recolectando hasta tener suficientes para vender a las recicladoras. Saca al mes unos 60 dólares para sobrevivir y mantener a su nieto estudiando. Y así viven, renqueando para llegar a fin de mes, ayudados por la caridad ajena. ¿De normal es muy complicado vivir aquí? “Mmm… no. Aquí es tranquilo, allá arriba dicen que es peligroso”. ¿Y los muchachos no se meten con ustedes? “No. Como él (el nieto) no sale: se viene de la escuela a la casa y aquí pasa encerrado haciendo deberes”. ¿Nunca han tenido problemas? “No. Ellos ahí pasan, media vez uno no se meta con ellos, ellos no se meten con uno”. ¿Qué le parecen las medidas que ha tomado el presidente? “Este presidente es distinto, él nos mandó víveres y eso nunca se había visto”. Respondía con la puerta a medio cerrar, echando miradas a los lados y se despidió con un “Mejor no vaya a poner mi nombre”.
El presidente parece tener aquí simpatías unánimes. De hecho, hace casi tres años, Bukele arrasó en el centro de votación que se instaló en la escuela de la comunidad durante las elecciones que lo llevaron al poder: obtuvo 1,598 votos, contra los 780 obtenidos por los otros 6 partidos juntos.
Dos mujeres policías piden a un compañero que les saque una foto para recordar que estuvieron en la 22 de Abril juntas. Se abrazan y un policía enorme las apunta primero con el celular de una y luego con el de la otra. Quizá están sonriendo, pero es difícil de decir, porque las dos llevan pasamontañas.
* * *
Contigua a La 22, está la colonia Florencia, y cuando la recorríamos con la cadencia de los turistas, bajaba por una callejuela un pelotón de policías de la Unidad de Mantenimiento del Orden (UMO), en fila india. Un dron de la Policía sobrevolaba la comunidad.
El oficial al mando del grupo de policías de la UMO ni siquiera escuchó la pregunta que hicimos y nos respondió con otra: “¿Y ustedes andan solos caminando por aquí?”. “Sí, andamos nosotros solos, pero entendemos que ustedes tienen controlada la situación”. “No, no, aquí uno no se puede confiar, y nosotros ya vamos de salida, ustedes no pueden quedar solos aquí”, “¿O sea que todavía quedan pandilleros por…? “Aaaah, esta zona… ¿dónde dejaron el carro?” Y le dijimos que en la 22 de Abril. Puso cara de que éramos los sujetos más tontos con los que se había topado y agregó mientras bajaba casi al trote una calle empinada: “yo se los digo por su propia seguridad, deberían retirarse ya, no los estoy echando, lo digo por su bien”. Y el resto de sus agentes cuchicheaban lo tontos que éramos y lo lejos que estaba nuestro carro. Uno hizo el amago de acompañarnos, pero no encontró eco entre sus colegas, así que se subieron a sus pickups y se fueron.
Hacía 5 minutos habíamos pasado por esas mismas calles, de bajada, admirados de la forma en la que se impone la seguridad y se hace retroceder a la MS-13 de la noche a la mañana. Luego huíamos por las mismas calles, de subida, jadeando y con la sensación de estar caminando por el interior de una trampa.
* * *
En plena crisis de asesinatos, durante el sábado 26 de marzo, el Gobierno lanzó operativos exclusivamente dirigidos a zonas controladas por la Mara Salvatrucha-13 y el día de nuestro recorrido eso no había cambiado: ni un solo soldado, ni un policía en los alrededores de las colonias Las Palmas, La Dina, IVU, Peralta o La Chacra, controladas por alguna de las facciones del Barrio 18. Así que decidimos verificar el que tal vez sea el territorio más icónico de “los números”, inmortalizado en el documental La Vida Loca, dirigido por el cineasta Christian Poveda, que fue posteriormente asesinado por uno de los protagonistas de su película. Luego de que la pandilla 18 se fracturara en dos facciones –Sureños y Revolucionarios– La Campanera quedó sometida al yugo del Barrio 18 Sureños.
Un retén custodiado exclusivamente por soldados, con unas alambradas de púas y unos conos para conducir el flujo vehicular estaba instalado a la entrada. Nada más. El retén militar ni siquiera era nuevo. Según un habitante del lugar tienen ahí más de un año.
Detienen vehículos –no todos los vehículos–, les piden abrir la cajuela, revisan de forma más o menos diligente; escudriñan alguna mochila, hacen alguna pregunta. Agustín es un soldado amable, veterano de la guerra civil, a la que entró siendo un muchacho de 18 años para incorporarse al temible Batallón Atlacatl. “Prefería pelear en la guerra, porque al menos los otros andaban uniformados y nos agarrábamos a topar de frente. Ahora no, ahora uno no sabe quién es quien”, dice bajo su casco, sosteniendo un M-16. Se llama Agustín y se siente bien protegido por el presidente Bukele, porque antes, cree, si mataba a un pandillero en un enfrentamiento, terminaría refundido en la cárcel. En cambio ahora el presidente les ha dado “protección”.
“La gente nos pide que no nos vayamos de aquí. Incluso una señora que es mamá de un marero, eso yo no lo había oído antes, nos dijo que si teníamos que matar a su hijo que lo matáramos, imagínese”. Imagínese.
Si uno desciende por la calle principal de La Campanera llega hasta el punto de buses de la ruta 49. Por ahí no patrullaba un solo soldado, ni un solo policía. Un grupo de muchachos que se juntaba en una esquina interrumpió su conversación y persiguió con la vista nuestro carro, hasta que decidimos volver al amparo del retén militar.
Justo a la entrada de la colonia una mujer de 43 años tiene un puesto de venta: sobre una mesa se acumulan paraguas, toallas femeninas, jabones, champús… Es una mujer orgullosa de haber vivido su vida entera en La Campanera, mucho antes de que alguna pandilla reclamara aquel territorio, antes incluso de que se construyeran todas las colonias aledañas. Ha criado sola a tres hijos y a los tres les dio un bachillerato, a los tres iba a traerlos y a dejarlos a la escuela cada día. Ahora estudian en la universidad y tienen además sus pequeños negocios en la comunidad. La clave, dice, para sobrevivir una vida entera en este lugar es no ver a los lados: “17 años tengo de vivir en esa casa –la señala con la boca–. Pregúnteme cómo se llaman mis vecinos, o si llegan o si salen. No sé, ni me importa”.
Uno de los soldados del retén no nos quita ojo de encima e identificó el acento español de uno de los colegas con los que hicimos aquel recorrido y se me acercó con sigilo: “Mire, yo peleé en Irak y déjeme decirle algo, sin faltarle el respeto, va: ¡los soldados españoles son culeros! Solo llegaban en blindados. Uno iba a pie, y cuando había que topar a esos árabes, los topábamos”, y busca una foto en su teléfono, donde aparece con su unidad enviada como apoyo a la invasión estadounidense de 2003. Él es menos entusiasta con las nuevas medidas y fue la única persona en nuestro reporteo que se lanzó a despotricar contra el Gobierno y contra sus jefes: “Nos dicen: sólo queremos MS y, para mí, ¡delincuente es delincuente!”, y no paró, ni siquiera hubo que hacerle preguntas: “todos los gobiernos les han dado cosas a las maras y este Gobierno también, por eso es que cuando no se les da lo que quieren es que pasan estas cosas. Ya va a ver que en unos días todo va a seguir igual. Si nos vamos de aquí a la gente que nos vende comida capaz la matan”. Y se le quedó la cara ruda, como si estuviera a punto de topar a un árabe en Irak.
El tiempo le daría gusto, o se encargaría de desmentir sus ideas, según se mire: al día siguiente de nuestra charla, la cuenta de la Policía publicó una fotografía de seis hombres jóvenes, cuatro de ellos con tatuajes alusivos al Barrio 18, y lo acompañó de un mensaje: “Capturamos a 6 terroristas en flagrancia, entre ellos un palabrero, mientras se encontraban al interior de una casa destroyer, en La Campanera, Soyapango, donde se planificaban crímenes”.
* * *
Un amabilísimo subteniente del Ejército, de 24 años, recién graduado de la Escuela Militar y con frenillos en los dientes, nos informa que sus superiores le respondieron que no nos autorizan a hacer fotografías al interior de la comunidad Iberia, ni a acompañarlos en sus patrullajes.
“Es que se nos informó que un medio no afín a la Fuerza Armada, creo que era El Diario de Hoy, publicó unas fotos de unos soldados registrando niños y las presentó como algo malo, entonces, por el estado de excepción no permiten tomar fotos”. El Régimen de Excepción aprobado por la Asamblea Legislativa no dice absolutamente nada al respecto, pero no andan las cosas como para estar forcejeando con los soldados. Unos días antes, un fotoperiodista de El Diario de Hoy fue obligado a arrodillarse, mientras unos soldados le borraban las fotos de su cámara.
Sin embargo, el joven oficial se ofreció a protegernos mientras nos comíamos unas pupusas y nos pareció un plan interesante, por poco usual: un aperitivo de media tarde, en medio de La Iberia, charlando con un militar. Así que se montó un pequeño operativo, con dos soldados apostados a ambos lados de la calle, mientras comíamos pupusas y platicábamos con el subteniente. Los carros pasaban, bajaban la velocidad y las ventanas, saludaban a los soldados con su mejor cara y seguían su camino.
“El palabrero de aquí ya lo agarramos y los demás se han ido de la colonia”, nos informó. ¿No tienen huevos de enfrentarse con ustedes? Preguntamos, y aquel muchacho nos regaló su enorme sonrisa y buscó la mirada cómplice de sus subalternos: “No, no tienen”, nos dijo y nos escoltó a nuestro vehículo.