Opinión / Desigualdad

Seamos exageradas y ridículas


Lunes, 9 de mayo de 2016
Aida Betancourt Simán

Hizo falta un hashtag, #miprimeracoso, para que miles de mujeres en México y Centroamérica se desahogaran por fin y contaran su iniciación a la violencia de género en este mundo injusto donde sentimos más miedo, más vergüenza y más vulnerabilidad que los hombres por el siempre hecho de ser mujeres en un continente machista.

Estas iniciaciones suceden a menudo desde la primaria, y van desde comentarios inapropiados, pasando por roces abusivos, hasta violaciones.

En nuestro país, muchísimos embarazos de niñas y adolescentes son producto de violaciones —en El Salvador, cualquier tipo de relación sexual con una menor de 15 años es ilegal—. Y miles de estas son perpetradas por parientes, vecinos o amigos de la familia —20 % de las niñas de entre 10 y 12 años tuvo su primera relación sexual con un familiar— ; por aquellos que, se supone, cuidan y protegen a las niñas; por lobos vestidos de oveja.

En su columna “No me toquen, no me miren y no me digan qué hacer con mi vida”, Laura Aguirre enumera experiencias de mujeres que han sufrido situaciones de abuso cotidiano. De esas, todas tenemos decenas: ingenieras que no pueden ir a supervisar obras —“soy mujer y solo hay hombres obreros, no me dejan”—; empleadas que son acosadas con mensajes nocturnos de sus jefes pero que, sin corresponder, no denuncian —“tengo una familia que alimentar y al final es su palabra contra la mía”—; jóvenes a quienes hombres casados han derrumbado puertas —“me pregunto si fue mi culpa porque fui demasiado buena gente”—; profesionales que tienen que dejar sus trabajos por presion de su pareja —“mi marido sabe que mi jefe es coqueto y no le da confianza”—; o mujeres a quienes sus novios han maltratado físicamente pero no dicen nada —“mi hermano lo mata”—. En mi caso, el adoctrinamiento empezó con un simple “no seas tan escandalosa para reirte, que eso a los niños no les gusta y nunca vas a conseguir novio”, cuando tenía trece años.

Yo no he dejado de carcajearme. Pero sí he dejado de ir a un supermercado porque el vigilante me hace comentarios irrespetuosos cada vez que llego, de usar cierto tipo de ropa si voy a tener que bajarme del carro, de ir a un gimnasio porque el parqueo es muy solitario. También he tenido que bajarme del transporte colectivo antes de mi parada por abusos de manos anónimas e inventarme decenas de novios para justificar negativas, porque un “no me interesa” —a mí, a Aida— no basta.

Laura ha iniciado una discusión necesaria y ha abierto un espacio para que muchas mujeres podamos reconocernos en muestras cotidianas de machismo y preludios de abuso, en acciones que normalizamos y que abren paso a las manifestaciones más violentas de este fenómeno. Además, ha tirado luz sobre la normalización de estos comportamientos, tanto por hombres como por mujeres que convierten a cualquiera que denuncia en una exagerada, aburrida, ridícula. O en una calientahuevos. O en una feminazi. De mujer consciente y que hace valer sus derechos, nada; de mujer valiente, poco.

Antes, yo era de las que agachaba la cabeza y se hacía la sorda.

Luego, decidí responder y, al menos, enfrentar al abusivo con miradas agresivas, para recordarle que eso a lo que le silba no son piernas, escote o caderas, sino una persona.

Hace una semana, un mesero en un restaurante me hizo un comentario ofensivo y fuera de tono. Asqueroso. Mi reacción de incredulidad lo paró en seco, pues claramente esperaba que sus palabras pasaran como una broma, en total impunidad. No pude hacer más, ni decir más, que señalar airada que era una falta de respeto, con una elegancia de la que mi abuela estaría orgullosa. Pero la rabia y las inmediatas ganas de llorar me impidieron reaccionar con mayor firmeza e intolerancia, o denunciarlo de alguna forma. Y mayor fue luego mi cólera cuando, al contarlo a varios de mis allegados, su reacción fue reírse. Reírse por el ingenio del comentario.

Seamos aburridas. Seamos exageradas. Seamos ridículas.

Seamos lo que sea.

Pero dejemos de avergonzarnos de las curvas de nuestro cuerpo.

Dejemos de pensar qué nos vamos a poner porque puede que sea muy provocativo.

Dejemos de tener miedo de caminar solas.

Dejemos de fingir hablar por teléfono con nuestros padres, como yo todavía hago cuando voy sola y siento a alguien cerca, con la llave lista en el puño, para que no nos hagan nada.

Dejemos de normalizar estos comportamientos: contemos, compartamos, denunciemos que #noesnormal.

Mientras sigamos normalizando el acoso y callando nuestras historias, los abusos se repetirán y seguiremos hundiéndonos en sociedades machistas que callan, maltratan y asesinan a sus mujeres.

 

*Aida Betancourt Simán tiene doble Licenciatura y una Maestría en Derecho y Ciencias Políticas  por la Universidad de Paris II Panthéon Assas y la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha trabajado como abogada en arbitraje internacional y es consultora en temas de gobernabilidad y comercio regional.

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