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La familia del fin del mundo (texto)

Viven escondidos entre los cerros y montañas del sur de Morazán, protegidos por los huatales y por el río Torola. Viven como congelados en el tiempo, temerosos de un mundo exterior violento, del cual no quieren nada, porque solo les traería muerte, como ocurrió hace 26 años.  Aquí violencia fue la guerra, que les mató hermanos, primos, tíos y vecinos.

Miércoles, 11 de noviembre de 2009
Daniel Valencia

-¡Aquí no, por favor! -suplicó David a sus captores.

-Aquí no, muchachos, que ahí no más está lavando la Orbelina –dijo de nuevo, antes de que se lo llevaran prisionero al centro de la plaza, ubicada a 20 metros de aquella esquina del pueblo.

Cuando se topó con aquellos dos guerrilleros -cuenta Orbelina-, David tenía la expresión de alguien que acaba de ver el huesudo saludo de la muerte cuando esta llega con invitación en mano para que se le acompañe en un viaje irrenunciable. Tenía en la cara una mancha blanca algo opaca y las ojeras, estiradas hacia abajo, le robaron en segundos la vitalidad de sus 20 años. Parecía un enfermo terminal. Orbelina se preguntó qué le pasó a su primo porque minutos antes lo había visto correr, apurado, rumbo a la casa de su abuela, prendiéndose de las esquinas como gato, mirando para todos lados, con su color moreno natural todavía estampado en la piel. David había escapado de la escuela ubicada en la punta de la loma, en donde lo tenían capturado junto a otros 13 compañeros. Después de verlo pasar así, Orbelina creyó que huiría trepando como cabra el San Gregorio, ese cerro imponente que se cree el dueño de este poblado de Morazán.

Aún hoy sigue preguntándose Orbelina qué le habrá pasado a David, porque minutos después de escapar de sus captores venía de regreso, dando pasos firmes y rápidos sobre el centro de la calle empedrada, como decidido a sufrir la misma suerte que correrían sus compañeros minutos más tarde.

David todavía traía encima el uniforme y con ambas manos apretaba el fusil que  le dieron en el cuartel de San Francisco Gotera. Ese no era el primer fusil que tocaba, porque tenía una puntería de campeonato afinada en la caza de venados, que practicaba junto a su padre en los cerros y huatales que arropan a San Isidro, antes de que iniciara la guerra.

Una voz ronca y fuerte hacía temblar a cualquiera en el pueblo y hacían olvidar sus 1.60 de estatura y su complexión delgada. Entonces parecía un roble macizo, que protegía al pueblo –o al menos eso creía él-; entonces era el comandante de las defensas civiles de San Isidro, este municipio en el centro-occidente de Morazán. A él nadie le decía que no. Pero nada de eso importó cuando llegó a la esquina de la calle. El comandante David se entregó resignado, quizá porque ni su fusil ni su buena puntería le ayudarían contra unos 300 guerrilleros que habían tomado el lugar. Y David ya no podría escapar una segunda ocasión.

Antes de toparse con sus verdugos, giró el cuello y miró por encima de su hombro derecho, y se despidió de su prima con un cruce de miradas que Orbelina hoy todavía recuerda como una imagen en cámara lenta. Ella hubiera querido que David le guiñara el ojo derecho o que se hubiera despedido levantando la mano. Pero aquello fue un cruce de miradas. Nada más.

Ella entonces dejó de lavar y observó aquella escena con los párpados abiertos en flor, mientras  el jabón que cargaba en la mano derecha escupía espuma y la camisa de su mamá, que apretaba con su mano izquierda, lloraba agua sobre la plancha de piedra. David, ya prisionero, se alejaba rumbo a la plaza escoltado por sus captores. Aquella fue la última vez que Orbelina lo vio con vida.

Cuando a los habitantes de San Isidro se les pregunta por qué ahora aquí nadie se mata, invariablemente todos cuentan la historia de David y de sus 13 compañeros ajusticiados.

*

Octavio Guevara llegó a la comandancia después de cenar con su familia y se encontró con un David taciturno recostado en la pared exterior, con la pierna derecha recogida, y la mira del fusil, de pie, a su lado, apuntando al cielo estrellado.

-Con que ya regresaste -le dijo David, mientras terminaba un cigarrillo y apartaba la mirada para ver a cuatro de su pelotón jugar “perro”.

Ahí, rodeados por sacos de arena, las dos parejas contaban bastos, reyes y reinas en un juego donde quien primero llega a 21 puntos gana la partida. La luz de los candiles hacía bailar sus sombras. Jugaban en la comandancia a cuatro rondas y por parejas, y seguían con vida quienes ganaban tres de las cuatro partidas. En un juego normal, aquellas parejas que quedan empatadas salen del juego para dar paso a otras dos. Las cuatro rondas no duran ni cinco minutos y aquella noche, para cuando llegó el turno de Octavio, David ya estaba encerrado en uno de los cuartos de la comandancia.

-Buenas noches, muchachos -fue lo último que dijo aquel 30 de marzo de 1983. A las 9 de la noche fue la última vez que Octavio Guevara lo vio con vida.

Recién había regresado Octavio a San Isidro para pasar las vacaciones de Semana Santa con su familia, y la primera actividad en su agenda era jugar perro con sus amigos, esos que estaban apostados en la comandancia. Hoy día, este juego de baraja continúa reinando en esta zona montañosa perdida de Morazán. Por las tardes -y ya entrada la noche- hay grupos de hombres mezclados con jóvenes en el parque o frente a la nueva cancha de fútbol, esa que antes era un plano a la par del cementerio en donde aterrizaban los helicópteros del ejército que llegaban a descargar ataúdes con cuerpos jóvenes abatidos por las balas en sabe Dios cuál combate de la zona oriental del país. Hoy, frente a esta pista de aterrizaje mortuoria se celebran las más reñidas disputas del juego de cartas, que sacan gritos de alegría a los ganadores y maldiciones a los perdedores.

A Octavio Guevara le gusta jugar a los naipes. Le gusta “chiviar”, como a la mayoría de sus vecinos, familiares y amigos. Por eso quería que la tarde pasara rápido aquel 30 de marzo, para jugar junto a sus secuaces de naipes, arrullados por el barullo de la brisa nocturna cuando acaricia los árboles del San Gregorio. Pero la madre de Octavio Guevara mandó a su hijo junto a su padre, para que recogieran juntos las tejas de barro recién salidas del horno. Ni el padre ni el hijo se imaginaron que en aquel descampado atrás de su casa iniciaría, en la madrugada del 31, la toma que más tarde acabaría con la vida de David y los 13 defensas civiles. De aquella tarde, Octavio solo recuerda que soplaba un curioso viento helado, cuando lo normal ahí es ni frío ni calor.

Cuando se encontró con su padre, Octavio le contó que la paga en las construcciones de La Libertad era muy buena y que en un par de años podría recoger el dinero suficiente para regresar al pueblo y poner una tiendita. Fue una premonición acertada porque Octavio, para el final de la guerra, ya vivía de nuevo en su pueblo y vendía huevos, cereales, leche... Aquel miércoles en la noche,  la familia celebró el retorno del muchacho con una cena de frijoles con cuajada y café -traído desde San Simón, el pueblo vecino- como bebida. En San Isidro se toma mucho café, que se muele en la casa de la niña Martina, la madre de Orbelina y tía de David. En San Isidro no hay cantinas, y aquellos que se atreven a contravenir la ley del pueblo compran el ilegal chaparro en algún rancho perdido de las afueras del casco urbano.

Octavio fue de los pocos de su generación que se negaron a prestar servicio en las defensas civiles porque aquello no era un pleito que le concerniera. Obligado estuvo cuatro meses encuartelado un año antes de la masacre y en la primera licencia que tuvo se trepó el Cacahuatique y fue a parar a más de 200 kilómetros por carretera al occidente, a La Libertad. Cuando regresó se enteró de que David seguía al frente de la comandancia y que también seguía reclutando a los hombres de San Isidro. A los que no prestaban turno les cobraba cinco colones que servían para comprar la voluntad de otros, que miraban aquella tarea como una vigilia en donde se pasaba bajo el estímulo del café, los cigarrillos y los naipes. En San Isidro, de sus casi 3 mil habitantes actuales, son pocos lo que no tienen parentesco con otros pobladores. Y hace 26 años, cuando el pueblo tenía menos población, aquel batallón de campesinos liderado por uno más diestro que el resto fue presa fácil para la guerrilla, que los devoró sin piedad.

El comandante David quizá no se imaginó que la guerra le tocaría tan fuerte a la puerta porque a los familiares que rehusaban prestar servicio David los reprendía con crudeza, recordándoles que le debían respeto y fidelidad al pueblo que los vio nacer. Y a los que no eran familiares, los reprendía con más fuerza. Hubo uno de estos -dice Octavio-, que un año antes de la toma se quejó por el maltrato del comandante. Después de agarrar valor con el medio litro de chaparro que le corría por las venas, el muchacho se abalanzó contra David y este, que no iba a perder la autoridad frente a los suyos, lo recibió con una descarga del fusil. Lo mató frente a todos. “Era jodido”, dice Octavio.

Un año antes de la toma, David y el grupo de defensas atraparon a un guerrillero que intentó en vano cruzar por el Torola. 'Hoy vamos a cocinar carne', lo azuzaba David, recuerda Octavio. El guerrillero se les escapó de milagro, cuando lo tropa lo llevaba a un huatal para matarlo. Corrió y corrió  hacia abajo, hacia el Torola, escapando de los disparos que dejaba ir David. Aquella vez no tuvo puntería.

La fama del comandante era conocida por todo el cerro Cacahuatique, que protege a los poblados de Osicala, San Simón y San Isidro. Y en años en que el batallón guerrillero Arce Zablah comenzaba a dominar la zona, esa fama sería su sino. Por eso, aquel 31 de marzo David sufriría la peor de las torturas después de ser capturado. Ni siquiera el destrozo que horas antes hizo la guerrilla con los 13 de la defensa civil ni la emboscada que mató a todo un batallón del Belloso -que intentó auxiliar a la comandancia de San Isidro- fue tan cruel, a juicio de los lugareños, como lo que le hicieron a él.

A los defensas civiles los ajusticiaron en la escuela, en la punta de la loma por donde venían bajando los captores de David cuando se lo encontraron en aquella esquina del pueblo, cerca de la plaza. A unos les pegaron balazos en la cabeza; a otros, los degollaron. Ya nadie recuerda cuántos murieron por filo y cuántos por plomo.

Al batallón del Belloso la guerrilla lo emboscó cerca de la entrada de San Isidro, en el caserío Sequía de Agua, de donde era originario David. Los dejaron avanzar, confiados, mientras un número mayor de guerrilleros se escondía en la espesura del Cacahuatique a la izquierda, y en los matorrales de los huatales, a la derecha. Desde el cielo, 'la cuadrada' gubernamental volaba bajito, como volaría los siguientes años, reventando los tejados a su paso y tirando papayas explosivas cerquita de las casas, matando gente que nada tenía que ver con la guerra. Aquella tarde del 31 de marzo, la cuadrada tiraba bombazos al San Gregorio, esperando calcinar al enemigo. La cuadrada no vio que el  enemigo estaba del otro lado, a punto de liquidar a un batallón entero.

José Julio Franco, funcionario municipal de San Isidro desde la firma de la paz (1992) -y primo de David- define aquella batalla así: “No sobrevivió ni uno del Belloso. En aquellos días hasta los perros y los chanchos comieron carne humana”.

Ese exterminio ocurrió entrada la tarde de aquel jueves, y en San Isidro solo escuchaban el traca-traca-traca de las metralletas y el bum de los morteros. Demasiado lejos estaban los heridos y los ajusticiados como para hacer llegar su alarido hasta los oídos del pueblo. Pero David, el gran comandante, tuvo la mala suerte de ser torturado y asesinado cerca del casco, en la mañana. Y por eso el último recuerdo que de él tienen sus familiares y sus vecinos son aquellos gritos sacados como de una película de horror que aún 26 años después todavía les revuelve en el pecho un soponcio aderezado con tristeza, rabia e impotencia.

-¡Ayyy! ¡Ayyy!  -gritaba David, mientras le arrancaban las uñas y le cortaban los dedos de las manos en trocitos, en la salida del pueblo que lleva hacia la orilla del río Torola.

-¡Ya nooo!  ¡Por favooor! –alcanzaron a escuchar algunos, antes de que a David le cortaran las orejas y la lengua. Antes de que terminaran de asesinarlo.

-Fue horrible. Sí que lo hicieron llorar y gritar –dice Octavio Guevara, hoy de 53 años.

Orbelina, escondida debajo de un catre en la otra punta del pueblo, no escuchó los lamentos de su primo porque suficiente aguantó con los seis ayes que escupieron los ajusticiados en la escuela General Francisco Morazán. Entre los asesinados iban dos tíos y tres primos suyos. A ellos los fueron matando uno por uno, a unos con balazo y a otros con cuchillo en la garganta. Orbelina solo escuchó seis gritos porque se metió debajo de la cama, prensó los ojos, y se apretó las orejas con las palmas de las manos. Ella también gritó, pero su lamento se lo ahogó en el pecho, en un intento por sosegar con su propio llanto aquellos rugidos que escupía la loma.

-Dicen que David gritó, pero yo no lo escuché. Dicen que lloró pero a mí no me consta. Dicen que lo mataron vivo pero no lo sé, porque después de los gritos de la escuela quedé como sorda -cuenta Orbelina.

Luego, la familia de San Isidro lloró a sus muertos en silencio, encerrados adentro de sus casas, ignorando qué les iba a pasar, si iban a salir vivos, si los iban a dejar en paz. Dos días callaron entre las penumbras, apenas identificando el día de la noche gracias a los rayitos de luz de sol que se colaban por las rendijas de los tejados o de las láminas. Aquel silencio y aquel claustro solo se interrumpía cuando una voz gritaba a través de un megáfono: '¡Permanezcan adentro de sus casas! ¡Nadie puede salir!'

Y no salieron. Ni se dieron cuenta cuando la guerrilla bajó hacia el río, rumbo a Torola, uno de sus principales campamentos, deslizándose por un lazo con una garrucha como riel. Hoy todavía se pasan así el río aquellos que tienen cultivos o familias del otro lado. La única diferencia es que entre ayer y hoy el lazo fue sustituido por un cable de hierro después de que se cayera de tanto cargar guerrilleros, al principio de los 90s.

Fueron pocos, como Octavio, los que se atrevieron a huir de San Isidro, por la única calle de entrada y de salida después de aquel trauma. Estos fueron los que vieron a los chanchos y a los perros pelearse con los zopilotes por los restos de los soldados del Belloso. Los demás, la gran mayoría, se quedaron en sus casas, porque no tenían a dónde ir, porque la pobreza no tiene familiares ni conectes en ninguna otra parte del mundo. Se quedaron ahí toda la guerra, viendo morir a los suyos por la bala de uno o de otro bando, recogiendo cadáveres cada vez que el helicóptero de Caronte llegaba a tirarlos a la planicie que hoy es cancha de fútbol.

Se quedaron ahí, conjurando una promesa que se regó, como la sangre de sus muertos, en los 11 kilómetros cuadrados del pueblo. Aquella promesa tácita decía algo así como que entre nosotros nadie se mata, porque todos nos conocemos, porque todos somos familia, porque todos ya perdimos demasiado. Ese pacto duró 17 años.

**

Pocas cosas han cambiado en San Isidro desde que acabó la guerra. Muy pocas cosas. En la calle por donde caminó libre David por última vez todavía está pintada en una pared de barro la imagen de un guerrillero con fusil y sombrero que pide a los soldados no luchar en contra de sus hermanos, que asegura que por los niños con hambre vencerán.

La casa de Orbelina y de su madre, Martina, sigue frente a aquella esquina donde una muchacha de 24 años lavaba ropa aquella mañana del 31 de marzo. Adentro, el molino de café y maíz truena todos los días para satisfacer a los clientes  que religiosamente llegan a traer su oro recién molido para prepararlo en las cenas y los desayunos. La casa de estas mujeres es sencilla y en ella hay una sala invadida por mazorcas que como novias esperan unas manos amantes que las despeniquen. En la cocina solo caben una mesa y el aparato refrigerador, en donde Martina y Orbelina cosechan la cuajada fresca que tanto disfrutan en San Isidro. Aunque no son las únicas que las preparan, dicen que tienen las mejores. El olor a café lo inunda todo aquí adentro, como si fuera un perfume fresco y adictivo.

Orbelina tiene 50 años, la espalda un poco encorvada y siempre anda el pelo amarrado con una cola que no logra domar las mechas que se le paran al frente. Platica mucho y le sirve de relevo a su madre cuando esta se cansa de preparar comida o cuando simplemente no quiere hablar con forasteros. Tiene una risa extraña, que le hace levantar los hombros y bajar la cabeza mientras mira a su interlocutor. Cuando Orbelina ríe, se le borra por un instante el temple serio que da en la primera impresión y la hace ver como si estuviera un poco fuera de sus cabales. Pero solo es una impresión, porque Orbelina está en sus cinco sentidos.

-A veces pasábamos encerrados semanas, como animales, comiendo frijoles crudos… ji, ji, ji –dice Orbelina, cuando se anima a seguir contando anécdotas de la guerra.

Martina es la imagen de Orbelina 30 años en el futuro, pero sin la risa. Tiene la piel arrugada y tostada y el pelo negro le cae hasta la cintura. Habla como abuelita creada por Salarrué, silbando las letras, soltando 'ondes', 'vieras' y 'cipotes' en cada oración. Martina es de las pocas que mantienen viva una tradición previa a la de la guerra: de San Isidro, ¿para qué hay que irse si costó tanto quedarse?

-Deciya mi papa que 11 familias nacieron en el pueblo, y que se resistieron a ser incluyidos como caserío de San Simón –cuenta la anciana, con una dicción en la que a veces la letra i se refuerza con una y.

Con el paso del tiempo, esas 11 familias se emparentaron entre sí y llegaron a ser más de 400, que se multiplicaron por cuatro, cinco, hasta llegar a los casi 3 mil habitantes de hoy. El número de pobladores es una de las pocas cosas que han cambiado en San Isidro después de la guerra, y se mantiene con un 80% de hogares bajo la línea de pobreza.

-Más viéramos de ser, pero si viera cómo mataban gente por estos lados los hombres armados. A cada rato iba uno a buscar muertos  a la calle -dice Martina.

***

Una gigantesca serpiente con escamas afiladas en el lomo parece la calle que conecta a San Isidro con el resto del país. Dadas sus condiciones, no cuesta imaginarse cómo los habitantes de este pueblo perdido se las arreglaban hace 26 años para salir a la calle que lleva a San Francisco Gotera, en un calvario a pie que duraba más de dos horas. Tampoco cuesta imaginarse marchar al batallón del Belloso que fue a terminar a la entada de San Isidro, después de acariciar las laderas que regalan estos 18 kilómetros de martirio.

San Isidro está escondido entre las montañas y por ratos pareciera ser el último pueblo del mundo.

Para llegar aquí hay que tomar la carretera hoy llamada “ruta de la paz” que lleva desde San Francisco Gotera hasta Perquín, el municipio turístico de la zona que allá en el norte luce recuerdos de la guerra y habla de sus luchadores como héroes. A la izquierda, hay que pasar primero por Osicala, y luego por el desvío que lleva a Gualococti. San Simón se interpone en el camino y se cruza rápido, antes de retomar el lomo de la serpiente.  En la campaña bélica, algunos de los que atacaron San Isidro se abrieron paso por estos parajes para alcanzar las montañas de Jocoaitique y saltar desde ahí a las pendientes de Perquín. Otros se desviaban hacia San Isidro, que les sirvío de campamento por días, semanas, meses, antes de decidirse a cruzar el Torola. En San Isidro estos guerrilleros nunca serán héroes, pero tampoco nadie se atreve a llamarlos verdugos, porque con el paso del tiempo San Isidro ha aprendido a perdonar, aún y cuando el recuerdo del 31 de marzo de 1983 sea tan doloroso.

-Son temas bien delicados esos que no tienen explicación –dice José Julio Franco, el secretario municipal.


Durante la guerra, un alcalde de San Isidro desapareció y otro desapareció y reapareció cuando accedió a pagar un rescate por su liberación. Franco sólo se atrevió a meterse en política después de firmada la paz, en el 92.

Franco es delgado, piel morena, de más o menos 1.60 metros y lleva bigote negro. Franco es uno de aquellos que como Octavio se fue del pueblo para instruirse y terminó regresando para colaborar. Los que se quedaron y no pudieron instruirse en nada más que en las artes del campo, prácticamente lo único que conocen del mundo es lo que les rodea. Lo más lejos que han llegado es a la catedral de San Miguel. Martina, Orbelina y Pancha, la anciana de 82 años vecina de ambas mujeres, son un claro ejemplo. Ni pancha ni Orbelina ni Martina conocen San Salvador, la capital de este país violento. Ni la conocen ni quieren conocerla.

-¿Para qué?  –pregunta Orbelina-, ¡y no usted dice que allá es bien violento, pues!

-¿No quisiera conocer?

-Es mejor quedarse donde uno ya conoce, donde es sano.

Allende su tierra, creen los habitantes de San Isidro, solo hay violencia. Y por eso los que se atreven a irse siempre regresan a trabajar por los suyos, a buscar protección como ermitaños en estos cerros del sur de Morazán. Los dos hijos de David, cuentan sus parientes, regresaron de San Miguel convertidos en maestros y ahora recorren los montes del municipio y de San Simón como alguna vez lo hiciera su padre, con la diferencia de que ellos cargan libros y no armas, con la diferencia de que ellos van a cazar estudiantes y no venados. En el pueblo sucede lo mismo, y aquellas generaciones  de profesionales que se atrevieron a retar la guerra ahora educan a los más jóvenes, que sobresalen en la zona oriental por sus destrezas en el deporte y en la educación.

Con el tiempo, esta gran familia aprendió a defenderse sin violencia, y solo una vez la han ocupado para ahuyentar aquello que quiso escupirles esa serpiente con lomo de roca que sirve de entrada y salida. En 1998, un grupo de pandilleros quiso venir a instalarse a San Isidro y los habitantes los sacaron molidos a golpes.Después de este incidente –y fuera de los pocos casos de violencia intrafamiliar que registra el juzgado de paz-, los únicos dos hechos de violencia que registra este municipio en los últimos años son dos: en el año 2000, dos campesinos embriagados por el chaparro ilegal que venden en las afueras del pueblo –aquí no hay cantinas- se agarraron a machetazos en un incidente que aseguran algunos no tuvo que acabar con la muerte de Herminio. Para la mayoría de los habitantes del pueblo aquel pacto conjurado finalizada la guerra no se ha roto y ese incidente es un hecho completamente aislado que aseguran no se repetirá.  El otro incidente fue un robo, y ocurrió en octubre del año pasado: desconocidos se metieron a la iglesia y robaron la imagen de la Virgen de la Paz, que aseguran era antiquísima. Todos en el pueblo, y el mismo párroco, Sixto Orellana –que residen en San Simón- creen que los asaltantes venían de de otro lugar, que no eran de San Isidro, porque en San Isidro lo ajeno se respeta, la vida se respeta y el pacto se respeta.

Por eso dice Octavio que afuera la violencia envuelve al resto del país como un pulpo: porque no hay pactos de nada. Y por eso le aflige que cerca de San Isidro, en San Simón, vaya a pasar el tentáculo de la Longitudinal del Norte, ese proyecto que pretende conectar a las regiones más aisladas del país.

-Afuera, el que se va de aquí, con suerte sale bien librado y regresa. Mire hace un año, un lugareño se fue a trabajar de vigilante a La Unión y lo mataron. Hace 15 días aquí estuvimos en vela porque otro lugareño que se fue a vivir a Soyapango también lo mataron. Por eso mejor nos quedamos aquí, sabe Dios con qué gentes se topa uno allá afuera. Sabe Dios cuánto desconocido va a traer esa nueva calle, si es que la llegan a hacer -dice Octavio.

Pocas cosas han cambiado en San Isidro, y lo más extraño es que hay una en especial que ha dejado atónitos a todos aquellos adultos y ancianos que más sufrieron la guerra: aquel movimiento guerrillero que asoló esta tierra, y que tras la firma de la paz se convirtió en partido político, ganó por primera vez la alcaldía del municipio en enero de este año.

-Es que viera: los cipotes ya no están muy conectados con lo que aquí pasó -intenta explicar Orbelina-. ¿Verdad que es bien raro? Ji, ji, ji. Suerte que el David ya no se da cuenta de estas cosas.

José Julio Franco, que fue registrador en un gobierno del PCN y secretario en comunas de Arena y PDC, no le da tantas vueltas al asunto: “Pues sí, se les pegó a algunos y como la mayoría somos familia...”

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