En El Salvador la política es un trabajo de alto riesgo, en especial para las mujeres. La violencia, la misoginia, el desprecio, las amenazas y malos tratos describen la cotidianeidad en la que las mujeres se involucran en la política. Pese a ser uno de los primeros países en aprobar una Ley que tipificó la violencia política, la legislación sigue siendo insuficiente para dar cuenta y sancionar estos hechos de violencia que son vistos como algo cotidiano en la carrera política.
Son las “malqueridas”, las “tóxicas”, las “incompetentes”, las “perras” o las “intrusas”. Llegan a sus cargos “por rostro”, “por amoríos”, siempre con ellos y por ellos. Les desean el cáncer, el sufrimiento, la muerte violenta (para que “amanezcan en las bolsas negras”). Así entran a la política las mujeres salvadoreñas y ese destino se merecen, en palabras de algunos hombres, por atreverse a ser intrusas en su mundo. Es por ello que las mujeres en política no denuncian la gravedad de la violencia que viven en el mundo masculinizado.
Resulta paradójico este nivel de violencia en uno de los primeros países en la región en adoptar una ley encaminada a proteger a las mujeres de la violencia y el acoso en distintos ámbitos, incluyendo en la política. La Ley especial integral para una vida libre de violencia para las mujeres (LEIV) de 2011 reconoció la violencia que enfrentan las mujeres en el ejercicio de sus derechos políticos al señalar que la burla, el descrédito, la degradación o el aislamiento de las mujeres en espacios de participación política o ciudadana son expresiones de violencia de género. En 2022, las mujeres ocupan tan solo un tercio de los espacios en la Asamblea Legislativa y apenas 29 de las 262 alcaldías.
La LEIV fue modificada ya en varias ocasiones para reconocer las distintas formas de violencia y fortalecer los mecanismos de atención y sanción. Aún así, frente a la violencia política, la Ley resulta débil y, en consecuencia, poco efectiva. Al compararla con los estándares establecidos por la Ley Modelo Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en la Vida Política, elaborada por el Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará, y frente a las experiencias de otros países de la región, la normativa salvadoreña resulta deficiente en cinco rubros: en la conceptualización limitada que hace de la violencia, la ausencia de mecanismos de protección para las víctimas, las sanciones débiles, la ausencia de medios de reparación y la inexistencia de registros sobre las denuncias.
La definición de violencia política tipificada en la LEIV es amplia, pero no estipula un catálogo de conductas que son fundamentales para facilitar la identificación no solo de los hechos específicos que son considerados como tales, sino también de los ámbitos en los que la violencia ocurre. La ausencia de sanciones fuertes —en particular, la inelegibilidad de las personas responsables por los actos de violencia— no genera el efecto disuasorio para que se deje de violentar a las mujeres. La inexistencia de los medios de reparación a las víctimas, a su vez, impide la protección y restauración de los derechos de las mujeres afectadas por la violencia.
Otra de las carencias de la legislación y práctica salvadoreña frente a la violencia contra las mujeres políticas es la ausencia de bases de datos de las denuncias presentadas. En el estudio realizado a nivel global por la Unión Interparlamentaria en 2016 se señala que ocho de cada 10 mujeres legisladoras en el mundo han enfrentado algún tipo de violencia en el ejercicio del cargo; una cuarta parte ha sufrido violencia física; una quinta parte violencia sexual; y cuatro de cada diez han recibido amenazas de muerte, violación o secuestro. Estos datos, a la par de los niveles de violencia feminicida (132 casos), sexual (3284 casos), física (7453) y doméstica (1310 casos), reportados tan solo en 2021 por el Observatorio de Violencia Contra las Mujeres de la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (ORMUSA), hacen pensar que la experiencia nacional no está muy lejana de lo relatado por las mujeres políticas del resto del mundo.
Esto es un hecho grave. Los actos de violencia política contra las mujeres deben dejar de ser quejas de “las tóxicas” e “intrusas” que no saben lidiar con la dinámica del ejercicio del poder. El primer paso es nombrar las cosas por su nombre para que así sean debidamente identificadas, visibilizadas y atendidas. Al no contar con los datos, la violencia omnipresente se desdibuja y queda como una anécdota para los medios o una advertencia que las mujeres comparten en privado para prevenir y protegerse unas a las otras. Peor aún, un Estado que desconoce la dimensión del problema que enfrenta actúa a ciegas y no es capaz de atenderlo e, incluso, se podría pensar que esa ceguera selectiva ante la violencia que enfrentan las mujeres en la política simplemente refleja el desinterés y falta de voluntad política para atender de manera efectiva este fenómeno.
Las debilidades en estos cinco rubros no permiten la articulación de un sistema de atención efectivo, pues la actuación de las autoridades —aunque depende, en gran medida, de la voluntad política— no puede darse más allá del marco normativo existente. La legislación salvadoreña no cumple con los estándares de la Ley Modelo y tampoco es una de las más robustas en la región. La superan países como Bolivia, Ecuador, Panamá y México con los marcos normativos más robustos e innovadores. Aún así, la debilidad de la ley salvadoreña frente a la violencia política no es, en este momento, la mayor preocupación, pues las intenciones de revocarla, manifestadas por las diputadas oficialistas, ponen en peligro la mera existencia del reconocimiento estatal y de un sistema que pretende atender la violencia feminicida, sexual, física, intrafamiliar, laboral y otras que cotidianamente enfrentan las mujeres.
¿Qué hacer ante un panorama tan desolador? Primero, evidenciar. Evidenciar la dimensión del fenómeno de la violencia que viven las mujeres, tanto en la política como en otros ámbitos. Evidenciar los logros y las fallas del sistema, las deficiencias normativas y las prácticas positivas identificadas. Evidenciar a quienes —desde los distintos ámbitos del poder— pretenden debilitar los mecanismos existentes. Segundo, actuar. Actuar en contra de la violencia, rechazándola siempre y en todos los ámbitos. Cuando se violenta a una mujer se violenta a todas, porque detrás de la violencia contra las mujeres está la negación de los derechos, de las capacidades y de la ciudadanía de las mujeres. Ante eso, nadie debe callar.Tercero, recordar que la violencia contra las mujeres en la política es parte de la violencia estructural que atraviesa todos los ámbitos de la vida de nuestras comunidades y que está estrechamente vinculada con las desigualdades y las jerarquías de género persistentes.
Si queremos erradicar la violencia, debemos luchar por la igualdad entre los hombres y las mujeres en todos los ámbitos, y hacerlo a través de las leyes y las políticas públicas encaminadas a atender este problema. Solo así lograremos construir una democracia incluyente, igualitaria y paritaria.
*Karolina Gilas es doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Maestra en Ciencias Políticas por la Universidad de Szczecin, Polonia. Forma parte del Equipo de Investigación del Observatorio de Reformas Políticas de América Latina (reformaspoliticas.org) y de la RedDePolitólogas - #NoSinMujeres. Puedes seguirla en Twitter como @KarolinaGilas y en @ReformasLATAM, o en Facebook: https://www.facebook.com/karolina.gilas