2008. Marsella, Francia. Mundial de Fútbol Playa. Saúl Blanco entró de cambio cuando el partido estaba empatado a uno. Apareció como un trueno, imprevisible. Aquel muchacho de 23 años era él solo un tropel. Casi sin ángulo, mientras derrapaba por la arena para librarse de la arremetida del defensa portugués, Saúl pateó un bombazo y la pelota entró en el arco luso para inflamarle la red. Gol. Gol, por dios, que se dice fácil, pero en El Salvador son contados los que han conseguido rimar gol con mundial, y Saúl era uno.
Corrió a la banda y, de rodillas, se persignó, antes de ser atropellado por sus compañeros que llegaron a festejarlo. Durante unos minutos El Salvador aventajó a Portugal 2 a 1. Era la primera vez que la Selección de playa asistía a un mundial e inauguró su participación contra uno de los equipos favoritos. Aquel gol sería el último que la Selecta anotaría en su debut. El Salvador perdería 8 a 2. Portugal quedaría en tercer lugar del torneo. Pero qué más daba, los salvadoreños estaban en un mundial de fútbol. Y como si eso fuera poco, al año siguiente aquellos chicos quedaron campeones regionales y disputaron otro mundial en Dubai. Y la leyenda de los futbolistas descalzos nació. Los hijos de las islas de la Bahía de Jiquilisco, pescadores de cordel y atarraya, le lavaban la cara al deporte que tantas vergüenzas le ha dado al país. Los salvadoreños los celebraron, les llamaron “cangrejitos”, les llamaron “héroes” y habitan, desde entonces, entre los mitos dulces, entre los pocos mitos dulces, que en este país nos pertenecen a todos.
Actualmente, Saúl Blanco, ya de 37 años, guarda prisión en el penal La Esperanza, conocido como Mariona, sin que nadie sepa exactamente por qué. El 31 de mayo de 2022, Saúl dejó de ir a trabajar al corral de vacas en el que estaba empleado, aquejado por una fiebre persistente. A las 3 de la tarde un grupo de policías y soldados se presentaron en su casa, en la isla El Espíritu Santo, y se lo llevaron sin que mediaran muchas explicaciones, amparados en el Régimen de Excepción que está vigente en el país desde el 27 de marzo.
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El Espíritu Santo forma parte de un conjunto de islas en la Bahía de Jiquilisco, dentro del municipio de Puerto El Triunfo, Usulután. Algunas de esas islas cuentan con hermosas playas y suelen ser parte de los recorridos turísticos, pero El Espíritu Santo no es una de esas: se trata de una extensión de tierra muy plana, con la forma de un pulmón –por compararla con algo– sembrada casi por completo de cocoteros, ordenados en hileras hasta donde alcanza la vista. Por toda la isla flota un inevitable olor al aceite de coco, que da la bienvenida al visitante desde que pone un pie en el único muelle de entrada. La actividad económica está organizada por dos cooperativas que poseen y administran la tierra y cultivan y procesan el coco. La mayoría de las 1,300 personas que habitan la isla vive de la producción de las cooperativas. Los que no viven del coco, se las arreglan para transportar gente y productos en lancha –los lancheros–, o de transportar lo mismo por tierra, usando una suerte de moto-taxis a los que la gente llama coches. Al oficio del cochero, se le llama “cochar”. Y finalmente, a la base de la pirámide económica, están los pescadores, y por debajo de ellos, los curileros, que le hurgan las raíces a los bosques de mangle, para capturar conchas y venderlas a precio de hambre.
En el municipio de Puerto el Triunfo hay una fuerte presencia de pandillas, particularmente del Barrio 18 Sureños y en mucha menor medida, de la MS-13. Las pandillas habían labrado raíces profundas en el sector y habían conseguido construir –a base de intimidación o de ofertas lucrativas– una considerable base social entre los habitantes del municipio. La expansión pandillera ha permeado también algunas de las islas de la Bahía de Jiquilisco, pero El Espíritu Santo tampoco es una de esas: desde la década de los 80, en plena guerra civil, la comunidad montó un puesto de vigilancia, financiado por la más añeja cooperativa cocotera, y desde entonces todo foráneo que visita la isla debe reportar a quién visita y dejar su documento de identificación. El permiso de entrada es de tres días, pero si el visitante pretende quedarse más tiempo, la familia a la que visita debe gestionar la extensión y ofrecer una justificación convincente. Las familias de El Espíritu Santo se jactan de ello y como prueba presentan hechos: “Mire esas bicicletas –dice un señor–, ahí en la calle quedan y ahí amanecen”, y señala unas bicicletas que amanecieron ahí. “¿Usted cree –dice una señora– que si aquí hubiera de eso los soldados pasarían chateando abajó del ceibón, en camiseta, sin chalecos antibala?”. No hay muros, no hay alambres de púas, no hay placazos pandilleros y nadie recuerda la última vez que una persona fue asesinada en la isla. Hay un puesto policial, pobre y espartano, donde rotan cada tres días, tres agentes, que patrullan en bicicleta, a cara pelada, y en mangas de camisa las calles de tierra.
Pero aún así, desde que se instaló el Régimen de Excepción, hace cuatro meses, 22 hombres han sido capturados en distintas incursiones de policías y soldados: trabajadores agrícolas, lancheros, cocheros, pescadores, curileros. La mayoría capturados de noche, sin ninguna explicación.
La primera incursión fue el 13 de mayo, cuando las autoridades arrestaron a cinco lancheros.
Carlos Herrera trabajaba de transportar pasajeros desde El Espíritu Santo hacia Puerto el Triunfo. Ese día, acababa de desembarcar en el muelle de la isla, con un grupo de pasajeros, mientras su padre compraba combustible y esperaba a sus propios pasajeros en tierra firme, a bordo de otra lancha. Los testigos aseguran que un grupo de militares y policías se acercaron a Carlos y le exigieron que los llevara de regreso a Puerto el Triunfo –gratis, se entiende– y el muchacho de 21 años se negó, argumentando que no tenía combustible. “Los soldados le dijeron que por mentiroso se lo iban a llevar y sólo por eso se lo llevaron”, relata un testigo. Pero la patrulla aún tenía un problema: ¿cómo regresar con el capturado?, así que le exigieron a otro lanchero llamado Manuel de Jesús, de 44 años, que los llevara en su lancha, y de paso que les entregara su teléfono. Manuel accedió a llevarlos, pero antes tuvo que ir a su casa a recoger el celular para mostrárselo a las autoridades. Él los transportó a Puerto el Triunfo. Al llegar al muelle también lo arrestaron a él. Sin saber lo que ocurría en la isla, el padre de Carlos Herrera, Salvador Herrera, de 48 años, había comprado ya sus bidones de combustible y se había subido ya a la lancha para acercarla a la orilla y facilitar la subida de sus pasajeros. Entonces llegaron los soldados y lo arrestaron, así, sin más. Otro lanchero, Néstor Hernández, de 43 años, acababa de descargar las piezas de cielo falso que había ido a comprar ese día hasta Usulután, y las estaba subiendo a su lancha, cuando lo arrestaron. Otro lanchero más, llamado Samuel Pérez, de 58 años, se atravesó por la escena y terminó siendo parte de ella: “Llegó don Samuel con un coco pelado y lo arrestaron a él y a Néstor también, yo vide cuando los agarraron. Estaban agarrando a todos, lancheros y cocheros que estaban en el muelle de Puerto el Triunfo”. Con todo, al menos a Carlos le explicaron por qué se lo llevaban: “por mentiroso”. Los demás no tuvieron ni esa suerte.
Una de las familiares de los detenidos se animó a pedir explicaciones: “Cuando le fui a preguntar al oficial por qué le habían quitado sus pertenencias, los zapatos, el reloj… me dijo que se lo iban a llevar 15 días de investigación y que de ahí los iban a soltar, pero es mentira porque ya van a tener tres meses. Me dijeron que ellos no podían dar más información”.
Y así, cinco familias se quedaron habitando el desconcierto y el terror, sin que al día de hoy nadie –nadie, nadie– les haya ofrecido absolutamente ninguna razón.
Las lanchas decomisadas tampoco han sido devueltas. Ni los motores, que necesitan mantenimiento para no echarse a perder. La policía argumenta a las familias que están –las lanchas– en vías de investigación.
Buscando en listados, sus esposas o sus madres descubrieron que la mayoría de ellos guarda prisión en el sector cinco de Mariona.
Sin embargo, una fuente de la policía del departamento de Usulután, con acceso a las investigaciones que condujeron a las capturas hechas en El Espíritu Santo, contradice las versiones de las familias y de los testigos de los arrestos. Esta fuente, que pidió no ser identificada por no estar autorizada a brindar información a la prensa, coincide en que dentro de la isla no operan las pandillas, pero que estas habrían forzado a algunos habitantes a colaborar: “El fenómeno es que están obligando a la comunidad a colaborar con ellos. Hay un grupo armado que les ha obligado a colaborarles con comida o con información. Hay gente que los ha visto llevándoles comida a sus escondites en los manglares. Hay lancheros que han sido utilizados, no se sabe si son voluntarios y obligados”.
En la versión de esta persona, las capturas en la isla se explican por la estrategia de las autoridades en la que buscan desmontar las redes de apoyo con las que cuentan los pandilleros, independientemente de si sus colaboradores lo hacían voluntariamente u obligados, y asegura que los lancheros detenidos -en particular Salvador Herrera y su hijo Carlos- fueron denunciados por otros lancheros que los señalaron como encargados de cobrarles la cuota de extorsión establecida por los Sureños del Barrio 18.
Las lanchas, dice la fuente, sólo se devolverán si los acusados son absueltos en juicio: “Si el medio para cometer el delito es un teléfono, se va el teléfono; si es un vehículo, se va el vehículo; y si es una lancha, pues se va la lancha”. Asegura además, que tras cada arresto, los agentes han explicado cuidadosamente a los familiares y a los detenidos las razones que los han llevado a ello. Los habitantes de la isla niegan rotundamente esa versión.
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El 31 de mayo, un operativo de policías y soldados se hizo presente en la isla.
José Campos, de 24 años, vivía en medio de una pobreza medieval, junto a su madre y a su hermana menor: su casa es una choza, construida a base de troncos y de varas de hoja de palmera. La champa, por no tener no tiene puertas ni ventanas, ya no se diga ridiculeces como una cama en condiciones, luz eléctrica o servicio de agua. La única edificación de concreto es una letrina elevada. Y nada más. Para ganarse la vida, madre e hijo se aventuraban al manglar, rodeados de nubes de feroces mosquitos y jejenes que custodian aquellas aguas pantanosas. Al manglar sólo se entra con la marea baja, y dependiendo del día del mes eso puede ocurrir entre las cuatro y las cinco de la mañana, y de nuevo, entre dos y tres de la tarde.
Se explica sencillo: las personas van, con camisas manga larga para soportar el embate de los bichos, y entierran medio cuerpo para tantear entre las raíces del mangle la presencia de los curiles. Al agarrar 60 curiles se tiene un canasto. El canasto de curil macho se vende a 5 dólares y el de curil hembra, a uno. Así que la vida depende de cuantos haya y de cuantos se agarren. Si se atrapan muchos animalitos de estos, se come más, si se atrapan menos, menos. Si no se atrapa nada, pues no se come nada. Lo dicho, José Campos vivía en medio de una pobreza medieval.
Aquel día, José y su madre acababan de salir del manglar, entregaron lo recolectado a los compradores y regresaron a casa. José se adelantó y al llegar a su choza lo arrestaron unos soldados. Hay bien poco que decir sobre el acto de agarrarlo, esposarlo y llevárselo. Antes de que los militares lo metieran a la lancha, su madre llegó buscando explicaciones: “Los agentes me dijeron que era por el presidente Nayib Bukeli que los iban a investigar seis meses y que ellos no tenían la culpa”. De nuevo: así, sin más.
Ahora en su parcela languidece una milpa rala, cuyas matas mueren echando de menos los cuidos de José.
Ese día también se llevaron a Santos Cristian, de 23 años, que decidió no estudiar el bachillerato en Puerto El Triunfo por temor a las pandillas y que había adoptado el oficio de cochero. A su madre un soldado le dijo que si lloraba, la arrestarían a ella también. Y ya. La pareja de Santos espera un niño. Su padre, al mirar la choza de varas que él mismo le construyó al muchacho para que la habitara con su pareja, se lleva las manos a la cabeza y llora como un niño humillado: “Es que desde que se lo llevaron, no tenemos vida. Nosotros estamos acostumbrados a estar todos juntos”.
Ese día –segunda jornada de cacería– las autoridades se llevaron al ex atleta mundialista Saúl Blanco.
“Mire, por más que me pregunte, lo mismo le voy a decir: él aquí pasaba, todos los días, yo lo miraba, yo doy fe de eso”, me responde don Pedro, el jefe del corral en el que trabajaba Saúl. Curaba, inyectaba y capaba al ganado y le dedicaba gran parte de su tiempo a consentir a un enorme toro rejero, cuyo propósito en esta vida consiste en preñar vacas.
A Saúl lo agarraron enfermo, en la hamaca de su casa, frente a la pared en la que cuelgan sus medallas y los carnés que lo certificaban como representante de El Salvador.
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Y así volvieron el 4 de junio y se llevaron a Ronie Zavala, que trabajaba con los cocos,y un mes después, el 3 de julio, se llevaron a seis más: a Edwin Hernández, de 17 años, mesero del único restaurante del lugar y futbolista confiado, que se palmeaba la pierna izquierda cuando le prometía a su madre: “Con esta pierna la voy a sacar adelante”.
Y a Donelly Díaz, de 28 años, que ganaba 200 dólares al mes cuidando unos cerdos y unas vacas, y que intentó migrar a Estados Unidos. Sus padres hipotecaron su casa para pagar al coyote. Donelly fue atrapado ya en territorio gringo y deportado. Entonces sus padres perdieron su vivienda y por eso se apretujan en la pequeña casa de Donelly, compartiendo el terreno con los cerdos. Cuando se lo llevaron, los policías también amenazaron a sus padres con arrestarlos si seguían cometiendo el agravio de hacer preguntas.
Y a José Revelo, de 33 años, que también era lanchero y trabajaba para una de las cooperativas. Y a Carlos Orantes, de 58 años, y a Víctor Cortéz, ambos curileros de oficio. También a Cristian Ruiz, de 41 años, empleado de la cooperativa, cuya esposa fue corregida por otra mujer cuando explicaba que en ausencia de su marido ahora le toca trabajar en casas ajenas por falta de un trabajo “digno”, y la otra le reconvino: “usted quiere decir trabajo fijo, fi-jo”.
La fuente de la Policía ofrece alguna pista de la forma en la que se han elegido las personas capturadas: “Es la misma comunidad la que lo dice. Es la misma comunidad que los ha denunciado. La gente los miraba. La fuente humana nos informa y tenemos que actuar”. En resumen explica que los isleños fueron detenidos porque otros habitantes de El Espíritu Santo los han señalado como colaboradores de la pandilla. En particular, dice que sus propias fuentes los han visto llevando comida a escondites de los pandilleros en medio de los manglares, aunque matiza: “No los podemos poner como pandilleros activos, porque si lo hacemos, ya no salen. La idea de nosotros es que salgan, porque son víctimas”, asegura.
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Luego de 15 días de estar detenidos, todas las personas de las que se ha hablado hasta hoy, vieron por primera vez a un juez, y escucharon por primera vez, en boca de un fiscal al que nunca habían visto, las acusaciones que el Estado tiene en su contra. Ninguno tuvo el privilegio de tener un abogado privado y, como todas las capturas hechas bajo el Régimen de Excepción gozan de reserva total, al día de hoy sus familiares no tienen idea de qué se les imputó. Desde luego todos fueron enviados a prisión por jueces que los juzgaron por decenas, cuando no por cientos. A todos se les recetó seis meses de prisión preventiva y todos viven hoy en cárceles.
El 29 de julio tuvo lugar la audiencia para los isleños capturados en la última redada, ocurrida el 18 de julio. Aquel atarrayazo fue el más numeroso: dejó a siete personas capturadas.
Se los llevaron bajo exactamente el mismo procedimiento y ofreciendo, según sus familiares, las mismas explicaciones, o sea, ninguna. Se llevaron a Andrés Guzmán, de 27 años, que se había graduado hacía dos meses de ingeniero en sistemas por la Universidad Tecnológica de San Salvador. Sus padres le costearon la universidad trajinando en una de las tiendas más surtidas de la isla y Andrés era el orgullo de su madre, que lo exhibe con toga y birrete en una foto que lleva en el celular. Entre los pocos casos particulares que la fuente policial recuerda está el de Andrés. Sin especificar más, dice: “El muchacho ingeniero fue utilizado por las pandillas. La gente piensa que nadie los mira, pero siempre hay alguien que se da cuenta”, dice.
También a Uziel Pineda, que sufría desde muy niño de una insuficiencia renal tan perversa, que los médicos públicos de Usulután lo dieron por desahuciado. Pero a su madre no le valieron de nada los pronósticos fatales y se deslomó para costearle al muchacho unos médicos privados y unos tratamientos que lo tienen lo suficientemente vivo para soportar la celda que habita en la delegación policial de Usulután.
Y a Fabricio Fuentes, de 22 años, que trabajaba con los cocos y a cuyo padre un soldado le dijo: “Vaya a echarse si no quiere que nos lo llevamos a usted también”; y a Josué Escoto, de 21, cuya pareja es una chica delgada y tímida que habla casi en susurros: “Sólo llegaron a traerlo y se lo llevaron. Solo se los llevan y dicen que si no tienen nada ya van a salir”. Tienen un bebé de un año y ocho meses. Y al curilero José Trejo, que padece retraso mental; y a los agricultores Kevin Chávez y Santos Chicas.
Las madres de esta última hornada de capturados estaban ya más duchas en los plazos y en los términos legales y contaron con la asesoría de un abogado privado, financiado por una ONG que estimula proyectos de educación y desarrollo en la isla. Así que el día de la audiencia siete familiares de los siete detenidos abrieron los ojos antes que el sol y se fueron juntos al juzgado migueleño, listas para acompañar a sus muchachos en su primera audiencia. El primer chasco fue enterarse que no las dejarían entrar… porque el juicio tiene reserva. De todas maneras, el segundo chasco aliviaba un poco al primero: sus familiares no estarían ahí. La audiencia sería virtual y los capturados asistirían desde una cámara instalada en la cárcel.
El tercer chasco –hubo varios chascos ese día– es que la audiencia no sería a las 8:30 como creían, sino que a las 9:30, y luego se enteraron que sería al mediodía y luego que comenzaría a las dos de la tarde. Así que les tocó jornada de acera y sol. Se habían mandado a imprimir carteles con fotografías de sus muchachos: al principio los llevaban en ristre, y los mostraban a los viandantes. Horas después los carteles dormitaban junto a las mujeres que los llevaban, bajo el calor tremendo de San Miguel. Pero no se movieron.
Al mediodía salió del juzgado un acalorado abogado de oficio, que venía de otra audiencia, donde defendía, él solito, a 52 detenidos de otras partes del departamento de Usulután. Salió del juzgado, se arrancó el saco y se aflojó la corbata, y ahí, parado en la acera, rodeado de madres preguntando por sus hijos y de esposas por sus esposos, ese hombre de bigotito ralo, dictó una cátedra de derecho en tiempos de Régimen de Excepción.
“Todos van para dentro. Todos. 45 minutos estuve alegando por un señor que vivió en Estados Unidos desde los 80, y que tenía un montón de elementos de arraigo: casa, carro, negocio. Ahí va para dentro. También alegué por una mujer con embarazo de alto riesgo. Ahí va para dentro”. Y el tumulto de mujeres que lo rodeaban se deshizo en preguntas: “No madre, mire, es que en Régimen de Excepción, póngale que el juez anda con el corazón blando y los deja ir, si en el camino lo ve un policía, ahí mismo lo puede volver a agarrar, o llegando a la casa. En Régimen todo lo que haga la policía es legal”. Él venía saliendo de la parte de la audiencia donde se presentan los alegatos. El juez decretó un receso para comer y luego la audiencia seguiría con la parte en la que el juez expresa su decisión sobre si los imputados seguirían su proceso en libertad o en la cárcel. Pero el abogado no le vio sentido a participar de ese tramo de la audiencia: “Yo me retiro ahorita, ya sé que no me van a dar a nadie. En diez audiencias he estado y ninguno ha salido”. Y se dirigió con paso franco hacia el carro de la Procuraduría General en el que había llegado. Aquella ni siquiera era la audiencia en la que a más personas tuvo que defender, ese record la tiene un proceso en el que, él solito, defendió –o al menos, lo intentó– a 237 personas. “Para qué voy a estar perdiendo el tiempo”, me dijo, desde la ventanilla del vehículo, y se largó.
Como es de suponer, las mujeres de El Espíritu Santo leyeron aquello correctamente: como un pésimo presagio. Acera y sol. Hasta que dieron las cuatro de la tarde.
“Si se determina que han sido obligados van a quedar en libertad. Muchos van a salir. No podemos decir que todos han sido colaboradores voluntarios. Hay víctimas en esto. Es difícil tener que decirle a la gente: ‘Ey, discúlpenme, es parte de la investigación’. Sus familiares al final de la investigación van a salir. Confío en el sistema, confío en que si fueron obligados, esa gente va a salir”, promete la fuente policial.
Al final de la jornada salieron los abogados privados contratados por la ONG, con el triunfo en la cara: Fabricio, Adrés, Josué, Santos, Kevin y José… se quedan en prisión preventiva por al menos seis meses. Pero el juez accedió a entregarles a Uziel debido a los graves padecimientos renales que sufre desde niño. No es que saliera en ese momento. El juez le dio cinco días hábiles a la fiscalía para que apele la decisión. La noticia alcanzó incluso para que las otras madres y esposas –las que volverían a la isla con las manos vacías– se contentaran un poco y celebraran aquella cosa que al menos no tenía el sabor de la derrota absoluta. Y regresaron a su isla con forma de pulmón y olor a coco.