Era la medianoche del sábado 7 de noviembre cuando a Catarino un infierno le quemaba las entrañas y no lo dejaba dormir. La piel se le deshacía en sudores y en el pecho unos golpecitos constantes le decían que ese aguacero no traería nada bueno. Muy tarde se daría cuenta de que esa era la corazonada de que allá arriba, en el pueblo, ocurría la peor de las desgracias.
Esa noche, se suponía, el sistema de baja presión del huracán Ida -que desde el jueves encendió la alerta verde en El Salvador- se disiparía. Pero la lluvia fue caprichosa. Y desde las 7 p.m. no paró de ahogar el suelo salvadoreño. Seis horas más tarde, en San Vicente, la concentración de líquidos en el volcán pasó inadvertida para un sistema incapaz de alertar con precisión y para unas autoridades que no se inmutaron ni con la lluvia que también anegó, en el mismo lapso, a San Salvador. Al igual que Catarino, las autoridades de Protección Civil en la capital y en el departamento se percatarían tarde de las tragedias que dejaron a cinco zonas del país con 200 fallecidos, decenas de desaparecidos y millones de dólares en pérdidas materiales.
A la medianoche, con ese aguacero cayendo sobre Verapaz, hacía frío. Por eso a Catarino lo abatía derretirse en aquella calentura interna que le exigía empinarse el galón de agua que llevó para pasar la noche en la cooperativa de dulces de panela Copanela, ubicada al norte del pueblo. Catarino creyó que rehidratándose bajaría su calentura.
A la 1:30 orinó de nuevo. Fue la sexta vez en hora y media porque contrarrestó sus calores con las tres cuartas partes de la pichinga. Regresó a la esquina donde todavía había techo y evacuó. Afuera, la lluvia arreciaba. En la oscurana, apuntó a donde suponía dormían sus tres hijas y su esposa, pero solo vio relámpagos. Cayeron como a dos kilómetros de ahí y Catarino no descubrió que en realidad eran los postes de energía eléctrica que caían derrotados en toda la 2ª Avenida norte.
—Esto ya arreció —pensó.
Solo unos minutos después escuchó unos truenos que bajaban del volcán y regresó al galerón. La lluvia golpeando el techo de lámina ensordecía. Confundía. Los truenos los producían los peñones chocando unos con otros, empujando paredes, arrastrando personas, acabando con la mitad de Verapaz.
A la 1:45 a.m., Catarino intentó dormir. Se acostó boca abajo, encima de un petate y entonces al oído izquierdo le llegó un zumbido, seguido por un temblorcito que salía de la tierra, vibrándole en el pecho.
—¡Y qué pasa, pues! —gritó, a nadie, en aquella soledad, y regresó a aquella esquina. Con una lámpara apuntó de nuevo hacia su casa, pero solo miraba el muro de gotas que caía enfrente de su nariz. Detrás de ese muro, Verapaz estaba a oscuras.
Desde eso momento Catarino pasó la noche en vela, atormentado por esa lluvia que tronaba fúnebre en el techo. Una hora más tarde se quedó sin agua para beber. En la oscurana. Solo.
***
El sábado 7 a las 5:45 p.m., cuando Catarino caminó a la cooperativa, El Salvador estaba en alerta verde. La decretaron el ministro de Gobernación, Humberto Centeno, y el director de Protección Civil, Jorge Meléndez, dos días antes, a las 11 a.m. del jueves 5, en el 12o. piso del Ministerio, en San Salvador.
Ese jueves 5, tan grande fue la distancia entre ese edificio y el pueblo de Verapaz, que Catarino nunca se enteró de la noticia. En la noche de ese jueves, mientras digería la cena, recostado en la hamaca del diminuto cuarto de su casa, sus hijas retozaban en una de las dos camas de la familia. No se querían dormir. En la tele había muñequitos.
Esa mañana, cuando el ministro Centeno y el director Meléndez dieron la alerta, Catarino tampoco pudo enterarse de nada. Él colgaba de las barras traseras del camión basurero que recorre las seis avenidas y 10 calles de Verapaz. Trabajó igual el viernes, desconociéndolo todo. Quién se iba a imaginar en Verapaz que el volcán que tienen de vecino los castigaría con esa cantidad de rocas y lodo.
Al alcalde de Verapaz, Antonio Hernández, la alerta también le alertó poco ese jueves y no asistió a la reunión convocada para las 2 de la tarde en la oficina de la Gobernación de San Vicente. Entre las dos poblaciones hay menos de 20 minutos de distancia en automóvil, pero Hernández ignoró la invitación vía telefónica del gobernador Manuel Castellanos.
—Nunca me llegó así como una invitación formal. Y a esas reuniones debe llegar una correspondencia oficial. No es cuestión de llamadas —dice.
El alcalde de Verapaz es nuevo en esto de la administración municipal. Llegó a la alcaldía en mayo de este año, con la bandera del Frente. Ignora si hay estudios de riesgo de deslaves en el volcán Chichontepec, que luce como gigante dormido, al sur del pueblo.
—Solo encontramos un estudio de terremotos. De ahí no hay nada —dice.
Los estudios más recientes que alertan del riesgo de deslaves provocados por fuertes precipitaciones fueron hechos después del deslave registrado en septiembre de 2001, que golpeó a la vecina Guadalupe. Y aun sabiendo eso, el alcalde de este pueblo tampoco fue a la reunión, igual que el resto de ediles del departamento. Ninguno atendió la convocatoria, dice el gobernador.
Aunque al menos el de San Vicente, Medardo Hernández Lara, que atendía otros asuntos, delegó a un representante del concejo. La reunión, al final, se realizó con representantes de las otras instituciones que integran los comités de emergencia, como cuerpos de socorro, Obras Públicas, Educación y Salud. Duró dos horas y la cerró el gobernador Castellanos, diciendo:
—Debemos estar alertas.
Si la ley del Sistema de Protección Civil no fuera letra muerta, hubiera obligado a que en San Vicente, después de esa reunión, los alcaldes hubieran organizado a sus comités municipales y estos a los comunales, y estos a las personas como Catarino, a quienes esa alerta verde les pasó inadvertida. Pero de esa reunión nadie salió organizado y en Verapaz qué se iban a andar organizando si ni comisión municipal de prevención existía.
—Ya la estamos conformando –dijo el alcalde al periódico El Mundo el lunes 16, una semana después de la tragedia.
A Catarino y a sus vecinos del barrio Las Mercedes nadie llegó a decirles que debían estar alertas. Ni el jueves ni el viernes ni el sábado. Eso quedó como conocimiento exclusivo de funcionarios no municipales. Por eso el sábado 7, por la mañana, Catarino aceptó una petición que le obligaría a dejar, esa trágica noche, a sus hijas y a su mujer durmiendo solas. Solas frente al volcán y frente a La Quebradona que, esa noche, se disponía a ampliar su cauce a unos 100 metros de ancho.
—Catarino, por favor, cubrime el turno en la Copanela —le dijo Leonel, desde alguna colonia perdida de San Marcos, en San Salvador. La llamada cayó a las 9 de la mañana.
A esa misma hora arrancaba en San Salvador una reunión en la que el director de Protección Civil, Jorge Meléndez, y su segundo al mando, Raúl Murillo, discutieron durante hora y 45 minutos si era conveniente mantener la alerta o quitarla. A pesar de que, el día anterior, el Servicio Nacional de Estudios Territoriales (SNET) había advertido que las peores condiciones se esperaban, precisamente, para el sábado. Pero la mañana del sábado hizo creer a Meléndez que la situación tal vez iba a mejorar. Y a pesar de que el día no pintaba tan mal, Murillo logró convencer a Meléndez de que era mejor mantener la alerta, porque las lecturas sí pronosticaban una intensificación en las precipitaciones para la noche. Murillo le atinó, pero sin imaginarse, como Catarino, que se vendría algo inimaginable.
—Recomiendo que hay que mantenerla —le dijo a Meléndez.
A las 11 a.m. del sábado 7, desde ese 12o. piso del edificio, Meléndez dijo:
—Seguimos en alerta verde.
El gobernador Castellanos asegura que después de esa decisión hubo otra reunión en su oficina. En la alcaldía de la cabecera lo desmienten. También lo desmienten dos de sus empleados, que pidieron el anonimato. Entre las 8 de la mañana y las 7 de la noche, ahí nadie se reunió para nada.
—Solo había un bombero y otra persona de turno. A las 7 p.m. solo se quedó el bombero –dijo uno de ellos.
Una hora más tarde, en San Salvador también ocurrían cosas extrañas. Un oficial de turno en el servicio de emergencias 911 de la Policía Nacional Civil asegura que a las 8 de la noche encendió la radio y sintonizó la frecuencia de Protección Civil.
—Estaba en silencio. A las 23 pude observar que la lluvia estaba de mal en peor y fue entonces que caen varias llamadas de La Málaga, diciendo que el río se había desbordado. Empieza el terror en las cabinas. A las cero horas del domingo llegó la hora cero. Las inundaciones estaban por doquier. Hasta entonces se escucha modular por radio a Protección Civil y para nada grato ellos manifestaban que no tenían recursos por el momento para atender la emergencia —relata el oficial que pide el anonimato, para evitar represalias.
El diputado de Arena Roberto d´Auibuisson leyó el jueves 19 extractos de una bitácora no oficial del día de la tragedia, en donde se plantea que entre las 21:17 y las 23:46 horas del sábado, el Centro de Emergencias Nacionales recibió 10 alertas de inundaciones, deslaves y evacuaciones en los municipios de San Salvador, Ciudad Delgado, San Martín y Soyapango, que según el legislador ameritaban elevar el nivel de alerta del Sistema Nacional de Emergencias. Es más, D´Aubuisson aseguró que ya a primeras horas de la tarde del sábado había inundaciones en La Unión y que eso era suficiente para subir el nivel de alerta.
El oficial de la Policía señala algo parecido, por lo que él recuerda que ocurría en su lugar de trabajo.
—Las personas de Protección Civil estaban paralizadas. En varias ocasiones los telefonistas (de la PNC) les hablaban y lo último que hicieron fue apagar la línea directa de ellos. Solo se les podía modular por radio. ¿De qué sirve una alerta roja cuando ya no hay nada? —dice el oficial. El Faro pidió a Jorge Meléndez una copia de la bitácora oficial del Centro de Emergencias, pero se negó a entregarla sin razonar su negativa. Posteriormente dijo que iban a estudiar la petición. Al cierre de esta nota, no había accedido.
Ese sábado 7, antes de que la zona central del país se convirtiera en un desagüe, en Verapaz, Catarino se despidió de sus hijas mientras Bessie, que este 8 de diciembre iba a cumplir cinco años; Daniela, de tres años y medio, y Liliana, de dos, se guindaban de sus piernas.
—¿’Ónde vas, papito? Chinianos. Llevanos —le dijo la mayor.
—Voy a la Copanela. Cuiden a mamá —contestó él, refiriéndose a su compañera Delmy, antes de darle un beso en la frente a las tres niñas. No le dio tiempo, en el camino, de despedirse de Milton (10 años) y Xiomara (siete), sus otros dos hijos, ni de su ex mujer, Roxana, que también vivían en Las Mercedes, ese barrio de Verapaz. Salió de su casa a las 5:45 pm. Fue la última vez que vio a tres de sus cuatro niñas con vida. Cuando llegó a la cooperativa, a las 6, la estación meteorológica de San Vicente reportaba menos de un milímetro de lluvia caída en los alrededores del Chichontepec.
***
En la zona paracentral del país a las 7 p.m. se vino la lluvia. Y en Verapaz ya no dejó de caer agua durante 12 horas. Según el subdirector Raúl Murillo, valores de lluvia que alarman rondan los 50 milímetros cayendo en un lapso de una, dos o hasta tres horas. Sin embargo, aunque se hubieran registrado esos valores, estos tampoco hubieran encendido ningún foco de alarma.
¿Por qué Protección Civil no cambió la alerta a nivel nacional? Murillo y su jefe dicen que la información que manejaban les impedía diagnosticar realmente la amenaza que se gestaba en aquellas zonas proclives a inundaciones. ¿Solo a inundaciones? Solo a inundaciones. Desde 2001, según los gerentes de hidrología, meteorología y geología del SNET, el país no cuenta con un sistema de alerta temprana que advierta que después de X milímetros de lluvia hay riesgo de desprendimientos de roca y tierra.
—No tenemos esos aparatos —dice el gerente de geología del SNET, Manuel Díaz, que explica que, cuando se advierte de riesgos por deslizamientos, se hace con base en escenarios hipotéticos. Por la historia de deslaves nacional, Meléndez y Murillo estaban preocupados por Guadalupe y Tepetitán. Pero a estos dos poblados nadie les diría que la lluvia registró en una hora, a la 1:00 am., casi 60 mm. Una hora más tarde caerían 81mm de agua. Según Meléndez, el intercambio de información ocurrió al revés. Fueron ellos quienes recibieron notificaciones, en la madrugada, de los ciudadanos de Tepetitán, Guadalupe, Verapaz y San Vicente. Ya era muy tarde para cambiar de alerta.
—Se dijo internamente en la madrugada. Lo que pasa es que a esa hora no hay ningún medio —dice Meléndez. El público conoció de esto horas más tarde. Según la ley, las alertas amarillas y naranjas se decretan para evacuar previo al desastre. La roja es la que sirve para atender después de ocurrido el desastre.
En todo el país, funcionando a su máxima capacidad solo estaba el sistema de alerta temprana que tienen en las poblaciones de La Paz.
—Quizá por eso en La Paz se salvó tanta gente, porque toda la noche estuvimos alertando vía radio del inminente peligro con el río Jiboa —dice la gerente de Hidrología del SNET, Daysi López. Lo que hidrología reportaba era la interpretación de los pronósticos de lluvia recibidos vía satélite por el departamento de Meteorología. El dato real, ese que registró los 81mm históricos, solo se conoció 24 horas después de ocurrido. Ese informe se despacha hasta las 8 de la mañana. Antes de la tragedia, nadie podía alertar nada a nadie porque, a menos que no estuvieran debajo de la lluvia, nadie sabía qué ocurriría afuera.
En San Vicente, que estaba en camino de convertirse en el más estragado de los 14 departamentos de El Salvador, el foco siguió en el estático color verde. La lluvia se había instalado a las 7 p.m. y, 45 minutos más tarde, el gobernador Castellanos entraba por la puerta principal del Instituto Nacional Doctor Sarvelio Navarrete. Llegaba a una reunión, invitado por el alcalde de la cabecera. Había un tema único a tratar: la presentación de las candidatas a reina de las fiestas patronales vicentinas. A las 8:40 p.m., los ojos saltones del gobernador brincaron sobre la pechuga de pollo deshuesada en salsa de hongos que le sirvieron. La guarnición era de arroz.
A esa misma hora, Bessie, Liliana y Daniela cerraron los ojos y se durmieron. 20 minutos después, mientras arreciaba la tormenta sobre el techo del Instituto y sobre el cercano volcán, el gobernador agarraba los mendrugos de pan y los mojaba en la salsa del plato.
—Le juro que hasta se chupaba los dedos –recuerda una de las organizadoras de la fiesta.
A las 10 p.m., Castellanos salió de la fiesta y se fue a casa. Se durmió, quizás olvidando la exhortación que él mismo había hecho dos días antes: “Hay que estar alertas”. Entre 9 y 10 de la noche, en la zona cayeron 20 mm de lluvia. Entre 10 y 11 cayeron 30, y entre 11 y 12 se agregaron 27 mm. En un lapso de tres horas, hasta la medianoche, se habían acumulado 77 mm, superiores a los 50 que según Murillo ya alarman en un período de hasta tres horas. Y faltaba mucho más. En la siguiente hora cayeron 60 mm y entre la 1 y las 2 llovió 81 milímetros más. En esta última hora fue cuando se produjo el grueso del desastre.
A la 1 am., al gobernador lo despertó su amiga Nora Elba Villegas quien, afligida, le dijo a través del teléfono:
—Manuel, ¿ya te enteraste de lo que está pasando en el Acahuapa?
¿Tenía que estar dormido el gobernador en la emergencia? ¿Tenía que estar dormido el alcalde de Verapaz? El director Jorge Meléndez dijo el martes 17 que ninguno podía estar dormido ni 'enfiestado'. Dos días más tarde, al repreguntarle si sancionaría a aquellos que no actuaron según la ley, Meléndez defendió a Castellanos:
—¡No! Si el gobernador fue uno de los que nos avisó de lo que estaba pasando.
Después de que El Faro le comentó que el mismo gobernador fue quien confesó haber participado de la fiesta y de haberse dormido a las 10 de la noche, Meléndez continuó defendiéndolo.
—Vamos a revisar eso porque no sé quién se lo dijo.
El domingo 8, poco antes de las 10 de la mañana, una reportera de radio YSKL entrevistó al gobernador Manuel Castellanos, quien solo alcanzó a soltar un 'fue una tragedia' antes de romper en llanto, al aire. A solo cinco cuadras de su casa, en la ribera del Acahuapa, desaparecieron colonias enteras y seres humanos que horas y días más tarde aparecieron molidos en el área natural protegida de La Joya.
Tres días más tarde, Gabriel Cortez, presidente de la red de instituciones administradoras de áreas naturales protegidas de El Salvador, daba fe de la tragedia en una carta electrónica enviada a los restantes miembros de la organización: 'Para los que conocieron las instalaciones de La Joya, no se imaginan el escenario que ahora existe. Es algo espantoso. Ha sido el lugar donde se han encontrado las víctimas de los desbordamientos en el pueblo de San Vicente. El equipo de guardarrecursos ha reportado un total de 25 cadáveres en las riberas de los ríos La Joya y Acahuapa'.
***
A las 11:15 p.m. del sábado 7 de noviembre, en Verapaz, los vecinos de las 4a., 6a., y 8a. calles oriente salieron a la puerta de sus casas para comprobar sus sospechas: aquel murmullo que bajaba por las avenidas era una correntada de agua que rebalsaba de La Quebradona que baja del Chichontepec.
Arriba, al final del pueblo, el agua comenzó a inundar el barrio Las Mercedes y la colonia San Antonio, ambos ubicados frente al viejo cauce de la quebrada. Según algunos pobladores, esa misma quebrada hizo bajar, en 1934, una riada parecida. Entre esos vecinos estaba el profesor Rogelio Henríquez, de 52 años. En su casa de esquina ubicada en la intersección de la 4a. avenida y la 4a. calle armó su sistema vecinal de alerta con una lámpara y un sobrino, Carlos.
A la medianoche, Rogelio vio cómo pequeñas rocas acompañaban ya al agua lodosa de la 4ª avenida norte y crearon una especie de dique en la entrada de su vivienda. Carlos, del otro lado, vio cómo la crecida del agua le subió de los tobillos a las rodillas en unos cuantos minutos. La 2a. avenida norte se convirtió en un río y, después de atravesar todo el pueblo, más abajo la correntada chocaba con el muro de tierra en donde se levanta, como isla, la Copanela. En ese momento todavía había electricidad. En ese momento le empezaron los calores a Catarino. En ese momento la gente ya estaba viendo cómo se rescataba a sí misma, y no había señales del sistema de emergencia oficial.
A la medianoche, la correntada también alertó a los agentes de la estación de Policía ubicada detrás de la alcaldía. Tres agentes de la delegación de Verapaz subieron cinco cuadras antes de llegar a las inmediaciones del puente que conectaba con Guadalupe y la colonia San Antonio.
—Está creciendo mucho el río, mejor desalojen sus casas —dijo uno de los oficiales con un megáfono. Minutos después, los oficiales regresaron a la base. No todos los vecinos hicieron caso del aviso. Y otros lo atendieron demasiado tarde.
A la 1 A.M. transcurrían los últimos minutos disponibles para ponerse a salvo, pero no había autoridad organizada que alertara a la población sobre la amenaza inminente. Entonces, Carlos soltó el primer grito, advirtiendo que la correntada ya era más que agua y lodo:
—¡Peñas! ¡Peñas! ¡Tío, están bajando peñas!
30 minutos después, con el agua hasta la cintura, al muchacho de 24 años una peña gigantesca casi le arranca la cabeza. José, el dueño de la casa de la otra esquina, ya estaba subido en el techo de la casa.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó luego el joven, desesperado, cuando logró reponerse del susto, correr, e imaginarse que detrás de las piedra venían más piedras que se lo llevarían a él para siempre.
Rogelio, al oír el primer “mamá”, corrió a la puerta de su casa para esperar a Carlos. Entre los dos, con dificultad, cerraron la puerta, que al día siguiente amaneció dobladita, hacia adentro, de la esquina inferior derecha. Frente a esa puerta se sentó Rogelio, solo, apenas con una lámpara, la noche del domingo y la del lunes y la del martes.
—Ahora toca cuidar lo poco que quedó —dijo la noche del martes 10.
Al igual que José, el dueño de la casa de esquina donde vigilaba Carlos, la mayoría de los vecinos de la 2a. avenida se treparon a los techos. La mayoría del centro de Verapaz se salvó. Los que no se salvaron fueron los postes, que sucumbían con los golpes de las rocas y el empuje del agua a gran velocidad, ahogando cables y chispas, que tronaban sacando destellos. Estos eran los relámpagos que creyó ver Catarino unos dos kilómetros más abajo, cuando apuntó con su lámpara en dirección a esta zona alta del pueblo.
En el centro de Verapaz, en la calle Andrés Hernández, el alcalde quedó atrapado en el camión basurero junto a un grupo de hombres con los que intentaba llegar hasta esa 2a. avenida. Los atrapó el lodo que salía de esa cruz calle. El alcalde había llegado a la 1:10 a.m. a la alcaldía. Justo 10 minutos después de que uno de sus concejales lo despertara. Lo despertaron a la misma hora que una llamada telefónica despertó al gobernador departamental.
—¡Alcalde, frente a mi casa está pasando lodo y rocas! —le dijo el concejal.
Los vecinos del norte ya no gritaban nada. Empapados, lloraban desconsolados en el parque de la colonia Salamanca, al oriente. Habían perdido familiares. Lo habían perdido todo. Arriba, Las Mercedes había sido destruida en un 70% y la San Antonio ya no existía. Abajo, ese parque, un día después, sería centro de acopio, de velación y de misas fúnebres. También sería un paso obligado por los turistas que encontraron en esta desgracia un espectáculo imperdible.
Las niñas de Catarino habrán bajado por la 2a. avenida entre la 1:30 y las 2 a.m. Molidas por las piedras. Ahogadas por el lodo. Revolcadas por la riada.
—¡Delmy, sálgase! —le gritó Antonia, la mamá de Catarino, a su nuera, antes de huir rumbo a la Salamanca.
—No, niña Toña —respondió la mujer—. Voy a esperar aquí a Catarino. No va a pasar nada.
Delmy decidió salir con las niñas hasta que la correntada le llegó a las rodillas. Entre la puerta por donde dicen que salió y una propiedad contigua donde el lodo no alcanzó a llegar habrá apenas unos cinco metros. No lo lograron.
La casa de Catarino fue la única que quedó en pie en la punta de Las Mercedes. En el cuarto, el lodo creció dos metros, dejando solo los extremos de la hamaca dando cuentas de su existencia. El domingo por la tarde, en ese cuarto, vecinos de Catarino encontraron un pato con vida, atorado en el fango.
Ese mismo día, a las 5 de la tarde, Catarino encontró a Bessie a cuatro kilómetros aguas abajo de Verapaz. En un río. Trabada en unos árboles.
—Todavía tenía una piyamita celeste con dibujitos.
La veló toda la noche del domingo y toda la madrugada del lunes adentro de la iglesia del cantón San Isidro, la iglesia en donde durmieron ocho cadáveres y unos 200 damnificados después de la tragedia. Catarino estaba sentado en unas bolsas de ropa donada, con los ojos bien abiertos y las piernas todavía manchadas con lodo seco. Su Bessita estaba en el primer ataúd de la izquierda. El de Roxana, su primera mujer, estaba del otro lado, en la primera caja de la derecha.
***
El lunes 9 de noviembre, a las 2 p.m., el moreno y fornido Catarino, de 47 años se encontró en la entrada del pueblo con agentes del Fondo para Lisiados de Guerra que lo andaban buscando desde la mañana. Él vestía la misma calzoneta verde, la misma camisa amarilla de la selección brasileña de fútbol y las mismas botas y calcetines bañados por un lodo seco con las que pasó en vela de sábado para domingo, con las que buscó a sus hijas el domingo en la mañana y en la tarde.
Catarino fue guerrillero en el batallón Andrés Torres y en el Morales Sandoval de San Vicente. En la pierna derecha aloja dos balazos que le pegaron en un enfrentamiento. Dice que más de alguna ocasión le tocó huir en guinda hacia las faldas de ese volcán que ahora le mató a sus hijas.
—Hágame un favor —le dijo a la empleada del Fondo—. ¿Se acuerda de aquella fiesta con piñata que vinieron a celebrar? ¿Guardará las fotos que tomó? Es que fíjese que no me quedó ni una sola foto de la Bessita ni de Lilianita ni de Danielita.
Catarino siguió buscando a sus hijas ese lunes, el martes y el miércoles. El jueves 12, el cuerpo de Daniela apareció tres cuadras abajo de donde él vivía. En un solar. Medio soterrada. La cubría un barril.
Seis días después, con un pueblo ya con energía eléctrica y con agua en el sector de la Salamanca, apareció por fin el cuerpo de Liliana. A las 5:30 p.m., al sur, junto a una pila de escombros, cayó un cuerpo diminuto, después de que la pala del tractor acomodaba la tierra. A ese lugar le dicen “el rastro” y está ubicado enfrente de la Copanela, donde Catarino, “Catocho”, como le llaman sus amigos, pasó la noche del 7 y la madrugada del 8 en vela.
—En una de esas la máquina le pasó encima de la cabecita y cuando el cuerpecito levantó los brazos y las piernitas ahí la reconoció, por la ropita, una mi tía —dice Catarino, con una voz que suena como la voz más triste del mundo. Liliana es una de los 198 fallecidos reportados oficialmente en todo el país hasta el jueves. Oficialmente hay 78 desaparecidos.
Delmy, la mujer de Catarino, de 37 años, se recupera de un injerto de piel en la pierna derecha en el hospital de Maternidad. El hijo varón de seis meses que espera la pareja se encuentra estable, pero Catarino teme por la sobrevivencia de la criatura si su mujer no logra recuperarse física y emocionalmente antes del parto.
—Ella todavía no sabe que las niñas están muertas. Ella solo sabe que la correntada se las arrebató —dice.
Milton, el mayor de su primer matrimonio tiene los ojos rojos, con los vasitos como reventados. Su hermana está enyesada de la pierna derecha. Ahora están con una tía materna en Cojutepeque, recuperándose.
En el 12o. piso del lejano Ministerio de Gobernación, el martes 17 de noviembre, el director de Protección Civil confesó a los Comandos de Salvamento y a organismos de ayuda humanitaria internacional:
—Que no hayamos preparado una respuesta adecuada es doloroso. Estaremos mejor preparados para el próximo invierno.
En el 12o. piso del lejano Ministerio de Gobernación, dos días después, el ministro del Ambiente, Herman Rosa Chávez, dijo que lo mínimo que se podía esperar después de los deslaves, inundaciones y desbordamientos, era que aquellas zonas en riesgo ya no sean habitables. En Verapaz eso significa que la mitad del pueblo sería desolada porque La Quebradona ahora tiene un nuevo curso, que pasa enfrente de la casa enlodada de Catarino y baja hasta toparse con la Copanela.
—¿Qué hará ahora, Catarino?
—Yo no sé. Me están dando ganas de irme a vivir al cementerio, con mis hijas. Para no volver a dejarlas solas.