Columnas / Desigualdad

Soy un hombre bisexual, no invisible

Los hombres bi existimos. Vivir abiertamente como tal no es resignarse a sufrir.
Oliver de Ros
Oliver de Ros

Viernes, 24 de junio de 2022
Roman Gressier

Los hombres bisexuales existimos. Decirlo en voz alta en una Centroamérica hundida en crisis no es mirarse el ombligo. Los autoritarismos que censuran lo que se habla en público, los machismos que violentan a las mujeres con impunidad y los fanatismos que premian las doctrinas por encima de la ciencia son todas fibras en una cuerda que además ahorca la sexualidad de hombres que, a lo profundo, saben que no encajan ni como hetero ni como gay.

Ser bisexual no es un paso disfrazado en el camino hacia la homosexualidad. No solo implica atracción hacia hombres y mujeres en un sentido binario, sino atracción hacia lo parecido, en términos de género, y lo distinto. No significa sentir atracciones de la misma intensidad a distintos géneros. Tampoco hay una forma prescrita de serlo; es un espectro de identidades que nada tiene que ver con tu historial sexual o romántico.

Vivir abiertamente como hombre bi me ha acostumbrado rápido a ser, casi sin excepción, el único ejemplo físico de mi entorno. Me sobran los dedos de una mano al enumerar a todos los hombres que he conocido en mis 27 años —incluyendo tres de identificarme como tal— que también se describen así. Por pura internet sé que somos muchos más, esparcidos en rincones.

También es cierto que las etiquetas de sexualidad no siempre se alinean con los comportamientos o los deseos, no siempre tan escondidos. Es entendible; un hombre atraído por varios géneros es tan común y corriente como lo es tabú. Es algo que atravieso todos los días. Pero no tengo que estirar la mente para pensar en hombres que cuando fluyen las cervezas empiezan a besar a sus amigos y se justifican diciendo que “solo estamos jugando”. O hombres gays que, como me dijo hace tiempo un amigo que me ha autorizado a compartirlo, sienten atracción por ciertas mujeres pero que no lo exploran, entre otros factores, “por presiones de mis amigos gays”.

A cada quien el derecho a identificarse, pero en esa ecuación a menudo faltan conocimiento y libertad. Me pasó a mí también. Pero ahora que me identifico como hombre bi, hacerlo no solo causa malestar entre personas heterosexuales y homosexuales, incluso me ha estorbado en cuestiones tan cotidianas e importantes como la de encontrar un doctor por temor a ser juzgado o que se me niegue atención médica. Gente incluso me ha llegado a decir, sin pestañear, que no existimos o que ello está sujeto a debate científico.

Hay poco escrito específicamente sobre personas bi en Centroamérica, aunque organizaciones como Visibles, en Guatemala, han publicado valiosas estadísticas y testimonios que analizan la bisexualidad. Los mejores estudios, en su mayoría de Estados Unidos o del Reino Unido, sugieren que aunque ser bi es la sexualidad más común en el abecedario diverso, solo una en cinco personas lo ha divulgado a “la mayoría” de las personas importantes en su vida. Los hombres componen solo un cuarto de la gente abiertamente bi, lo cual parece otorgarnos el “premio” de los más escondidos entre gente invisibilizada. Vaya orgullo.

Esa invisibilidad, vivida tanto dentro como fuera del abecedario, censura a muchos y nos empuja a mantenernos en las sombras, a no informarnos sobre salud sexual, a sufrir en silencio. Si bien las presiones de vivir en el clóset afectan la salud mental de todas las personas con orientaciones sexuales disidentes, hay evidencia empírica de que el estigma y la discriminación contra las personas bi ha contribuido a que registremos índices más altos de problemas de salud mental y sexual y abuso de sustancias, en comparación con hombres gays y mujeres lesbianas. También aplica para la violencia por pareja íntima.

En sociedades como las de Costa Rica, México y Estados Unidos se ha estudiado la bisexualidad masculina, pero principalmente a partir del brote de la epidemia de VIH/SIDA a principios de los años 80, cuando los hombres bi eran satanizados por las personas heterosexuales y comúnmente excluidos por los hombres gays. Se desató un pánico que tildó sin distinciones a todos los hombres bi de egoístas, deshonestos, insaciables y asquerosos, además de ‘puente’ de enfermedad entre gays y “mujeres de bien”.

“Las mujeres heterosexuales van a enterarse de cosas poco agradables sobre algunos hombres”, dijo al New York Times en 1987 la presidenta de la Asociación Estadounidense de Educadores Sexuales, Consejeros y Terapeutas. Tras incluir que ellas también podrían contraer VIH por otras vías, en particular por jeringas compartidas con sus parejas heterosexuales, el periodista agregó: “Aun así, el miedo a los bisexuales ha perdurado, dejando a las mujeres la tarea de husmear en el historial sexual de los hombres”.

Este mismo estigma y miedo a ser “descubierto”, los autoritarismos religiosos los suelen presentar en forma de doctrina inamovible. Crecí en una comunidad mormona que me enseñó que el amor o el sexo entre hombres era el peor de los pecados —aparte, tal vez, de negar a Dios o de matar—, porque impide llegar al renglón más alto del cielo, reservado para matrimonios heterosexuales. Para mí el término bisexual no existía; desde la pubertad simplemente pensaba que, aunque me arrepintiera —en un sentido religioso— de no sentirme atraído solo por mujeres, estaba manchado.

Afortunadamente, tuve el privilegio de refugiarme en Nueva York mientras como adulto mantuve, por años, un pie en la iglesia. De la mano de mujeres bi y lesbianas —en su mayoría mujeres de color— me asomé a un nuevo horizonte en el que, para empezar, no me había “manchado” de nada. Ellas me cuidaron y me invitaron a cuestionar y a crecer. En abril de 2019 le escribí a la más cercana entre ellas, inquieto como Harry Potter sentado debajo del sombrero seleccionador, que “yo también soy cuir” (no heterosexual). No estaba listo en ese momento para asumirlo en todos mis contextos. Más de tres años después, acá estoy diciendo “Hola, soy bi”.

Reconocerlo incluso me ha ofrecido como hombre un grado de libertad. La activista bi Shiri Eisner explica que “a menudo los hombres están atrapados en estructuras muy rígidas que los califican en sus roles de opresor, pero que también los lastiman. Deben mutilar emociones y comportamientos para encajar”. Ella propone que la letra B “permite a los hombres alejarse de la masculinidad como fuerza dominante y revaluar estos requisitos impuestos por la sociedad”.

A Eisner la escuché por primera vez un año después de que empecé a decirle a la mayoría de mis amigos y familiares, además de algunos colegas, que soy bi. Volver a escucharla ahora me hace repensar si ahora que he roto con el binario “hetero versus gay” hay otros elementos de mí que están ahí por inercia. He de admitir que a pesar de la libertad que me ha dado reconocerme como hombre bi, cada día me cuesta dejar de lado comportamientos de “hombría” o de heteronorma que antes me protegían de los peligros de lucir cuir —aunque para ello no hay una única forma o estética— en público.

Sería un vacío no reconocer que el color de mi piel y mi nacionalidad franco-estadounidense influyen en mi experiencia como hombre bi. Si en Centroamérica me topo de noche con la Policía o el Ejército mientras llevo mis uñas pintadas, primero me ven de extranjero, blanquito, chele o canche, un hippie; a esos no hay que tocarlos. Ser “una aberración sexual”, como comúnmente se refieren a las personas LGBTI, viene en segundo lugar.

También pecaría de omisión agravada si no admitiera que me incomodé mucho cuando supe que, mientras intentaba sin éxitos conseguir un permiso de trabajo el año pasado en El Salvador, alguien me pinchó el celular al menos cuatro veces con la herramienta de espionaje Pegasus y tuvo acceso a mi intimidad. Pensé en la posibilidad de que mi orientación se convirtiera en un arma en mi contra.

Los hombres bi existimos. Punto. Y con este texto, cualquiera que busque mi nombre en internet encontrará mi orientación en los resultados. Me da ansiedad, pero me emociona también la esperanza de, tal vez, abrirle el camino a alguien más. A aquellos con atracciones múltiples que se estén debatiendo la autocensura perpetua, puedo decirles que vivir abiertamente no es resignarse a sufrir. Significa reordenar nuestros rincones del mundo para rodearnos de personas que nos quieren por quienes somos, no por quienes las culturas hetero o gay —ambas obsesionadas con nuestro actuar— quieren que seamos. Nuestra existencia es una digna de orgullo.


*Roman Gressier es periodista franco-estadounidense y trabaja en El Faro desde 2019.

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