Quizás Quentin Tarantino no sea el director y cinéfilo más culto, pero es de los que más exhibe su rico y rebuscado bagaje, así como su peculiar gusto cinematográfico. Todas sus películas se parecen a tantas otras películas al mismo tiempo que en sí mismas no se parecen a ninguna. Algunos podrían llamarle a eso originalidad. Yo le llamo audacia.
Es un entretenido ejercicio ponerse a descuartizar cada una de sus obras y extraer quirúrgicamente la música, algunos encuadres, fragmentos estilísticos y algunos diálogos y, por separado, tratar de descubrir a quien nos está exhibiendo. Estas autopsias siempre revelan evidencias del variopinto cine Serie B, del “spaghetti western”, secuencias de la violenta propuesta de Takeshi Kitano, compases que huelen a Ennio Morricone, alegorías a Sergio Leone y Enzo G. Castellari, por mencionar algunas de las muchas y dispares vísceras que hacen el cuerpo de sus filmes.
“Bastardos sin gloria” (“Inglourious Basterds”), la que nos ocupa, nos lleva, por referencia directa y reconocida, a la víscera llamada “Aquel maldito tren blindado” (“Quel maledetto treno blindato”), filme italiano de 1977, dirigido por Castellari, que en inglés se llamó también “Inglourious Basterds”. No se trata de un “remake”, aunque aquella también es sobre soldados estadounidenses que durante la Segunda Guerra Mundial forman accidentalmente un comando de exterminio de nazis. Pero Tarantino solo hace un préstamo de título y se inspira en aquella errática banda de antihérores para desarrollar a sus propios bastardos.
Este filme, ya muy premiado en festivales y elogiado por el público –la crítica se ha dividido–, ha levantado entusiasmos de diversa naturaleza. Ya no es por su forma narrativa, ni por la estética, ni por los atrevimientos de la violencia, porque Tarantino es ya una franquicia en estos terrenos y, además, muy fiel a sí mismo aunque siempre dando un poco más de sí en cada obra.
Hoy el entusiasmo mayor es levantado por su atrevimiento histórico, por contar otra vez la historia de las atrocidades nazi durante la Segunda Guerra Mundial pero -y no es fácil decirlo-, con el final que todos hemos querido ver. Pero no solo entusiasma esa venganza de la ficción, sino el cómo es desarrollada: bajo la clave del humor negro, derrochando sátiras y sarcasmos.
Ficha |
Título original: Inglourious Basterds. Dirección y guión: Quentin Tarantino. Países: EUA y Alemania. Año: 2009. Duración: 153 min. Elenco: Brad Pitt (teniente Aldo Raine), Christoph Waltz (coronel Hans Landa), Diane Kruger (Bridget von Hammersmark), Mélanie Laurent (Shosanna Dreyfus), Michael Fassbender (Archie), Daniel Brühl (Frederick Zoller), Eli Roth (Donny), B. J. Novak (Smithson), Til Schweiger (Hugo Stiglitz), Gedeon Burkhard (Wilhelm Wicki), Julie Dreyfus (Francesca Mondino). Producción: Lawrence Bender. Fotografía: Bob Richardson. Montaje: Sally Menke. |
Lo más relevante es que se trata de un retorcido homenaje y una vuelta de página a la victimización judía, porque, contrario a las películas que suelen ponderar el heroísmo de los aliados libertadores, de los estadounidenses en particular, Tarantino decide que quien ejecutará esta venganza es una mujer judía, “Shosanna Dreyfus“, interpretada por Mélanie Laurent, la víctima que fue bañada en la sangre de su familia entera y que fue dejada viva quizá con el único propósito de ser vocera del terror.
Esta historia de Tarantino está contada por capítulos, como ya lo ha hecho antes, pero empezando con un atinadísimo e imprescindible “había una vez...”, de esta manera nos va hilvanando el cuento, de tal forma que el espectador espera que las historias y los personajes se crucen y en esta espera todos los cálculos van sumando interés y tensión, lo cual hace que la película resulte perfectamente efectiva. El guión lleva un ritmo de western, por ratos lentísimo, por ratos vertiginoso, por ratos vacío, por ratos saturado de acción, con personajes intensos y apasionantes, incluso los coadyudantes están dotados de un background que les aporta densidad o, al menos, interés. Todo esto hace que las más de dos horas pasen sumamente entretenidas.
La elección de Brad Pitt para uno de los protagónicos levantó suspicacias. Tarantino no ha sido dado a usar actores de esta estirpe, al menos no cuando están vigentes, más bien se le debe el “come back” de algunos, y mucho volvieron para quedarse, otros no aprovecharon el empujón. Por el solo hecho de ser Pitt, muchos voltearon el rostro y expresaron su decepción. Independientemente de su desempeño, muchos no superarán este desafío a las reglas no escritas del dogma tarantinesco, que va más allá de la cuestión actoral, sino que mancha la actitud anti “star system” que había venido posicionando.
Lo cierto es que Pitt demuestra que es un actor con límites, con límites muy aceptables, hay que decirlo, pero a pesar de que su creación resulta solvente, no aporta ningún “plus” a su valor artístico, ni a la película. Cumple con un “Aldo Raine” bastante apegado a la lección, cuya gestualidad resulta demasiado forzada en ciertas secuencias, y no hablo de los momentos en que era intencional. Su trabajo con la voz parece un repaso de lecciones pasadas, por ejemplo la de “Cerdos y diamantes”, de Guy Ritchie, y la actitud inspirada en el ladrón de la saga de Steven Soderbergh. Raine es el líder de la banda de ajusticiadores, que se levanta la fama de un verdadero exterminador de nazis y que carga con la responsabilidad de la “misión”.
Pero el escollo más grande para apreciar a Pitt es el apabullante Christoph Waltz con un soberbio e impecable “Hans Landa”, el coronel nazi cazador de judíos. Una actuación de cátedra, que fluye naturalmente entre lo grotesco y lo hilarante, tanto que despierta una indeseable simpatía. Waltz, quien recibió el premio al Mejor Actor en el Festival de Cannes en 2009, cuenta con un registro muy amplio y con mucho control, además dota a su personaje de vida y pasión, sin dejar de hacer guiños a una refinada caricaturización.
La “Shosanna“ de Laurent es sobria y digna, quizá el personaje más grave y con peso específico de moral, construido con el toque avant-garde de los personajes de “Casablanca”, pero fundiendo en Shosanna a Ilsa Lund y Rick Blaine: belleza, cinismo y estoicismo.
La otra actuación sensible es la de Martin Wuttke, que construye un Hitler con base en la exageración de sus manierismos, un malo que destaca más por su excentricidad que por su maldad, lo cual lastima a muchos que creen que con este personaje no caben los rodeos. También aparece un “Joseph Göbbels”, a cargo de Sylvester Groth, como un ególatra subordinado con delirios de artista que pretendía crearse un mundo para poder ser considerado artista.
Tanto el resto de bastardos, como Diane Kruger con su “Bridget von Hammersmark” y Daniel Brühl con el pírrico “Frederick Zoller”, podrían contarse como apariciones especiales muy oportunas e inteligentemente dosificadas.
Los méritos de la cinematografía, es decir de la fotografía, escenografía y ambientación, así como los de vestuario, son evidentes. El juego ya típico en Tarantino de la impostación de texturas resulta hasta educativo y cumple esa ambición velada de dar la sensación de estar frente a un clásico.
La música siempre merece una mención, sobre todo por la labor educativa que cumple, casi arqueológica, por esa labor de revisar con cierta nostalgia los soundtracks de viejas películas y rescatar temas del los 50s, 60s y 70s y, claro, su obsesión por el “spaghetti western” se esparce por todo el metraje para rematar con “Rabbia e Tarantella”, de Ennio Morricone para los créditos.
No dudo que “Bastardos sin gloria” figure con abundancia en las candidaturas a los Globos de Oro, los Óscar y otros similares. Con todo, Tarantino nos trae una catarsis en todo el sentido de la palabra, un delirio, como una risotada que nace de la indignación contenida, como un suspiro de la historia, que al terminar solo nos reafirma el poder del cine para hacernos creer que la historia pudo ser distinta, que la guerra y otros males pueden terminar de manera más satisfactoria, si es un final de Tarantino.