Al margen de las fechas, las nóminas, los cuadros de honor y la casuística; al margen de la calidad, de la justicia, de la crítica y de la trascendencia causal que componen el concepto de un Óscar −así sin tilde porque es una marca y no un nombre propio− la historia de la cultura tiene un capítulo para los tocados por los brillos dorados de este galardón.
A estas alturas, y luego de 81 citas, este premio anual ha perdido en unos flancos y en otros ha ganado. Ha perdido credibilidad artística entre los artistas de hueso duro, entre la crítica mediática y académica, y frente a los cinéfilos más exigentes.
Ha ganado en glamour, en publicidad, han ganado los fashionistas y sus gurúes, la prensa rosa y la de chismes, los imperios de las relaciones públicas y el lobby, por supuesto que han ganado los accionistas de los estudios de cine (los grandísimos y sus apéndices “independientes”), las empresas de televisión satelital y por cable, las del web 2.0; han ganado los directores que saben medirle la temperatura y la vulnerabilidad mediática a los 5 mil 777 votantes de la Academia de las Artes Cinematográficas.
En el balance creo que pierde el cine, pero en los Oscar hace ya tiempo que el cine es un actor secundario, casi un pretexto para otra cosa, para el dinero, por ejemplo. De hecho, los Oscar son un evento televisivo y no en el cine y, si se fijan -y hasta donde yo sé-, nunca se ha hecho una película que explore con profundidad el mundo de los Oscar y la Academia, siendo tan fascinante como la mafia, Wall Street o los conflictos bélicos.
Lo cierto es que los Oscar desatan una serie de hechos culturales y económicos que no podemos negar, pero que sí podemos tratar de explicar o, al menos, enumerar. Hay producciones que se hacen de principio a fin con el Oscar en los sesos. No es nada fácil descifrar la fórmula, pero la intuición es algo que mantiene vigente a la industria hollywoodense, y hay recetas que se repiten una y otra vez, con leves actualizaciones y agregados propios de la temporada.
Todo lo que brilla… se vende
Las cuotas son un tema recurrente, aunque no está escrito en ninguna parte, pero, por ejemplo, no falta un Oscar (puede ser cualquiera) para alguna minoría: vemos premios para elencos negros, latinos, italoamericanos, islámicos, o bien para películas con temáticas homosexuales o personajes enfermos, o sobre emigrantes, y otros que cualquiera que preste atención puede listar. Los méritos estrictamente cinematográficos en estos casos suelen ser muy discutibles, aunque hay cierto cuidado de encontrar al candidato menos vulnerable en este sentido, y los estudios y muchos directores reparten los papeles y temáticas de sus películas con este difuso dato en mente.
Esta apuesta por lo multicultural, reflejada en la distribución táctica de Oscar para diferentes grupos culturales, étnicos y sociales, abre seductoras oportunidades de negocios, desde la posibilidad de rodar filmes en locaciones “exóticas” y estudios foráneos con encogidos presupuestos, hasta explotar “nuevas” temáticas y encontrar nuevos talentos para sacarles rédito a la postre.
Para mayores referencias ver los casos de la hispanidad de Pedro Almodóvar y su Penélope Cruz, el brasileño Walter Salles, el chino Zhang Yimou, por mencionar unos cuantos. El antecedente de ceremonia ecuménica lo tenemos en 1988, cuando el italiano Bernardo Bertolucci obtuvo nueve Oscar con 'El último emperador', y precisamente en varias de las categorías en que también triunfó 'Slumdog Millonaire' en 2009, la película indiobritánicagringa del inglés Danny Boyle, con un elenco, cultura y locación del subcontinente indio.
No es simplemente generosidad, ni desinteresada apertura al talento extranjero, detrás hay una lúcida lógica comercial: el “good will' que reporta un gran valor en el mercado.Los números dorados
Cuando la brasileña “Estación Central de Brasil”, de Walter Salles, tuvo dos nominaciones en 1998, una a mejor película extranjera y otra a mejor actriz, para su protagonista, Fernanda Montenegro, Salles declaró que para poder tener alguna posibilidad de ganar tendría que haber invertido en publicidad, relaciones públicas y lobby, una cantidad con la que podría financiar una película en su país. La estatuilla se la llevó “La vida es bella”, con el poderoso lobby judío detrás, y Gwyneth Paltrow resultó ser la mejor vendida como mejor actriz.
Las agencias de relaciones públicas y lobbistas se han especializado en esta rama del mercado, generando estratégicas y espectaculares campañas, unas de bajo perfil y otras del más alto. La activación de la prensa rosa, de los chismes y medias verdades están a la orden del día para generar interés y agregarle valores sociales a cada producción. Claro, nada de esto se hace por amor al (séptimo) arte, cada gesto se cobra, y se cobra muy bien.
Lo que va quedando claro es que si se gasta tanto es porque se gana muchísimo más. Según cálculos de Nielsen Media Research, solo la ceremonia de entrega de los premios del año pasado reportó un estimado de 20 millones de dólares en publicidad directa a la cadena ABC —copropiedad de Estudios Disney—, dueña de los derechos de transmisión. A esta cifra habría que sumar los números que reporta la venta de derechos de transmisión en cada país y, asimismo, las ganancias locales en publicidad.
Agreguemos que las películas candidatas, aparte de su recaudación en taquilla, venta y alquiler de dvds, por el solo hecho de agregar el loguito del Oscar en la carátula o el afiche suelen tener un relanzamiento que agrega ganancias estimadas en 30 millones de dólares, dependiendo de la película.
Pero veamos otra ganadora un tanto más glamorosa: la industria de la moda es una de las más beneficiadas por esta ceremonia, que es sin lugar a dudas la pasarela con más exposición mediática con alcance mundial, y que permanece en los medios por muchos meses. La famosa alfombra roja ya tiene su propia producción y un modelo creciente de explotación comercial.Se estima que 15 mil dólares por el ajuar de cada una de las 10 actrices nominadas y presentadoras (vestido, zapatos, joyas, zapatos) es un promedio conservador, pero se maneja así porque muchas de las prendas son 'prestadas” por los diseñadores y las casas de diseño. Lo cierto es que después de que un vestido se luce por la alfombra roja de los Oscar, tanto el diseñador como el vestido adquieren o reafirman fama mundial.
Como datos, Neil Lane, autobautizado 'el joyero de las estrellas', presumió hace dos años un broche de flores de diamantes en amarillo, rosa y blanco que cuesta 5 millones de dólares para alguna afortunada a quien no quiso nombrar, pero además aseguró que Keira Knightley lució un collar de diamantes de 75 karates valuado en un millón de dólares, y Reese Witherspoon un par de aros de medio millón.
Los hombres también invierten para esa noche. Ellos generalmente tienen que comprar el traje, que oscilará entre 3 mil y 5 mil dólares. Y no faltan los accesorios como relojes, cadenas, o mancuernillas −como las creadas con diamantes por Harry Winston que Viggo Mortensen utilizó en 2008 valoradas en 25 mil dólares.
Los diseñadores consolidados ven en este evento una oportunidad para lucirse y jactarse de ser la preferencia de las luminarias del espectáculo, además de poder tasar sus creaciones hasta por 25 mil dólares, incluso subastarlas a precios estrambóticos. Los diseñadores noveles o de poco vuelo viven esta experiencia como el tiro de una catapulta que los coloca en el centro de la industria.
En los últimos años se ha dado una sinergia interesante −aunque huele a PPRR− entre latinoamericanos, que cada vez que alguien de la región tiene el pase para la alfombra roja, se viste con algún diseñador también latino que logra valiosos minutos de atención que suelen traducirse en cifras de seis dígitos.
Para cerrar, me voy a un dato global: más de 100 millones de dólares le generan los premios a la ciudad de Los Ángeles: habitaciones de hoteles, restaurantes, spas con sus paquetes de botox y masajes de piedras calientes.
El cine, esa noche, no se proyecta en pantallas, sino en estados de cuentas.