“Escapad gente tierna que esta tierra está enferma
y no esperes mañana lo que no te dio ayer
que no hay nada que hacer…
Pero los muertos están en cautiverio
Y no nos dejan salir del cementerio”
Serrat.
A los parientes de Juan Saúl les pareció sospechoso que los custodios de la cárcel de Quezaltepeque les hicieran pasar al penal.
En El Salvador, luego de 31 meses de capturas masivas y de liberaciones a cuentagotas bajo el régimen de excepión, es ya normalidad que de cuando en cuando una cárcel abra una puerta –sobre todo si no hay periodistas delante– y escupa a alguien, siempre piel sobre huesos; y, sobre la piel, las marcas de la sarna carcelaria. Ese alguien sale vestido de blanco y va poniendo un pie incrédulo delante del otro, cegado por la luz de la libertad, buscando algo que reconocer o a alguien que los reconozca. Es habitual que un grupo de parientes corra a abrazarlo y lo lancen a toda prisa al interior de un vehículo que saldrá quemando llantas, antes de que algún policía en los alrededores del penal decida capturarlo de nuevo, cosa que también es habitual.
Lo que no es común en este sistema de liberaciones es que los custodios indiquen a los familiares que entren con todo y Uber a la cárcel.
Ana, la madre de Juan Saúl, Maybelin, su hermana menor, y el primo Payo llevaban 17 días esperando que se cumpliera la orden de libertad que una jueza había dictado el 13 de septiembre de 2024, hasta que ese 1 de octubre desde la cárcel avisaron que ese día habían decidido cumplir la ley. Aquí habrá que volver a poner contexto: en El Salvador las órdenes de libertad emitidas por un juez son un tipo de documento que los carceleros se pasan con normalidad por el forro. A veces tardan semanas en cumplirlas; a veces, meses o incluso años. A veces, la persona que debía ser liberada muere en la cárcel y la orden judicial se cumple con el beneficiado hecho ya un cadáver. En fin, el punto es que cuando los custodios escucharon el nombre de Juan Saúl, dijeron a la familia que las mujeres debían esperar en la calle, mientras que el primo Payo y el motorista del Uber podían entrar a recoger al interno.
Ana y Maybelin entendieron que la amabilidad de los custodios en realidad buscaba que el tumulto de familiares de reos que se agolpa cada día afuera de la cárcel, no pudiera ver a Juan Saúl salir, y lo confirmaron cuando una custodia les recomendó que, por su bien, evitaran hacer 'bulla” con la prensa. Ningún presagio era bueno, pero habían estado esperando este momento casi dos años y, pese a los nubarrones, saboreaban los minutos que las acercaban a Juan Saúl.
Cuando el carro salió del penal, el primo Payo se bajó muy serio y creyó importante amortiguar el encuentro: “Maybelin, es bien importante que controle a su mamá para que él no la vea llorar, porque lo que van a ver… ya no es lo que era”.
* * *
La historia de Juan Saúl se cuenta a través de la historia de las mujeres que le antecedieron. Hay también algunos hombres, pero estos hicieron poco más que dejar su simiente para desaparecer luego.
Hay una abuela que trabajó de jornalera en grandes haciendas de café, que conoció su primer par de zapatos a los 15 años, que parió ocho hijos, de los cuales la mitad murió siendo muy pequeños, que trabajó de sirvienta en una guarnición militar; hay una madre que sobrevivió a la infancia de pobreza extrema y a la guerra civil; hay una hermana que fue vapuleada por los pandilleros que controlaban el cantón donde vivían y otra que trabaja hoy en un comedor de Chalatenango. Hay un padre, desde luego, que trabaja de vigilante en un parqueo y que cuando ve a sus hijos y a la madre de sus hijos finge no verlos.
Ni la abuela, ni la madre, ni las hermanas, ni Juan Saúl terminaron la primaria. Él vivió sin saber leer ni escribir. Flaco y tímido, con serios problemas para hablar –pronunciando, por ejemplo, “helo”, por “hielo”–, devino en albañil. Trabajó en la construcción de la majestuosa carretera que conduce a Surf City –la joya más presumida entre las que adornan la corona turística del país– y, junto con su hermana Maybelin, era el sostén económico de su casa, donde compartía espacio con su madre y su sobrino.
El 31 de octubre, día de brujas de 2022, la Policía irrumpió en su casa en la madrugada, mientras dormía en su hamaca. Sin que mediaran explicaciones, lo sacaron descalzo y sin camisa y lo subieron a una patrulla. Al día siguiente, Noticiero El Salvador, parte del sistema de propaganda oficial, publicó que esa noche fueron capturadas 72 personas, a las que responsabilizaban de formar parte del Barrio 18 y detallaban que habían sido atrapadas gracias a la línea de denuncias anónimas. En la publicación, un policía sin rostro se jactaba: “Con esta respuesta se le da tranquilidad a la población, la cual poco a poco va ganando confianza con las instituciones”. Juan Saúl aparece esposado, subido en la cama de un pick up policial, cabizbajo.
Cuando lo arrestaron, Juan Saúl era un hombre moreno, de 30 años, de espalda fuerte. Se quejó alguna vez de un pequeño dolor en el oído derecho.
Permaneció tres días en las bartolinas policiales de Conchalío, en el Puerto de La Libertad, y luego fue trasladado al penal de Ilopango. En Facebook, Maybelin encontró a un sujeto, de apellido Maravilla, que decía ser abogado y que por 150 dólares ofrecía dar los primeros pasos para la defensa. Una fortuna. Maybelin vendió unos zapatos; Ana, 35 pollitos que había alimentado durante días, un barril azul que les servía para almacenar agua y el par de botas de trabajo de Juan Saúl, que recién había terminado de pagar a cuotas. Se encontraron con Maravilla en una calle del Puerto de La Libertad y le entregaron el dinero. Esa fue la primera y última vez que lo vieron. Nunca más contestó sus llamadas y no volvieron a encontrarlo en Facebook.
El jefe de la obra en la que trabajaba Juan Saúl les explicó que no podría entregarles ni el pago pendiente ni el aguinaldo que le correspondía porque para ello era imprescindible que él pusiera sus huellas en una lista de pago y pues… eso era imposible.
Sobre las espaldas de Maybelin y la eventual ayuda de algunos familiares cayó el peso de los paquetes de alimentos, higiene y vestido que el sistema carcelario exige a los familiares de los reos. En diciembre, vísperas de navidad, el penal de Ilopango anunció que ponía a disposición de quienes pudieran pagarlo un “combo navideño”, que consistía en una cena de pollo para el 24 de diciembre. Costaba 50 dólares, que su familia pagó y se consolaron imaginando a Juan Saúl comiéndose un pedazo de pollo como sucedáneo de aquello que en navidad significa la familia.
Eventualmente, al ir a dejar los paquetes a la cárcel de Ilopango, los custodios les contaron que había sido trasladado a la cárcel de Izalco. Al paso de los meses, les contaron que había sido trasladado a la cárcel de Mariona. Sobre Juan Saúl su familia tenía la información que se tiene sobre un paquete en el correo. Y en esas pasaron tres meses y cinco y siete y nueve y once. Y alrededor de Juan Saúl se extendía, sólida, una lápida de silencio.
* * *
Eva tenía 22 años y de su segundo embarazo dio a luz a un varón. Al mes y medio de nacido, aquel niño murió. Según Eva, su bebé murió de ojo, una especie de maleficio que mata a los niños cuando algún alma oscura y envidiosa le desea un mal a sus padres o cuando alguien de mirada “muy alta” mira al niño sin tocarlo. La autopsia, en cambio, dijo que el bebé murió de deshidratación severa. Eva vivía con su compañero en una casita de un cantón rural cuyo nombre –así como el nombre real de Eva– no será escrito en esta historia.
Entró en depresión y la tristeza se le metió, maligna, en el corazón, que comenzó a bombear desbocado, loco. Hasta que, en octubre de 2023, Eva acabó en la sala de urgencia del Hospital Rosales, donde los médicos decidieron dejarla internada con un cuadro de alta presión y le asignaron una cama en una sala que compartía con otras cinco personas.
Frente a su cama estaba aquel muchacho. “Era pechito, los ojos se le miraban viscos y estaba todo el día esposado en la cama”, recuerda Eva. Era un animalillo huraño, silencioso, encadenado a la cama con unas esposas cerradas en su tobillo izquierdo. “A las 6 de la mañana llegaba el custodio a desamarrarlo para que fuera al baño y luego lo volvían a amarrar. Al mediodía le volvían a preguntar si quería ir al baño y después hasta el siguiente día que volvía a llegar el custodio”.
Desde el fondo de su tristeza, Eva se levantó de su cama y se acercó: “Hola, ¿ya tiene tiempo usted ahí?”. Y Juan Saúl le dijo que estaba por cumplir un año detenido. “Yo no me voy a comer mi comida, ni la he tocado. ¿La quiere?”. y Juan Saúl se lanzó sobre el plato. Hablaban a escondidas, aprovechando las largas ausencias del guardia que lo vigilaba. “Si estaba el custodio no dejaba que nadie le hablara”, explica Eva. Y así, a salto de mata, aquellas dos alas rotas, aquellos dos infortunios se fueron haciendo amigos. A él le costaba hablar, así que hablaba ella: le contó su historia, le compró fruta, le dio perfume.
Hasta que él se animó: le pidió que enviara un mensaje al único número de teléfono que guardaba en su memoria, el de su primo Payo. Payo respondió y dio a Eva el teléfono de Maybelin. Y así, un año después de su captura, Juan Saúl volvió a escuchar la voz de su familia.
Eva era el único canal a través del que Ana y Maybelin podían tener noticias sobre Juan Saúl y se volvieron cercanas. El muchacho y su desamparo se convirtieron en el proyecto de Eva, que cada vez fue más atrevida: el siguiente paso fue tomar unas fotos y enviarlas a su familia: Juan Saúl flaco y anguloso, como una rama de guayabo, vestido de blanco, encadenado siempre a la cama. Sobre su oído derecho llevaba una gasa.
El siguiente paso era un poco más arriesgado: hacer una videollamada. Juan se negó, temiendo el castigo que supondría que el custodio lo pillara infraganti, con un teléfono en la mano, saludando a su mamá. Pero Eva lo tenía todo pensado: “Le dije: yo voy a vigiar. Como yo podía caminar, me iba a vigiar al pasillo, para ver si venía el custodio”. Ana y Maybelin se apuñaban frente a la pantalla durante minutos fugaces, y notaron algo raro en la cara de Juan Saúl: “Yo miraba como que un ojito se le iba de lado. Mirame, le decía, y él se tapaba la cara con el brazo”, dice Maybelin.
A veces, Eva lo veía endurecer el rostro y apretar los dientes: “A veces –recuerda Eva– se le notaba en la cara: ¿le pasa algo? Sí –respondía él–, no aguanto el dolor”, y ella lo veía apoyar la oreja en la almohada, intentando, tal vez, que aquel tormento se durmiera un rato.
A través de esas charlas bandidas su familia supo que aquel era el tercer hospital en el que Juan Saúl estuvo interno: había pasado ya por el hospital Zacamil y por el Saldaña, sin que ninguna autoridad considerara importante decirles absolutamente nada. Eso fue demasiado para Ana, que decidió jugarse el todo por el todo y comenzó a planear un movimiento a lo ninja: llegaría al hospital, intentando ser un viento, una transparencia que se colaría hasta la sala aquella y, en el momento indicado, con la complicidad vigía de Eva, se acercaría, sigilosa, hasta el lugar donde su hijo yacía atado a una cama.
“Yo le pedí a Dios la cobertura de él”, recuerda y se lanzó a su misión: consiguió entrar y recorrer pasillos con la levedad de lo invisible y, a una señal de Eva, se materializó al lado de la cama del muchacho. “Yo me sorprendí de verle a él los ojitos tan cambiados. ¿Cómo es que él me pudo reconocer a mí y yo no lo pude reconocer a él? Yo no aguantaba mi corazón. Fue una tortura”.
Juan Saúl temió que el custodio entrara de pronto y sorprendiera a su madre cometiendo la ofensa de acercarse al hombre que había parido hacía 31 años y alcanzó a decir, espantado: “Mamá, que no la vayan a ver, si entra el custodio, hágase para allá”. Quién sabe de qué tipo de abismo Juan Saúl temió contaminar a su madre o qué tipo de tormentos la imaginó padeciendo, el caso es que la presencia de aquel amor a él le produjo miedo.
“Yo lo miraba vomitar una cosa amarilla. Vomitaba y vomitaba. Le llevé un Gatorade y se lo puse en la boca. Te voy a dejar aquí, papito, con todo el dolor de mi alma. Y me fui”. Fueron segundos, sólo fueron unos segundos, y Ana volvió a ser un viento. Una transparencia.
A los pocos días, el hospital Rosales le dio el alta –el alta– a Juan Saúl. Un custodio lo desencadenó de la cama y Eva lo vio irse sin poder despedirse, fingiendo no conocerlo. Unos días después ella también salió del hospital y volvió a casa, donde la esperaba su propio vacío. “No tengo hijos ahorita. Los que tenía se me han muerto”, dice con su cara redonda, de niña grande y triste. Nunca dejó de tener contacto con Ana y con Maybelin.
Cinco meses después de haber conocido a Juan Saúl, la Policía llegó por la noche a la casa de Eva y se llevó a su compañero acusándolo también de ser miembro de pandillas.
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Era obvio que algo no andaba bien, que dentro del cuerpo de Juan Saúl se incubaba algo maligno, así que su hermana volvió a insistir en contratar a un abogado. “Ay, Maybelin, ya viste lo que nos pasó con el otro”, recordó Ana. Pero en este punto es importante decir que Maybelin es de un carácter terco y fiero. Así que volvieron a buscar en el lugar donde se encuentran a los abogados: las redes sociales. Visitó Facebook de abogados, Youtube de abogados, Tik–Tok de abogados y se decidió por uno.
La necesidad de buscar con urgencia a un abogado fue alimentada también por algo que vieron en redes sociales: luego de su paso por el Hospital Rosales, Juan Saúl volvió a desaparecer en el silencio del sistema penitenciario durante meses, hasta que en Tik–Tok Ana creyó verlo de nuevo.
Resulta que, ante la falta absoluta de información en las cárceles, algunas personas han creado cuentas anónimas donde suben fotos o videos de los reos que llegan a los hospitales públicos. Cuando algún alma bienhechora los ve en un hospital, les toma fotos en secreto y las sube a Tik–Tok con la esperanza de que sus parientes los reconozcan. Encontraron dos fotos: en la primera Juan Saúl está sentado en una cama, de nuevo en el Hospital Rosales, sin camisa. Es una foto mala, tomada desde lejos, pero se alcanza a ver un esqueleto viviente, es un costillar y unas clavículas. Una cabeza inclinada. La segunda es en el hospital Saldaña. Juan Saúl es irreconocible: un cráneo de ojos tristes, unos huesos vestidos de blanco, una boca diminuta e inexpresiva, hecho un ovillo sobre una silla de ruedas, a la que está encadenado por el pie izquierdo. En ambas fotos, está solo.
Cuando Maybelin fue a la cárcel de Mariona a dejar paquetes, los custodios le aseguraron que sobre su hermano no había ninguna novedad que reportar, pero hemos dicho que Maybelin es fiera, así que les mostró las fotos en su teléfono: “¿Y esta persona quién es? ¿Por qué me dicen que está aquí si está en el hospital? ¿Cómo tienen el corazón así de duro?”. Los custodios, palabras más, palabras menos, le dijeron que dejara de incordiar y se largara.
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Del defensor público, designado por la Procuraduría General para este caso, si es que designaron alguno, nunca se supo, pero en un tuerce de esta historia oscura, y para gran sorpresa de la familia, el nuevo abogado privado encontrado entre la maleza salvaje de las redes sociales resultó ser abogado, de los que hacen cosas de abogado: reunió documentos para probar que Juan Saúl no tenía antecedentes de ningún tipo, que trabajaba como albañil en obras públicas y consiguió documentar su paso por el Hospital Rosales (según la familia, tanto el Hospital Zacamil como el Saldaña se negaron a entregar expedientes) y, armado con lo que consiguió, fue a alegar ante una jueza que el muchacho era inofensivo, que no tenía posibilidades de escaparse y que estaba gravemente enfermo. El día 13 de septiembre de 2024 se emitió una orden de libertad con medidas cautelares a favor de Juan Saúl y –17 días después– alguien en la Dirección de Centros Penales decidió que era momento de acatar la sentencia judicial.
Cuando el primo Payo entró junto al chofer del Uber a la cárcel de Quezaltepeque no llevaba grandes expectativas: de ese mismo penal le habían llamado semanas atrás pidiendo gotas para la otitis y pañales de adulto. Payo pensó que la mala señal eran los pañales de adulto.
Pero lo que Payo se encontró dentro del penal no tenía los ojos de su primo ni su cráneo ni sus músculos ni su vida: eran huesos juntados por una piel tensa, coloreada por la escabiosis, también conocida como sarna humana. Y Payo se negó a cargarlo para subirlo al carro. Temió romperlo. Fue el motorista quien lo levantó en brazos y lo metió al asiento de atrás, como quien mete en una jaula a uno de esos pajarillos sin plumas, caídos del nido, que se mueren al tacto. Por eso, al salir de la prisión, el primo Payo trató de advertir a Ana y a Maybelin que dentro del carro estaba, apenas, lo que quedó de Juan Saúl luego de dos años en las cárceles salvadoreñas.
Era incapaz de mantenerse sentado mucho tiempo. Al quitarle la venda del oído, un chorro de líquido purulento se derramó sobre el regazo de su hermana. La cabeza deforme, inflamada del lado derecho, se sostenía apenas sobre el cuello. Hablar era doloroso, comer era doloroso. Estar de pie era imposible. Y así llegó a aquella champa de lámina, de piso de tierra, sin agua, con una letrina a medio hacer. Alcanzó a decir que en el penal de Mariona un custodio le maltrataba doblándole la mano y que eso le dolía mucho, alcanzó a decir que en Quezaltepeque debía tomarse una pastilla que le hacía dormir, que apenas lo alimentaban, que vio morir gente. Alcanzó a decir que jamás supo de aquel “combo navideño” de 50 dólares.
Al tercer día tuvo que ir a firmar a un juzgado. Fue bajado en brazos del vehículo que pagó su familia y llegó en silla de ruedas a poner su huella en un papel. Ana recuerda la mirada de asombro de los empleados judiciales.
Pese a los cuidados de su madre y al sacrificio de Maybelin, Juan Saúl no mejoraba, no comía, no dejaba de tener una secreción maloliente por la oreja, de vomitar un líquido amarillo. Fueron al Hospital San Rafael, le pusieron suero, le dieron a su madre tres blíster de Amoxicilina y lo mandaron para casa. Pero Juan Saúl no mejoraba, así que a los días volvieron, ahora al Hospital Rosales: llegaron a las 8 de la mañana, a urgencias, y lo atendieron a las 3 de la tarde y a las 10 de la noche decidieron que no tenían cupo y lo remitieron al Hospital El Salvador y, aunque ahí la atención fue expedita, Juan Saúl ya había perdió la paciencia: “Si me van a dejar aquí mejor me hubieran dejado en la cárcel, ya no aguanto los hospitales, sólo están va de puyarme y puyarme”, y suplicó a su familia volver a aquella chabola de lámina a la que llamaba hogar.
Los médicos del Hospital El Salvador elaboraron un informe con su diagnóstico antes de devolverlo a su madre: haciendo constar que Juan Saúl estuvo preso dos años y escribieron también: “Ojos: pirla, secreción purulenta en ojo derecho. Oído: masa retroaruticular derecho, eritematoso, doloroso a la palpitación, presenta orificio de aproximadamente 5 milímetros de diámetro con salida de secreción amarillenta no fétida. Boca: dificultad a la apertura mandibular por tumefacción”. También escribieron: “Otitis externa aguda, desnutrición severa, enfermedad renal agudizada… y conjuntivitis”. En el informe se especifica que Juan Saúl fue diagnosticado con cáncer en febrero de 2024, siete meses antes de ser liberado. Dice también que al momento de ser revisado por los médicos de ese hospital estaba ya “fuera de protocolo quirúrgico y oncológico”. Una persona que trabaja en ese hospital y que tuvo acceso al caso explicó que el cáncer originado en el oído derecho había bajado por la garganta y había subido también al cerebro, en una zona que a esas alturas ya no era operable.
Un día, Juan se quejaba del dolor de estómago. Ana recuerda aquel día: “Le dio un dolor en el estómago y yo le fui a comprar una purguita que me costó casi 10 dólares. Él quería hacer, ¿pero cómo iba a hacer necesidad si tenía restasal de tiempo de no comer comida? Cuando él me dijo: ‘¡ay, mamá, me duele!’. ‘Ya te voy a sobar las canillas, papito’, le dije yo, porque era un dolor en esto de las canillas, incansable, esto de aquí se le ponía como que tuviera una bolsa de hielo, heladísimo. ‘Ya no aguanto los cuerdones’, me decía. El dolor de los cuerdones es fuerte porque yo lo he tenido. Él sentía que se estaba acalambrando y yo creo que todo eso le ha de haber llegado al corazón. Porque un dolor de los cuerdones es terrible. Él sudaba agua de los pies. Yo fui a cortar chichinguaste, en la madrugada, junto con chichipince, orégano y una que le dicen mala madre, que dicen que es buena para el cáncer. Puse a hervir las hojas y se lo acercaba tantito, así, que sólo le llegara el humito. Y le daba alivio el calorcito, sólo el humito le estaba llegando a los poros para que agarrara calor. Pero luego le volvía el muy sudor helado. ¡Como que esté usted en una refrigeradora! Cuando yo le tocaba las manos, las tenía como que esté tocando agua helada. Como que le estaba saliendo esa agua heladísima. Ya no podía encoger las canillitas y yo le decía: ‘papito, te voy a dar masaje’. Pero ya no pude encogérselas. Quiso ir a hacer necesidad, pero ahí se cayó”.
Ana llamó a su yerno, la pareja de Maybelin: “’Sigfredo, venga a ver’. Cuando él lo ve, le dijo: ‘Saúl, no nos dejés’, y se puso de rodillas a decir un salmo, pero él ya la vista la tenía para arriba, los ojos en blanco. Maybelin ya le había hablado al del carro, pero él ya iba helado, ya no llevaba calor en su cuerpo y yo le decía: ‘¡Saúl, Saúl!’, y él ya llevaba duro aquí (la mandíbula), y yo le tocaba los pulsos y nada”.
Al llegar al Hospital El Salvador, 13 días después de haber sido liberado de la cárcel de Quezaltepeque, a las 10 y 30 de la noche, los médicos informaron a Ana que su hijo estaba muerto.
En la esquela de medicina legal, firmada por la doctora Milagro de los Ángeles Alvarado de Martínez, con número de licencia 18289, se especifica la causa de la muerte: “Edema pulmonar”, que es siempre la consecuencia de otras afecciones y que es, en resumidas cuentas, el encharcamiento de los pulmones, lo que es lo mismo que decir que murió porque dejó de respirar. Según el Socorro Jurídico Humanitario, es la razón que aparece escrita en el 90 % de las esquelas de los internos que fallecen luego de haber sido arrestados bajo el régimen de excepción.