El 9 de julio de 1991 era martes y cuatro bandidos jóvenes se preparaban para dar un golpe. Casi a la media noche, cuando la comunidad Llano Verde, en el populoso municipio de Ilopango, dormía, los cuatro hombres irrumpieron armados con pistolas y dos granadas de uso militar en la casa número 18 del pasaje E, donde sorprendieron a sus habitantes presentándose como un comando urbano del FMLN. El Salvador era un país en guerra y aquel grupo consideró que era un buen disfraz cubrirse con el camuflaje de la insurgencia.
Pero ninguno era guerrillero: era una banda compuesta por un comerciante, un relojero, un agricultor y un empleado de un negocio ajeno. Tres de ellos tenían 20 años y el mayor 21. Exigieron que se les entregaran 200,000 colones –unos 23,000 dólares al cambio actual– so pena de asesinar a un niño de tres años, hijo de don Alejandro Meléndez, dueño de la casa, que suplicó clemencia, explicando que no poseía esa cantidad de dinero. A cambio les ofreció 5,000 colones –571 dólares en la actualidad– que tenía guardados en su negocio: “Súper Hits”, una tienda de casetes y discos con la música del momento, ubicado a varios kilómetros de distancia. Uno de los asaltantes acompañó al señor Meléndez a su local, mientras los otros tres se quedaron custodiando al resto de la familia. La operación transcurrió sin problemas. Al volver a Llano Verde, los asaltantes arrasaron con las joyas y los electrodomésticos que pudieron cargar. Y se fueron.
Semanas después, todos los asaltantes fueron capturados por la Policía y reconocidos por sus víctimas. Más o menos un año después de su captura, cuando El Salvador había firmado ya un acuerdo de paz, todos fueron condenados a la pena máxima que la ley de aquel entonces contemplaba: 30 años de cárcel por los delitos de asalto a mano armada y extorsión.
Esta sería la historia de un asalto que salió mal y poco más, de no ser por el hecho de que entre los condenados se encontraba aquel muchacho, originario de Nejapa, flaco y moreno, de labios gruesos y mirada huraña, comerciante según su cédula de identidad y aprendiz de mecánico, llamado José Edgardo Bruno Ventura. Y es ahí, el 30 de octubre de 1992, en el momento en que el juez séptimo de instrucción de San Salvador dictó sentencia, cuando en realidad comienza esta historia.
* * *
32 años después de aquel asalto, la Policía anunció con gran pompa que ha vuelto a capturar a José Edgardo. Su captura tuvo la importancia suficiente como para que la anunciara y la presumiera el 11 de septiembre de 2023 el propio ministro de Seguridad Pública, Gustavo Villatoro, quien lo pronunció líder de una “poderosa” estructura de narcotráfico que operaba desde la comunidad Tutunichapa, en San Salvador.
Los documentos internos de la Policía, a los que El Faro ha tenido acceso, dicen más que el ministro: dicen, por ejemplo, que la investigación en su contra inició en 2015, bajo el segundo Gobierno del FMLN; dicen que tenía a policías en su nómina de pagos, a los que empleaba como guardaespaldas con todo y uniforme, y con todo y patrullas oficiales. Dicen también que las autoridades han rastreado su operación de tráfico de drogas y lavado de dinero en Guatemala, Belice y Costa Rica.
Los noticieros nacionales mostraron las imágenes de un hombrón con esposas en las manos, con los movimientos pesados de quien lleva a cuestas una extraordinaria barriga. Queda poco de aquel muchacho de facciones felinas, que fue sentenciado a 30 años de cárcel junto con otros tres inexpertos ladrones, salvo un detalle: llevaba en el cuello una rotunda cadena de eslabones dorados, coronada con una ancha cruz de oro. La misma cadena –o una idéntica– que usaba en sus días de reo del siglo pasado, cuando los internos no llevaban uniforme y se vestían como querían, o como podían; la misma cadena con las que aparece en las escasísimas fotografías de aquellos días y la misma con la que lo recuerdan aquellos que compartieron prisión con él.
Casi todos los artículos de prensa que dan cuenta de su captura repiten el título con el que fue presentado por las autoridades: el hombre que fue “el rey de Mariona”, el que decidió quién vivía y quién moría en la penitenciaría central de El Salvador. Y no se equivocan: a José Edgardo le tomó apenas cinco años escalar hasta la cima de la cadena alimenticia de un microcosmos criminal salvaje, lleno de hombres mucho más experimentados y con delitos mucho más violentos que un simple robo de 500 dólares y unos electrodomésticos. Se convirtió en el horror de la Mara Salvatrucha-13 y el Barrio 18, cuyos miembros temían, literalmente, levantar la mirada ante su presencia. Su poder corrompió a funcionarios y su reputación se extendió más allá de los muros de la cárcel, de los que salía a placer. De los 30 años de condena, cumplió apenas 12 y en su proceso de liberación intercedieron desde el más poderoso pastor evangélico de la época, Edgar López Bertrand, el hermano Toby, hasta el exministro de Gobernación, Conrado López Andreu.
El Faro sigue el rastro de José Edgardo desde 2010, consultando su expediente judicial, hablando con excompañeros de prisión, con miembros de su banda, con exfuncionarios, pastores y miembros de oenegés que lo conocieron.
¿Cómo un ladrón sin antecedentes criminales consiguió semejante poder? Para comprenderlo tenemos que volver a 1992.
De plebeyo a rey
Cuando José Edgardo entró a Mariona era nadie, nada, un cuerpo a merced de las corrientes que movían las aguas turbias de aquella inmensa mazmorra donde la vida no tenía mucho valor, pero cuando salió era simplemente Bruno, El Brother, el dueño de todas las vidas de aquel recinto.
En 1992 la penitenciaría La Esperanza ya era conocida como Mariona y el poder del Estado se colaba apenas por sobre los muros, a través de símbolos más bien tenues, como los horarios de encierro y desencierro, pero la vida diaria estaba regulada por el poder de una serie de tribus, cada una con su caudillo, que vivían en permanente y sangriento conflicto a veces por razones comprensibles, como las deudas por drogas, y otras veces por razones menos simples de explicar, como una mirada mal dirigida o una “hablada” mal dicha. Algunos reos de aquellos años recuerdan incluso a uno de esos caudillos que daba clases de pelea con machete a sus subalternos, a los que entrenaba con palos en uno de los patios del recinto, para prepararlos ante las constantes escaramuzas. Hay que decir, claro, que en aquella cárcel abundaban los machetes, los de fábrica y los hechizos, construidos con cualquier cosa que se pudiera afilar.
Mariona parecía –hasta hace muy poco tiempo, por cierto– una ciudad terremoteada: una cárcel hecha de escombros, llena de charcos malolientes y de gente que se apiñaba en cada rincón de celdas oscuras y laberínticas. Una cárcel hecha de estructuras a medio destruir, con filtraciones de aguas putrefactas entre los pisos y con instalaciones eléctricas roñosas, que no produjeron incendios de puro milagro. Desde la altura de las almenas, los custodios no podían ver lo que ocurría en los patios, porque estaban cubiertos de tenderetes donde se trapicheaba libremente todo lo que puede ser trapicheado en una cárcel.
A ese entorno llegó José Edgardo y todo indica que donde todos los demás veían caos, él vio un mar de oportunidades, un recinto lleno de escaleras por las que trepar.
Hay pocos detalles sobre los primeros pasos hacia su ascenso, porque en realidad la gente no suele prestar atención a lo que hace un don nadie, hasta que ese don nadie te persigue con un machete. En la memoria de algunos que compartieron prisión con él aparecen recuerdos como cuando José Edgardo consiguió un puesto de matón en una de las bandas carcelarias más fuertes, la del Viejo Posada, Armando Posada Reyes, y luego de que este quedara en libertad, en la de su sucesor, a quien sólo recuerdan como Panadol.
“Bruno era un machetero que mataba a quien fuera”, recuerda un excompañero de prisión.
Su ambición excedía a la de sus mentores. Y también su inteligencia: todos los informes criminológicos hechos sobre él, mencionan invariablemente que gozaba de una inteligencia superior al promedio.
Para 1997, cinco años después de que ingresara a Mariona, José Edgardo había desaparecido y en su lugar se incubaba ya un mito, el de un hombre rudo y con pocos escrúpulos, desde luego, pero de esos estaba llena la cárcel de Mariona. Lo que estaba surgiendo era nada más y nada menos que un líder, uno que no quería quedarse en la cúspide de la pandilla de Viejo Posada y Panadol, sino uno que quería reinar sobre todas las pandillas. Ninguna de las personas con las que este periódico habló sabe decir si hubo una especie de concilio entre bandas o si simplemente el número de seguidores de su pandilla intimidó al resto, pero cuando ese año terminó había en Mariona un solo poder superior, una voz entre todas las voces y esa era la de El Brother.
La estrategia de Bruno no consistió en eliminar a las bandas rivales, sino que las convenció a todas de que les convenía vivir bajo una convivencia reglada, con normas y castigos previsibles y bajo un poder que arbitrara la violencia. No arrebató a nadie sus negocios y sus ganancias, sino que reguló el mercado interno del trapicheo y, bajo su autoridad, el caos se convirtió en orden y el orden fue su moneda de cambio con las autoridades oficiales del penal. Bruno garantizaba lo que ellos no podían garantizar.
Formalmente se le consideró un reo modelo: según informes penitenciarios incluidos en su expediente, Bruno entró a la cárcel habiendo cursado hasta séptimo grado y durante su tiempo en prisión se graduó como bachiller, además de haberse capacitado en “cursos de prevención del SIDA” Y de “gestión empresarial”, además de haber cursado un seminario de farmacodependencia, otro de enfermedades de trasmisión sexual y de control de las adicciones al alcohol, tabaco y drogas. Ante las autoridades, Bruno ostentaba un cargo que formalmente nunca existió, él era “coordinador de internos”.
En muy poco tiempo, el mapa de bandas carcelarias fue desapareciendo bajo la sombrilla de la organización fundada por El Brother, a la que llamó, con no poca poesía, La Raza, que llegó a sumar 275 miembros y que poco a poco fue normando toda, absolutamente toda, la vida cotidiana de Mariona.
En la cúspide de la organización se encontraba, solitario e indiscutido, Bruno, y el segundo asiento lo ocupó un hombrecillo turbio y violento llamado Óscar Rodas, que solía tener su propia pandilla y su propio negocio de venta de drogas y al que todos conocían como Tortuga: la mano negra de La Raza. “Era un indeseable”, recuerda uno de los exinternos que lo padeció. A diferencia de su líder, Tortuga carecía de cualquier habilidad diplomática o negociadora y su talento consistía en hacer sufrir.
Ese mismo exreo recuerda una anécdota que sirve para describir a Tortuga: un día, recibieron la visita de una organización de derechos humanos, de las que solían llegar a ofrecer talleres a la prisión. Una de estas personas bienhechoras le llevó de regalo una gorra, pero como no supo localizarlo se la dejó con una de las amables personas que se presentaban como “representantes de los internos” ante las oenegés, Tortuga. Este exinterno todavía se lamenta de haber cometido el funesto error de ir a pedirle su gorra al número dos de La Raza: “Por haberle pedido mi gorra me lo eché encima”, dice agarrándose la cabeza. No solo recibió una paliza, sino que quedó marcado como alguien a quien había que someter y, por lo tanto, los miembros de la banda se entendían en la libertad –cuando no en la obligación– de enseñarle su lugar a punta de golpizas o castigos físicos. Por ejemplo, un día, uno de los miembros le ordenó hacer sentadillas hasta que las piernas se le entumecieron y luego, cuando ya no podía correr, lo persiguió con un garrote. Todo por una gorra.
Tortuga cumplía varias funciones muy valiosas para Bruno: cuando al penal entraba un delincuente cuya red de contactos o cuyos negocios le interesaban, enviaba a Tortuga a saludarlo. El recién llegado se veía de pronto padeciendo una insoportable serie de acosos y vejámenes de todo tipo, hasta que conseguía entender que sólo había una forma de librarse de tantos y tan constantes maltratos: ir y postrarse a los pies de El Brother, del diplomático Bruno, que lo abrigaba con su manto protector y mantenía alejado a Tortuga… A cambio, claro, de algún servicio o de alguna participación en su negocio.
Bruno entendió que su verdadero poder no era la violencia o las drogas, sino la necesidad del otro. La necesidad del Estado era la ilusión de control; la necesidad de los internos era sobrevivir y Tortuga era muy útil para crear esa necesidad.
Otra de las funciones de Tortuga y de su equipo de indeseables era dar la bienvenida a los miembros de pandillas que para finales de los 90 comenzaban a entrar en buen número a los penales. Bruno entendió que aquellas organizaciones crecerían muy rápido y que eran una potencial amenaza a su monopolio del poder, así que había que enseñarles de forma muy contundente quién mandaba en ese lugar. Tortuga solía acudir al sector uno, donde recalaban los recién llegados, e iba identificando a los pandilleros, a quienes llamaba con desprecio “cholillos”, para darles el curso de inducción que consistía en una golpiza salvaje y en la posterior explicación de las normas: a los pandilleros se les prohibía reunirse en grupos y poseer cualquier cosa que pudiera ser usada como un arma. Se les prohibía también mirar de frente a los miembros de La Raza y ante la presencia de Bruno debían apuntar sus ojos directamente hacia el suelo.
A mediados de 2011, Tortuga era un reo común en el penal de Apanteos, desprovisto del poder excesivo del que gozó en sus años de lugarteniente de El Brother: un hombre de baja estatura y con un rostro incapaz de revelar alguna emoción, que contestó casi con monosílabos las preguntas de El Faro.
– Dicen que vos eras la mano negra de Bruno, “la cola del escorpión”, según te describen otros internos.
– Sí, es cierto – dijo, como si le hubiéramos preguntado si estaba nublado.
Los puestos tres y cuatro de La Raza los ocupaban de forma alterna Franklin Isaac Mira, “Macarrón”, y Gregorio Servellón, “Goyito”. Según cómo anduvieran de buenas con El Brother subían o bajaban. Ambos cumplieron sus penas y ambos volvieron a caer presos: Macarrón, en 2011, cuando conducía un vehículo en el que transportaba un objeto robado; y Goyito, el 28 de julio de 2023, cuando la Policía lo sorprendió, también en su vehículo, en el que llevaba una pistola sin registro y dos gorros pasamontañas.
La Raza adoptó la planta baja del sector tres como su cuartel general: los reos comunes y los custodios tenían prohibido el paso al ala en la que dormían los generales de la banda. La entrada estaba permanentemente custodiada por miembros de la seguridad de El Brother, armados, se entiende. En una cárcel hacinada, donde la población se apretujaba debajo de los camarotes y se colgaba del techo en hamacas, Bruno disponía de una celda sólo para él, con todas las comodidades imaginables: televisor, refrigeradora, equipo de sonido… y sus mascotas –tenía mascotas–, que eran dos perrazos pitbull, ocupaban la mitad de una celda sólo para ellos.
El Brother era amante del fútbol y organizaba torneos carcelarios en los que era tratado como un profesional: un utilero corría a recoger su uniforme al terminar los partidos y se lo entregaba lavado y doblado antes de cada encuentro. También tenía un masajista, que le relajaba las piernas en el intermedio y al final de cada partido, su nombre era Carlos Armando Hernández Solís, que se hizo célebre a mediados de 1995, cuando cometió una serie de asaltos sexuales contra varias mujeres en Ciudad Merliot y saltó a las portadas de los periódicos bajo el mote de El Violador de Merliot, y que supo ofrecer sus servicios de masajista al Brother, a cambio de piedad y protección.
Cada cierto tiempo, La Raza reunía a todos los internos en la cancha del penal. A todos quiere decir a todos: al grito de “¡vaya pues, hijos de puta, todos a la cancha!”, los esbirros de la banda recorrían el penal arreando al rebaño. “Pasaban sonando los corvos en los barrotes de las celdas llamando a la gente y si te descubrían que no ibas te llevaba putas”, cuenta un exinterno. En aquellas reuniones masivas, un vocero de La Raza hablaba a nombre de Bruno y dictaba las pautas de conducta o daba instrucciones para eventos específicos. “Nos decían: pórtense bien hijos de puta, no queremos abrir la peluquería”, recuerda ese interno. Para explicar qué significaba “abrir la peluquería”, hay que apelar a un retorcido sentido del humor que nombraba prácticas criminales con nombres de actividades que en el mundo de los libres tienen sentido, como por ejemplo ir al psicólogo.
El pastor Edgar López Bertrand Jr. era un muchacho de unos 20 años cuando conoció a Bruno en las misiones evangélicas que su iglesia realizaba en Mariona. Un día, El Brother lo llevó a dar un recorrido por la cárcel y le dijo que iba a presentarle al psicólogo de la prisión: “Te quiero presentar a nuestro psicólogo, me dijo. Y me va enseñando un gran garrote, un garrote tallado. A los que no entienden con palabras los llevamos al psicólogo, me dijo. Ese era Bruno”, relata el pastor. Si eso era “ir al psicólogo”, el lector podrá especular qué significaba “abrir la peluquería”.
Por fuera de los muros de Mariona, la reputación de Bruno se extendió a lo largo del mundo criminal. Asaltantes, narcos y secuestradores entendieron que era muy probable que tarde o temprano acabaran dentro de esos muros y que cuando eso ocurriera más les valía estar de buenas con el rey. Es por eso que cuando Bruno se casó, en 2001, la crema y nata de los bandidos salvadoreños acudió a Mariona a festejarlo. Una persona que estuvo en aquella fiesta relata la pompa de la unión: dos orquestas tocando en vivo, una cena para decenas de personas con meseros e invitados que entraron al penal como si fuera una sala de té y recepciones. La fiesta ocurrió en el ala administrativa del penal, como un símbolo de lo que las autoridades representaban para él: una fiesta con meseros.
La primera queja oficial sobre su conducta data de 1999 cuando el director Rafael Antonio Pacas remitió un informe a la Fiscalía en la que se quejó de que Bruno y su pandilla le habían dado una paliza a un interno, provocándole una herida de cinco centímetros en el labio.
Para el año 2000 no era un secreto quién mandaba en aquel penal, quién era el líder de la banda de matones que imponía su ley al interior de Mariona, pero el equipo multidisciplinario del centro elaboró un informe en el que se le describe como un reo con una conducta “social y escolar excelente” y “sin problemas disciplinarios en los archivos de este centro”. El informe remata diciendo que el señor José Edgardo Bruno Ventura “ha dado muestras claras de una conducta personal y social muy aceptable”.
Pero sin que El Brother lo supiera, ese mismo año su poder comenzaba a hacer ruido entre algunos funcionarios: en junio de 2000, asumió la dirección del penal el señor Óscar Rodezno, que al cabo de dos meses ya había notado lo evidente y escribió una carta a Francisco Garay Pineda, director general de Centros Penales, advirtiéndole de sus primeras impresiones: “El personal de seguridad, en su mayoría, se encuentra muy comprometido con los internos y no tiene la voluntad de hacer su trabajo de manera eficiente”, dijo, y agregó después: “He tenido conocimiento que el interno Edgardo Bruno Ventura tiene organizada a una banda de aproximadamente 275 internos, por lo cual existe inconformidad y temor en el resto de la población reclusa y esto me preocupa mucho porque los internos organizados en dicha banda se pueden aprovechar de la débil actuación de nuestros agentes”.
Un mes antes, en julio de 2000, el director general había recibido otra carta, esta vez firmada por el capitán Jorge Ismael Zaldaña, inspector general de Centros Penales, quejándose de que durante una visita que el arzobispo de San Salvador, Fernando Sáenz Lacalle, hizo a Mariona, La Raza mostró inconformidad con la presencia del capitán: “El interno Bruno y compañeros hablaron con el comandante Hernández Navarro, solicitándole que si yo no salía del recinto se terminaría la misa. A lo cual accedí para evitar confrontaciones con dichos internos”, escribió. Más adelante, en esa misma carta, el inspector general advierte a Garay Pineda que Bruno había establecido “una relación ilegal con el subdirector de seguridad y custodia José Arturo Granillo para realizar salidas ilegales a cambio de remuneraciones, constituyéndose dicho interno en un líder negativo del monopolio hacia el poder interno con fines ilícitos”. Y solicitó que Bruno fuera trasladado del penal.
En el año 2000, la abogada de Bruno había solicitado un recurso de gracia, pidiendo la reducción de pena para su defendido, alegando que se le condenó injustamente, atribuyéndole una condena por cada una de las cuatro personas que estaban en aquella casa de Llano Verde, como si hubiera ofendido a cada una por separado y por lo tanto cometido cuatro delitos distintos. La defensora alegaba que El Brother había cometido un solo delito y no cuatro y que por lo tanto solicitaba la conmutación de pena. Una gracia que requería la aprobación de la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia y también del presidente Francisco Flores a través de su ministro de Gobernación, Conrado López Andreu.
De forma que, en septiembre de 2001, los cuatro miembros del Consejo Criminológico Nacional acudieron a Mariona a evaluar a El Brother. Lo primero que notaron fue que la persona que tenían delante no se correspondía con la mansa oveja que describía el equipo multidisciplinario de Mariona, que más bien tenía “rasgos de personalidad psicopática”; que era “líder de banda, con gran capacidad de planeación”, “con coeficiente intelectual aparentemente superior a la media”, con una “capacidad criminal alta”, “agresividad alta” y un “índice de peligrosidad alto”. Por lo tanto, escribieron, “se concluye que el informe criminológico del interno José Edgardo Bruno Ventura es DESFAVORABLE para gozar del beneficio de la concesión del recurso de gracia de conmutación de pena, por faltas graves registradas en su convivencia carcelaria y su capacidad de organización delictiva (sic)”.
Al año siguiente, en abril de 2002, el ministro de Gobernación recibió una carta membretada con los logos del Tabernáculo Bíblico Bautista Amigos de Israel y firmada por su pastor general Edgar López Bertrand –padre del pastor que conoció al 'psicólogo' del penal– conocido como El Hermano Toby, un evangelista que para ese momento ya había construido un imperio de la fe que contaba con colegio, emisoras de radio y canal de televisión. En su carta, el pastor escribió: “Estimado señor ministro: que la paz de Cristo sea con todos vosotros. Por este medio y con todo respeto hacemos de su conocimiento que el señor y hermano en Cristo José Edgardo Bruno Ventura, interno del penal de Mariona está tramitando su conmutación ante el ministerio a su cargo para recobrar su libertad, y nuestra corporación ha acordado contratarlo como empleado de nuestra institución a partir de la fecha en que se encuentre disponible. Los servicios profesionales de nuestro hermano Bruno Ventura servirán para apoyar los proyectos que nuestra Iglesia impulsa a nivel nacional, por lo que devengará la cantidad de tres mil colones exactos mensualmente”.
Todo parece indicar que las palabras del hermano Toby tuvieron más peso que el informe desfavorable del Consejo Criminológico Nacional, porque en poco más de un año Bruno fue puesto en libertad.
El único efecto que consiguieron los informes y las quejas de los directores del penal, del Consejo y del inspector general fue que trasladaran a El Brother el 16 de diciembre de 2002 hacia la cárcel de Apanteos. Eso ocurrió a las 2:00 de la madrugada. A las 11 de la mañana de ese día, en Mariona se desató un motín, que inició en la planta baja del sector 3, cuartel general de La Raza, en el que fueron asesinados dos agentes de la Policía y 36 internos resultaron con heridas de gravedad.
El Brother fue liberado en algún momento del año 2004 y su rastro desapareció por completo. El Hermano Toby falleció en 2017 y su hijo, que ahora es el pastor general de la iglesia, no recuerda haber visto a Bruno en el Tabernáculo Bíblico: “En planilla no ha estado, me imagino que tal vez mi padre lo habrá empleado en labores de seguridad, por ahí quizá iba el tiro”, comentó.
El hombre que reinó a sus anchas y que usó como trono la penitenciaría central de El Salvador se quedó habitando nada más en las historias de sus súbditos, que todavía cuentan, incrédulos, la existencia del hombre más poderoso que conocieron. Bruno se convirtió en un mito y José Edgardo se desvaneció en las sombras.
Durante 11 años el nombre de José Edgardo Bruno Ventura fue invisible para los radares de la ley. Hasta que en 2015 fue pronunciado por un informante que dijo a agentes antinarcóticos conocer los secretos de una banda de traficantes de drogas.
Los policías de El Brother
La investigación contra Bruno por tráfico de droga comenzó el dos de septiembre de 2015, cuando policías antinarcóticos recibieron información de un hombre de unos 60 años de edad, “quien denunció a un grupo de personas que se dedicaban a vender cocaína, crack y marihuana en el sector de la comunidad Tutunichapa I”. El informante reveló el nombre y apellido de 15 personas, entre los que se encontraba un agente policial de apellido Romero. De otros cinco, sólo mencionó un nombre.
El informante señaló a Bruno como el líder del grupo y a su esposa, Kenya Patricia Flores de Bruno, propietaria de un salón de belleza ubicado sobre la calle Arce, como la encargada de “la contabilidad del dinero producto de la droga”. Según los documentos policiales, un exfutbolista de la liga mayor de fútbol se encargaba de llevar la droga a la colonia Tutunichapa cada dos días, a bordo de una motocicleta tipo pandillera. “La comercializan al final del pasaje 11 y pasaje A. Lo que no alcanzan a vender lo esconden al lado del río donde pasan las aguas negras”, dijo el delator.
Tres semanas después de la declaración del informante, el 23 de septiembre de 2015, la Policía inició la ubicación de las viviendas y negocios en la Tutunichapa y otras colonias de San Salvador y Santa Ana.
Los datos del informante parecían verídicos. El 30 de septiembre de 2015, los investigadores montaron un operativo en la Tutunichapa que terminó con la captura de Jaime Jonathan Ramírez Alvarado, en ese entonces de 31 años, una de las personas señaladas por el informante, a quien le decomisaron media libra de marihuana, media onza de crack, cuatro porciones de cocaína, 26 pipas, una porción de metanfetamina y 40 dólares. Al mismo tiempo que se desarrollaba el operativo en la Tutunichapa, policías encubiertas llegaron a la sala de belleza Glamour Salon, ubicada sobre la calle Arce de San Salvador, propiedad de la esposa de Bruno.
Según las actas, las policías escucharon cuando una empleada de Glamour Salon dijo a su jefa: “Acaban de agarrar a Jaime en la Tutu”. Los documentos policiales dicen que la esposa de Bruno dio la orden a una de sus empleadas de llamar por teléfono a La China para dejarle el siguiente mensaje: “que no salga todavía de la casa porque la colonia está caliente. Yo le voy avisar en qué momento salir (sic)”.
A finales de enero de 2016, la Policía siguió a Bruno hasta su lugar de residencia, en Altos de la Cima, en Antiguo Cuscatlán. En esa casa, los policías ubicaron dos vehículos de Bruno y una motocicleta marca Bajac, modelo Discover, propiedad de la empresa DM Sao Paulo, S.A de C.V.
Según el Registro de Comercio, la sociedad DM Sao Paulo inició operaciones en agosto de 2010 y se dedica a la compra venta de bienes muebles e inmuebles “destinados para actividades de entretenimiento y esparcimiento, importación, exportación y ensamblaje”.
Cuando los policías ubicaron la dirección de la compañía en Ciudad Merliot descubrieron que era el mismo lugar del Casino Bingo Río. El representante legal de DM Sao Paulo y gerente del Casino Bingo Río era Danilo Antonio Candel Chávez, capturado el siete de febrero de 2014, acusado de formar parte del Cártel de Texis.
Los seguimientos policiales documentaron que la motocicleta de DM Sao Paulo, generalmente conducida por un hombre obeso, frecuentaba un negocio de alquiler de vehículos ubicado en la calle El Progreso de San Salvador: Genesis Rent a Car & Sales. Hasta el momento, El Faro no ha logrado documentar la actividad comercial de esta empresa en el Registro de Comercio, pero los documentos policiales refieren que es propiedad de Bruno.
La ruta a Guatemala
El 28 de septiembre de 2016, a las diez de la mañana, unos policías hicieron una señal de alto a un pick up Toyota Hilux que se dirigía hacia Santa Ana, a la altura del desvío a San Juan Opico. Los tripulantes eran cinco hombres armados con pistolas 9 mm y 40 mm: Leonidas Alexander Parada Cruz, José Ovidio Rosales García, Yoni Francisco Alvarado Ayala, José Edgardo Bruno Ventura y Manuel de Jesús Valenzuela Lima.
La mayoría de los hombres que viajaban en el vehículo ya eran conocidos en la División Antinarcóticos porque les daban seguimiento desde un año antes, pero a los investigadores les resultó novedoso la presencia de Manuel de Jesús Valenzuela Lima, originario de Candelaria de la Frontera en Santa Ana, agente activo de la Policía, quien en ese momento estaba destacado en la delegación de San Marcos.
El agente Valenzuela Lima portaba su arma de equipo policial y alegó “que se encontraba cumpliendo una orden de la señora jefa de la delegación de San Marcos”, con quien se comunicó por vía telefónica, frente a los agentes que lo detuvieron. Los documentos policiales no detallan el nombre de esa jefa y se limitan a consignar que los policías del control vehicular replicaron que se trataba de una “revisión de rutina”.
Cuatro días después de ser sorprendido en el retén policial, el 2 de octubre de 2016, el agente Valenzuela Lima llegó a la División Central de Investigaciones para “aclarar” por qué andaba con Bruno y los otros tres hombres armados. “Manifestando que al único que conoce es al señor Leonidas Alexander Parada Ruiz, ya que en ocasiones anteriores había salido como diez veces en el carro de este”. El policía dijo que cuando estaba reunido con Parada Ruiz, este recibió una llamada telefónica y le dijo que iban a acompañar a un amigo a un carwash en los alrededores del parque Colón, en Santa Ana.
El agente Valenzuela Lima dijo que aceptó la invitación porque “casi siempre” acompañaba a su amigo a realizar diligencias personales. El policía agregó que a las otras personas que iban en el Toyota Hilux no las conocía. “Conoce a este señor (Parada Ruiz) que es empresario de San Marcos y que es amigo de la jefa de la delegación de esa jurisdicción. Que los otros tres compañeros (policías) que se encuentran a disposición de esa jefatura en ocasiones hacen la misma función de brindar seguridad al empresario”, dijo el agente.
Los policías de San Marcos daban seguridad a Parada Ruiz, un hombre que desde 2007 tenía antecedentes por hurto, estafa y falsificación o alteración de moneda. Parada Ruiz es hijo del juez suplente Ernesto Alfredo Parada Rivera e hijastro de la expresidenta del Consejo Nacional de la Judicatura, María Antonieta Josa Parada. En mayo del 2018, la Fiscalía ordenó su captura por tráfico de drogas y pago de sobornos a policías, en un expediente conocido como “Nexos-Narcos”, que terminó con una condena de 423 años de cárcel contra el supuesto empresario.
El agente Valenzuela Lima también fue procesado por el caso “Nexos-Narcos”, pero fue absuelto. El 19 de octubre de 2019 volvió a ser capturado por el asesinato de Francisco Noel Herrera Merlo, un investigador de la División Élite contra el Crimen Organizado (DECO), asesinado en la colonia Escalón, cuando departía bebidas alcohólicas con otros policías. Valenzuela Lima también fue absuelto de este caso.
La relación de Bruno con Parada Ruiz y con el agente Valenzuela Lima es algo que solo consta en documentos policiales. Ninguno de ellos está procesado por la distribución de droga en la colonia Tutunichapa, la cual importaban desde Guatemala, según las diligencias de investigación.
El dos de octubre de 2016, cuando declaró ante la División Central de Investigaciones, el agente Valenzuela Lima reiteró que después de pasar el control vehicular se dirigieron hacia un Carwash en Santa Ana. El policía mintió. Los registros migratorios confirman que todos, menos el empresario de San Marcos, salieron del país en el Toyota Hilux hacia Guatemala. Entre febrero y septiembre de 2016, el agente Valenzuela Lima reportó otras tres salidas hacia Guatemala en el pick up que solía usar Bruno.
La patrulla custodia a Bruno
El 22 de noviembre de 2016, un equipo antinarcóticos llegó a vigilar un negocio de renta de carros ubicado sobre la calle El Progreso, entre la 37 y la 43 avenida sur de San Salvador. La casa de portón negro y paredes rojas es el lugar donde funciona Genesis Rent a Cars & Sales, uno de los negocios que frecuentaba Bruno. El equipo de vigilancia observó que frente al negocio estaba una patrulla policial, equipo 01-3508.
Así quedó consignado en los documentos policiales: “Saliendo del inmueble objeto de investigación dos personas completamente uniformadas, abordan la patrulla. Saliendo unos segundos después el vehículo tipo pick up, color café, que en investigaciones anteriores se ha visto conducir a José Edgardo Bruno Ventura, adelantándose al vehículo patrulla con rumbo poniente. Seguidamente de dicho inmueble sale otro sujeto delgado, completamente uniformado y aborda el vehículo patrulla, emprenden la marcha como custodiando el pick up color café”, reportaron los investigadores.
El local de Genesis Rent a Cars & Sales era un punto de encuentro entre Bruno, policías y vendedores de droga. Los casi tres años de seguimientos policiales describen una compleja red que operaba en la Tutunichapa I, un punto de comercialización de drogas en la capital. Bruno no llegaba a esa comunidad, pero sus encuentros con habitantes de esa comunidad quedaron documentados. El 2 de enero de 2017, por ejemplo, la Policía documentó la llegada en motocicleta de William Reynaldo Alvarado Orantes al negocio a la rentadora de autos de Bruno. Los policías notaron que el joven ingresó con una mochila, pero cuando se retiró ya no llevaba nada. Al siguiente año fue capturado en la colonia Tutunichapa con 12 porciones de marihuana, 12 “lágrimas” de cocaína y un radio woki toki. William Reynaldo es sobrino de Yoni Francisco Alvarado Ayala, uno de los hombres armados que viajó a Guatemala con Bruno y con el policía Valenzuela Lima.
Al siguiente año, el 17 de enero de 2017, los agentes antinarcóticos montaron otro dispositivo de vigilancia frente al negocio Genesis Rent a Cars & Sales y descubrieron que la patrulla policial, equipo 01-3508 estaba estacionada otra vez frente a ese local.
Bruno era un hombre carismático y bondadoso. Esa es la impresión que tuvieron los policías que intervinieron a Bruno durante un control vehicular en las cercanías de la calle El Progreso, a las 06:50 de la tarde del 18 de enero de 2017. Él se conducía en un pick up Toyota Hilux, color gris claro; llevaba una pistola CZ, calibre 0.40 mm, y dijo a los policías que era dueño de un negocio de renta de vehículos que ponía a sus servicios. “Se puso a disposición por cualquier situación en el negocio de autos que tiene”, escribió un agente en el reporte.
Una de las últimas vigilancias al negocio de renta de vehículos de Bruno ocurrió el 19 de enero de 2017. La patrulla policial que fue observada en dos seguimientos anteriores estaba, por tercera vez, estacionada frente al negocio. Dos agentes y un sargento salieron del local, abordaron la patrulla y salieron con rumbo al oriente. Los agentes antinarcóticos siguieron a sus colegas hasta un negocio de comida, ubicado en la quinta avenida norte y Alameda Franklin Roosevelt, donde se encontraban cenando. Los investigadores documentaron los ONIS de los policías quienes estaban destacados en la subdelegación de San Marcos, subdelegación Miramonte y delegación del Centro Histórico. Los documentos oficiales mencionan, al menos, a nueve policías que frecuentaban a Bruno.
Un año después de los seguimientos policiales, en el 2018, la Fiscalía abrió otras investigaciones contra Bruno por estafa y lavado de dinero. La información oficial apunta a que este hombre siguió moviendo desde las sombras la distribución y comercialización de drogas en la comunidad Tutunichapa. Tras más de ocho años de investigaciones, el 11 de septiembre de 2023, las autoridades lo capturaron y lo presentaron como “el rey de la Tutunichapa”. Usaba una cadena y le decomisaron los vehículos que fueron fotografiados durante casi una década de seguimientos.