El padre Paul Schindler recuerda el día cuando Óscar Romero se sentó tembloroso a su lado. Romero sabía que no estaba precisamente en su círculo de amigos. La escena sucedió en una reunión del clero a principios de 1977, y muchos de los sacerdotes estaban furiosos: el hombre con el que habían chocado, Romero, acababa de ser nombrado como nuevo arzobispo.
Cuando la reunión estaba por terminar, le preguntaron a Romero —quien todavía no había tomado posesión— si quería decir unas palabras. En lo que respectaba a Schindler, aquellas quizás serían las últimas palabras que él escucharía directamente de la boca de Romero. Desalentado ante la posibilidad de trabajar con alguien en quien no confiaba plenamente, Schindler le había dicho a su obispo en Cleveland que había decidido regresar a casa después de ocho años de trabajo pastoral en El Salvador.
“Él pasó al frente y comenzó a hablar —cuenta Schindler— y después de media hora, me dije a mí mismo: No voy a irme a ningún lado”.
Fue el primer destello de algo que, hasta ese momento, había estado escondido para Schindler y muchos otros: Romero había comenzado a cambiar. Tiempo atrás, en sus años como obispo auxiliar en San Salvador, muchos lo calificaron de ser muy dócil, demasiado resignado al orden social, el cual, sentían, clamaba por un cambio. Luego, en 1974, fue nombrado obispo de Santiago de María, una diócesis rural donde la represión del gobierno se había extendido y donde, mientras Romero fue obispo, se dieron las primeras masacres de campesinos. Sus tres años ahí le afectaron profundamente.
Fue en esos años, cuando Eva Menjívar lo conoció. Era una de muchas monjas que, en los años 60, dejaron sus conventos en San Salvador para ir a trabajar a parroquias rurales que no tenían sacerdotes.
Fue asignada a Ciudad Barrios, el pequeño pueblo en el oriente de El Salvador donde Romero nació y creció. El pueblo era parte de la diócesis de Santiago de María y para cuando Romero fue nombrado obispo, Menjívar y otras hermanas ya habían establecido programas de catequesis y alfabetización, al igual que capacitaciones de costura y mecánica.
Menjívar asegura que cuando la gente invitaba a Romero a comunidades remotas, él casi siempre aceptaba ir. Recuerda una ocasión en la que los residentes de una aldea prepararon un juego para él, un juego en el que habían escrito varias parábolas del evangelio. Después, compartieron sobre qué significaban esas parábolas para ellos.
Al finalizar, como quien consulta a un experto, pidieron a Romero que les dijera qué significaban realmente esas parábolas. Su respuesta, según Menjívar, fue: “No tengo nada que agregar. Hoy he aprendido más de la biblia que cuando estudié en el seminario en Roma”.
“Nunca habíamos visto a un obispo acercarse a la gente de la manera en la que él lo hizo. —asegura Menjivar— Él saludaba a todos, le hablaba a todos y si tenían preguntas, él estaba feliz de responderles.” La experiencia de Schindler fue similar: “Siempre que lo invitábamos, y no solo a la iglesia sino que también a las comunidades rurales, él venía. Siempre estuvo ahí, con la gente. Eso era lo que hacía: Caminar con ellos, sentir con ellos, inspirarlos”.
Menjívar también recuerda los retiros mensuales que las hermanas tenían con Romero, al igual que una vez que la Guardia Nacional había arrestado a dos jóvenes catequistas en Ciudad Barrios. Romero fue inmediatamente para exigir su liberación. Para asegurarse que no los arrestaran de nuevo, los llevó a Santiago de María y escuchó las historias de cómo habían sido torturados.
Menjívar luego fue transferida a una parroquia cerca de Aguilares. Ahí, ella trabajó con el sacerdote jesuita Rutilio Grande, quien ahora está en proceso de canonización. La tarde del 12 de marzo de 1977, estaba en misa cuando le pasaron una nota que decía que Grande había desaparecido. Ella se fue directo a Aguilares y al llegar se dio cuenta que Grande había sido asesinado junto con un anciano campesino y un adolescente.
Grande y Romero se habían vuelto amigos cercanos a finales de los 60, cuando ambos vivían en el seminario en San Salvador. Cuando Romero fue nombrado obispo en 1970, le pidió a Grande que fuera maestro de ceremonias en su consagración. Los cuatro años siguientes —hasta que dejó Santiago de María— Romero tuvo amargas disputas con los sacerdotes de la arquidiócesis y cuando, para desilusión de sus detractores, fue nombrado arzobispo en 1977, Grande fue quien lo apoyó.
“Rutilio nos dijo: ‘Sí, él es conservador pero es honesto y alguien con quien se puede trabajar’”, aseguró el padre Pedro Declercq, un misionero belga cuyo trabajo con las comunidades cristianas de base provocó el bombardeo de su parroquia.
Declercq no tuvo que esperar tanto para ver lo mucho que Romero había cambiado. Ellos tuvieron una desagradable discusión en 1972, cuando sus parroquianos invitaron a Romero para celebrar la misa y explicar por qué él había justificado, en nombre de la conferencia de obispos, una invasión militar en la Universidad Nacional de El Salvador.
El ejército había herido a mucha gente, arrestado a otros tantos, y desalojado a quienes vivían en el campus universitario. La discusión entre Romero y los feligreses marcó el inicio de la homilía pero pronto se convirtió en un griterío que terminó con Declercq rasgándose las vestiduras y diciendo que la misa se daba por terminada.
Cuando Romero regresó a San Salvador como arzobispo, visitó la parroquia otra vez. Tal como lo relata la hermana Noemí Ortiz en el libro de María López Vigil, “Monseñor Romero. Piezas para un retrato”:
[Romero] trajo a colación [el incidente de la última visita] tan rápido como pudo. “Ni siquiera pudimos celebrar la eucaristía esa tarde… Nos estábamos insultando unos con otros… ¿Se acuerdan? Yo lo recuerdo bien y ahora, como su pastor, quiero decir que ahora entiendo lo que pasó ese día y, aquí, delante de ustedes reconozco mi error. Yo estaba equivocado y ustedes estaban en lo correcto. Ese día ustedes me enseñaron sobre la fe y sobre la Iglesia. Por favor, perdónenme por todo lo que pasó ese día.”
Bueno, todos nosotros, jóvenes y viejos, comenzamos a llorar… Rompimos en un aplauso y nuestro aplauso se fundió con la música de la fiesta… Todo estaba perdonado.
En la noche de la muerte de Rutilio Grande, Menjívar estaba sentada al lado de su cadáver, usando una toalla para absorber la sangre que estaba goteando, cuando Romero llegó a la parroquia. Ella asegura que cuando él se acercó al cuerpo, luego de quedarse en silencio por varios minutos, dijo: “Si no cambiamos ahora, nunca lo haremos”.
El Sacerdote jesuita Jon Sobrino, destacado teólogo de la liberación, estaba en la parroquia esa noche, y fue él quien abrió cuando Romero tocó a la puerta. Mucho antes Romero había criticado los escritos de sobrino sobre Cristología, más tarde, como arzobispo, le consultaría cada vez que preparaba una carta pastoral.
Sobrino dijo poco después del asesinato del mismo Romero: “La gente comenzó a referirse a él como una persona y cristiano excepcional. En la misa que celebramos en su honor en la UCA (Universidad Centroamericana), Ignacio Ellacuría dijo: ‘Con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador’. La gente de manera espontáneamente lo proclamó santo”. (En 1989, el padre Ellacuría junto a cinco jesuitas más y dos de sus colaboradoras fueron asesinados en la UCA.)
Cuando el papa Francisco ratificó el estado de Romero como mártir, Schindler dijo: “La gente en la parroquia ha estado esperando esto por mucho tiempo. Para ellos, él es un santo y siempre lo ha sido. Ahora que el pronunciamiento se ha dado, ellos van a estar muy emocionados”.
Menjívar también compartió sus emociones al escuchar las noticias: “Me sentí llena de alegría y —al mismo tiempo— pensé para mí misma, espero que esta sea una oportunidad para quienes lo mataron de convertirse.”
*Gene Palumbo es periodista. Realizó su primer viaje como reportero a El Salvador a principios de 1980. Se mudó ahí para dar cobertura a la guerra, y desde entonces ha permanecido en el país. Reportea frecuentemente para The New York Times y también ha trabajado para Commonweal, National Public Radio y Canadian Broadcasting Company.
Traducción de Clara Villatoro, de “Remembering Romero”, publicado en ReVista: Harvard Review of Latin America.