El ocho de marzo vi una foto de Francisco Campos en El Diario de Hoy. La protagonista era una mujer hincada que miraba un suelo de tierra. Lloraba. La noticia decía que aquella era la madre de un chico de 15 años llamado Carlos Ulises. A él lo mataron a balazos en el camino hacia su centro escolar. Quedó tirado en una zanja. Los policías no dejaron que ella se acercara a la escena. Le entregaron un par de zapatos negros que él llevaba puestos y la dejaron llorando, agachada, a unos metros de lo que quedó de su hijo.
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La maternidad sigue siendo una experiencia casi inevitable para las mujeres, la más valorada y respetada por encima de cualquier otra. Desde pequeñas nos enseñan a creer que un día seremos mamás. Por eso nos compran muñecas, jugamos a la familia, imaginamos nuestras casitas, porque un día se supone que todas cumpliremos con ese deber, que nos dicen que es sagrado, de procrear y cuidar hijos, los hombres y mujeres del futuro.
Pero para lo que nadie nos prepara –ni nos lo cuentan - es para el miedo. Ese miedo permanente de tener hijos en uno de los países más violentos del mundo. Para muchas cumplir con la tarea materna, esa que nos dicen que es tan fundamental para la sociedad, es en realidad una tarea casi imposible. Tantas se vuelven madres sin estar preparadas contra la violencia de la desigualdad social. Esa que no les permitirá dar a sus hijos una vida buena y sin carencias. Y otras, casi todas, viven en la zozobra constante al ver cómo cada año sus pequeños se acercan más y más a las etapas mortales de la adolescencia y juventud. Porque en El Salvador ser joven es sinónimo arriesgar la vida, de ser asesinado, de engrosas los números rojos de homicidios. Más aún si se ha nacido hombre. La tasa de homicidios de hombres jóvenes (15-29 años) en el 2014 fue de 208.2 por cada 100 mil habitantes (3.4 veces más que la tasa nacional). Es de espanto. La maternidad y crianza en condiciones decentes y seguras es un lujo que solo algunas se pueden dar.
El 10 de mayo, día de la madre, los periódicos con seguridad estuvieron llenos de anuncios de planchas y licuadoras baratas para regalar a nuestras amadas progenitoras. La televisión con seguridad, una vez más y como siempre, estuvo hablando de nosotras como el pilar de la familia y la sociedad, como esos seres idealizados llenos de amor incondicional y sacrificio perpetuo. Como cada año toda una sociedad nos recordó el supuesto sentido máximo de nuestra existencia: los hijos. Como realidad paralela pienso en la madre de Carlos Ulises, pienso en todas las madres que han visto desaparecer a sus hijos así en los últimos años, sin explicación, sin esperanza de justicia, sin poder reclamar a nadie. Son estas mujeres, y no las de las revistas rosa, las que componen la estampa de la maternidad en nuestro país.
Ayer, 10 de mayo, hice un minuto de silencio por ellas, por todas y cada una de las madres que no tuvieron nada que celebrar porque han perdido a sus hijos e hijas en este vendaval de violencia. Y lo hice también por todas aquellas que están a punto de perderlos.
*Laura Aguirre es estudiante de doctorado en sociología en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín. Su tesis, enmarcada dentro de perspectivas feministas críticas, está enfocada en las mujeres migrantes que trabajan en el comercio sexual de la frontera sur de México. Su trabajo también abarca la sexualidad, el cuerpo, la raza, la identidad y la desigualdad social.