El Ágora /

'Le estoy agradecido a Coelho, pero no perderé el tiempo leyéndolo'

En buen salvadoreño, Neuman es de los que no prestan la guitarra y esa su última noche en San Salvador hubiera seguido hablando si no fuera porque su agenda estaba llena. Durante casi dos horas, el premio Alfaguara Novela 2009 habló de por qué escribe, de su infancia, de lo que ya escribió, de sus miedos, de cómo se puede hacer todo para poder sobrevivir y seguir escribiendo… y de por qué agradece que Paulo Coelho venda tanto, si eso le permite a él hacer lo que le gusta.

Viernes, 4 de diciembre de 2009
Diego Murcia y Rodrigo Baires Quezada

Andrés Neuman, ganador del premio Alfaguara 2009 con su novela
Andrés Neuman, ganador del premio Alfaguara 2009 con su novela 'El viajero del siglo', en el Museo Nacional de Antropología. Foto: Mauro Arias

Su último día en El Salvador, el ganador del premio Alfaguara Novela 2009 lo utilizó para caminar por el centro de San Salvador. En jeans y camiseta, andaba investigando para su próximo libro, uno de crónicas de viajes aprovechando la gira por 19 países para promocionar su novela “El viajero del siglo”. Es ese próximo libro el que le preocupa… Ese y los otros que tiene en mente y para los que ahora irónicamente él, que se llama escritor y que por oficio decidió escribir, no tiene tiempo alguno. En estos días, Andrés Neuman, nacido en Argentina y nacionalizado español, solo ha tenido tiempo para viajar, para hablar y para promocionar su novela. Y él lo aprovecha porque sabe que su fama es un instante que durará solo hasta cuando se anuncie el próximo ganador del premio. Y con El Faro, entre otras cosas, habló de eso. La plática se extendió por casi dos horas entre anécdotas de viejas historias contadas y de sueños de nuevas generaciones de escritores latinoamericanos, que se intercalaban con reflexiones sobre  la literatura masiva de moda, la industria editorial y la necesidad de escribir como si de un vicio se tratara. De esto último hay mucho en Neuman, quien a sus 32 años ha escrito mucho. “La cantidad no tiene nada que ver con el público, sino que tiene que ver con el ritmo interior. Es una cuestión de ritmo cardíaco”, dice. En su caso, si existe esa caracterización, él sería un escritor del tipo taquicárdico pero siempre alejado del best seller.  

Una pregunta de palo: ¿cuándo descubriste tu vocación de escritor?
No sé, tenía nueve o 10 años, más o menos. Empecé a escribir sin darme cuenta y, por supuesto, sin saber que eso podía ser un oficio. Era una necesidad personal de contar historias, no necesariamente ciertas o reales. Incluso, te diría que prefería las imaginarias. Me divertía la posibilidad de contar no solo lo que me había pasado, sino lo que no me había pasado, lo que podría pasarme, lo que deseaba que me pasase o lo que temía que pudiera pasarme. Todo ese conjunto de hechos reales, imaginarios, temidos y deseados, formaba parte de mi narrativa cotidiana. Me decían “¿qué tal estás?', y de niño contestaba no lo que me había ocurrido sino cualquier otra cosa. Encontraba un gran placer en dar respuestas falsas. 

¿Eso no se llama mitomanía?
Sí, lo podes llamar mitómano. Pero depende, porque puede ser un caso de imbecilidad profunda o mitomanía… Lo que si no era es hipocresía. Daba por sentado que esas historias eran mentira y no me importaba. Lo que me gustaba era escuchar la historia que se me iba ocurriendo. Un tiempo después empecé a leer y me di cuenta de que había señores que trabajan de eso. Entonces, dije: “Esto puede ser un oficio maravilloso”. Creo que la literatura es verdad en el sentido de su repercusión en la realidad. O sea, lo que cuentas puede no ser verdad pero influye en la realidad. 

Tu madre habrá sufrido mucho con las historias inventadas.
Sí, sufría porque muchas veces estas historias eran sangrientas. Curiosamente, quizás porque ya había escrito mucha literatura sangrienta cuando era adolescente, de esto ya no hay en la literatura que hago ahora. Digamos que no evito escribir de violencia, pero me cuesta… Como la literatura es real, aunque cuente algo falso, no me gusta escribir una literatura impunemente violenta. Hasta el día de hoy, cuando tengo que matar un personaje -que a veces lo hago-, lo lamento. Pero cuando era adolescente disfrutaba mucho matando a todos los personajes que podía. En ese momento, mi madre, que era una delicada violinista, se preocupó mucho y creyó que había tenido un hijo sicópata. Y, poco a poco, las historias se fueron tranquilizando sin saber yo por qué. Pero desde el principio sentía que había una utilidad muy fuerte de cada fantasía que narraba en lo real. Me di cuenta de que escribir era un instrumento de realidad y no, como suelen decir, de evasión. Sentía que escribiendo modificaba y mejoraba mi relación con la realidad. Entonces, fue un vicio temprano, como quien descubre las drogas a los 10 años. 

¿Y en la vida real te considerás un mentiroso?
No, me considero un narrador, lo cual incluye la posibilidad de poder trabajar con la mentira, a la que prefiero llamar ficción. La mentira es algo que se cuenta a sabiendas de que no es verdad para obtener algo o para manipular algún tipo de situación. 

¿Nunca has mentido?
¡Por supuesto que sí, cantidad de veces! Pero también tú.

Ja, ja, ja.
Uno miente en cuanto a ser persona y no por ser escritor. El ser humano es mentiroso. La ficción es un ser elevado de la mentira que busca trascender la anécdota verdadera para alcanzar otro tipo de verdad, que puede ser alegórica, metafórica, etcétera. Como escritor procuro no ser un mentiroso, lo cual no quiere decir que no invente. Si narras algo que siempre has deseado... ¿qué hay más verdadero que un deseo recurrente, por ejemplo? Si escribes tu peor temor, algo que nunca te ha ocurrido, ¿cómo no va a ser verdad? 

Y hablando de eso, ¿a qué le temés?

A muchas cosas, como todo el mundo. Los que dicen que no tienen miedo, me da la sensación de que en cualquier momento pueden agarrar una ametralladora y pegarte un tiro. Una persona sensible le tiene que tener miedo a muchas cosas y, en mi caso, es a la enfermedad y a la muerte prematura.  

¿Eso es por lo vivido recientemente en el caso de tu madre, quien murió mientras hacías esta última novela?
Lo de mi madre acentuó ese miedo. ¡Me parece tan posible caernos muertos en este mismo instante! Toco madera. Me parece tan fácil morirse y, encima de todo, nunca he tenido un dios que me redima, me premie o nada. Como voy solito por la vida con esta vida frágil y poquita cosa que llevo, me parece tan fácil perderla y sé que cuando muera nadie me va a recompensar por nada. Eso siempre me ha dado miedo.  

¿Y eso por qué?
Cuando era muy niño, casi un bebé, secuestraron a mi tía; cuando estaba en la escuela, un compañero se cayó de un techo y se murió; cuando era adolescente, mi abuelo se suicidó; después, cuando tenía 22 años, después que acababa de publicar mi primera novela, mi padre tuvo un infarto y recuerdo perfectamente el momento en que las enfermeras me entregaban una bolsa de basura con los zapatos y la ropa de él, así como si fuera una entrega de despojos; y después, mi madre muere. Esos son algunos de los hitos en los que la vida me recordó -y a todo el mundo le pasa- que somos exageradamente mortales. Y es desde esa conciencia, aunque el tema no sea la muerte, desde la que escribo. 

¿Recordás lo primero que escribiste?
No te podría decir. Escribo prácticamente de toda la vida, aún sin esa conciencia profesional, lo que no significa que el resultado no haya sido igual de ridículo y lamentable como los de cualquier niño. Uno de los primeros cuentos que recuerdo haber pasado a máquina, haber mostrado a otra gente y luego corregido, y que claramente era un plagio de Edgar Allan Poe -como otros tantos textos de esa época que hacía- era una historia de un tipo que no podía escribir la palabra muerte, que cada vez que escribía “muerte” o el verbo “morir” dejaba un espacio en blanco y seguía.  Entonces, dejó un testamento lleno de espacios en blanco. Ese cuento no fue el primero, pero sí uno de los primeros. Tendría unos 11 años. De esa misma época era uno de un tipo que se miraba al espejo y no advertía que quedaba clonado. Y esos clones se volvían a ver al espejo y la ciudad se llenaba de clones que cometían crímenes. Eran un montón de otros yo que cometían crímenes en la ciudad hasta que lo asesinaban a él. Eso también tenía mucho que ver con Poe y William Wilson. Antes de eso, recuerdo haber escrito cómics, canciones, novelas de espionaje completamente absurdas y novelitas al estilo “elige tu propia aventura”, como juegos de rol analógicos en los cuales uno elegía opciones y el libro tenía varios caminos y varios finales. Y no sé cuál fue el primero y no importa porque tenemos mitificado “las primeras veces que”. No importa cuál fue el primero, lo importante es el último.  

Un relato  tuyo, incluido en la antología “Otras voces”, te mereció ganar el concurso literario “Los Nuevos de Alfaguara”,  en 1995.
Esa era una convocatoria para estudiantes de toda España y los ganadores salían en un volumen que editaba Alfaguara. Lo hicieron durante mucho tiempo y publicaban como 10 cuentos de chicos de 14, 15, 16 ó 17 años, y el premio era figurar en esa antología en la colección juvenil de Alfaguara y del que no salió casi ningún escritor después, con excepción mía y de Espido Freire, que fue premio Planeta 1999 por “Melocotones helados”. Participé, fui uno de los ganadores hace como 17 años… Y es más, en mi pura ingenuidad, después de ganar, mandé a Alfaguara un libro de cuentos, un libro ilegible que merecía ser rechazado. Nadie me contestó nunca y ese fue el final de mi relación con esta editorial hasta 15 años después, cuando gano este último premio.  

¿El primer premio consistía solo en publicar?
No, te daban una pequeña cantidad de dinero que, para un chico de 17 años, era mucho dinero. Eran 100 mil pesetas que ahora serán, qué sé yo, uno 600 euros.  

¡Mucha plata en manos de un chico!
Era mucho y recuerdo haber dosificado esa plata en dos años. Hice dos cosas con ese dinero. La primera, comprarme muchos libros e invitar a las que por entonces eran mis novias al cine, a cenar y todo eso… 

… ¿Tus novias?
No, sucesivas novias. No me duraban mucho. Y con lo que sobró, como tenía mitificado el ritual de la escritura porque era un adolescente romántico y, por lo tanto, cursi, cuando terminé el bachillerato me fui a un centro de retiro espiritual budista para intentar escribir mi primera novela seria. Era un lugar muy famoso en Granada, España, que se llamaba O Sel Ling –que creo que en tibetano significa “Rayo de sol”- y donde el Dalai Lama había elegido al hijo de los dueños como una de una de sus teóricas reencarnaciones. Cuando me quedaban unas 30 mil pesetas, alquilé la cabaña del Lama por un mes y me pasé escribiendo a la luz de las velas, comiendo una comida vegetariana macrobiótica horrible que me daba diarrea y por vecino tuve a un tipo que tenía un voto de silencio. Así me pasé un mes, medio escribí el borrador de esa novela, que tenía un nombre realmente inverosímil: “Mi alfabeto, mis sinónimos y un espejo”. Era intolerable el título. Nunca se publicó ni se publicará nunca porque, por suerte para mí y para la literatura, la quemé. 

Vea el video: Con tinta de pelota

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