Desde afuera, Cihuatán es poco más que un corredor de siete metros de ancho, compuesto por una calle de tierra y piedras, con potreros a ambos lados y vacas pastando en ellos. En estos días, a primera vista es solo una serie de montículos y pequeños cerros cubiertos por una alfombra árida color naranja. Con estas fachas, Cihuatán pareciera lograr su cometido: esconderse del tiempo, del hombre, de la destrucción.
Juan conduce su sedán por la calle empedrada y antes de ingresar al parque señala con el índice, a la izquierda, un par de esos montículos. Está emocionado.
-Esos que ven ahí tienen estructuras –dice.
Y no cuesta creerle. Previamente, en el viaje desde San Salvador hasta este paraje de Aguilares, descubrimos que a Juan, además de la ciencia, le fascina el sitio arqueológico de Cihuatán. Juan -cuyo nombre real nos guardamos porque la institución para la que trabaja no le ha autorizado dar declaraciones- es antropólogo, graduado de la Universidad de El Salvador y le guarda un profundo cariño a Cihuatán. Y respeto. Por eso insistió en traernos y se ofreció como guía por el que quizás sea el parque arqueológico de mayor importancia de El Salvador por su tamaño y por su significado. Este parque en el que Juan colaboró excavando e investigando, tareas que ayudaron a darle gloria al sitio. Este parque al que le acaban de mutilar una buena porción de historia.
En 1999, la Fundación Nacional de Arqueología (Fundar) logró un convenio de investigación con Concultura –para 10 años- y a partir de 2001, Cihuatán cobró vida de nuevo. Aquí, Juan trabajó con Paul Amaroli, quien estaciona su camioneta todoterreno justo cuando Juan, Mauro y yo nos untamos con bloqueador solar la cara, el cuello y los brazos.
Amaroli es un arqueólogo estadounidense que en 1978 hizo investigaciones en el sitio del Lago de Güija. Entonces la nació el cordón umbilical que lo ata a la historia bajo tierra que esconde El Salvador. Hoy, junto a Karen Bruhns, otra arqueóloga de Estados Unidos, dirige las investigaciones de Fundar. Amaroli y Bruhns, este mediodía de miércoles 31 de marzo, en plena Semana Santa, se ríen de los tres exploradores que nos untamos bloqueador para mitigar al dios sol que se ensaña sobre esta tierra seca. Ellos llevan sombrero. Nosotros, por suerte, tenemos bloqueador. La presencia de Amaroli y Bruhns en el lugar al mismo tiempo que nosotros es coincidencia.
-¿Vienen a ver el parque o vienen a ver la destrucción? -pregunta Amaroli, con un español que se tropieza sobremanera con la pronunciación inglesa.
-La destrucción.
-¡Qué bueno! Es bueno que esto se siga dando a conocer. Ya se habían tardado.
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“Alerta, 2 de marzo, 2010. Se ha iniciado terracería y la construcción de caminos y casas DENTRO del área protegida de Cihuatán. Lea el informe que presentamos en esta fecha a la Secretaría de Cultura: INFORME URGENTE SOBRE LA DESTRUCCIÓN DE PARTE DE LA ANTIGUA CIUDAD DE CIHUATÁN”, posteó FUNDAR en su página web, hace un mes.
La noticia se regó como fuego en pólvora en blogs especializados y en la prensa nacional. En resumen, se descubrió que la alcaldía de Aguilares compró un terreno de unas 25 manzanas, ubicado dentro del área protegida del sitio arqueológico Cihuatán. La protección la da el decreto publicado en el Diario Oficial el 21 de abril de 2007. La alcaldía descapotó el terreno, trazó calles e inició la construcción de 38 viviendas “temporales” para igual número de familias damnificadas por la tormenta Ida, que azoló al país en noviembre de 2009.
El proyecto de la alcaldía, según las instituciones involucradas, era para 38 viviendas “temporales”. Lo curioso del caso es que a la par de las temporales (levantadas con techos y paredes de tablarroca) se construyeron además una docena de casas de ladrillo de cemento, con patio, con conexiones eléctricas… en fin, con pinta de ser permanentes.
El rótulo colocado a la entrada del complejo habitacional hace la lista de instituciones que participaron en el desarrollo de las viviendas: el Ministerio de la Defensa Nacional, el Comando de Ingenieros de la Fuerza Armada, la Alcaldía de Aguilares y el Viceministerio de Vivienda. Al parecer, ninguna se percató de que el proyecto era inviable, porque un sitio declarado zona arqueológica por la ex Concultura –hoy Secretaría de Cultura- está protegido por la Ley de patrimonio cultural, y para ser liberado –es decir, para bajarle el grado de protección- requiere de toda una serie de investigaciones arqueológicas que declaren la zona libre de vestigios y apta para la construcción.
Según FUNDAR, el gobierno afectó las 25 manzanas de terreno dentro del sitio. Según el alcalde de Aguilares, la zona afectada no llega siquiera a la manzana.
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Estamos dentro de la casa-oficina-museo que Fundar administró desde 2007 hasta septiembre de 2009, gracias al contrato con la desaparecida Concultura. Hoy Fundar tiene permiso para seguir con algunas investigaciones en el sitio, pero la administración depende de la estatal Secretaría de Cultura.
Bruhns llegó a Cihuatán por primera vez en 1975. Lo hizo, dice, invitada por el arqueólogo Stanley Boggs, un norteamericano a quien algunos llaman el padre de la arqueología salvadoreña. En la hoja de vida de Bruhns hay varias investigaciones sobre Cihuatán, pero su plato fuerte –así lo presenta Amaroli- es ser la única que ha trabajado con 17 casas desenterradas en este sitio, cuya extensión total se aproxima a las 420 manzanas. El Estado es dueño de la cuarta parte del total: 105 manzanas. Dentro de esta extensión está ubicado el parque, y el resto está en manos privadas.
-¿Por qué es importante Cihuatán?
-¡Es como un barrio como San Salvador, con casas! –responde Bruhns-. Es quizá la primera ciudad en El Salvador antes de los españoles. Es de importancia para Mesoamérica. Es un sitio del posclásico muy, muy temprano (aproximadamente 900-1050 A.C.) De los tiempos del colapso maya y del surgimiento de una cultura maya medio mexicana, como tenían en Guatemala también. Y es un sitio de una sola ocupación: quizá 100 años. Es una foto, una polaroid de este tiempo tan interesante. Un tiempo en Mesoamérica como era el siglo XIX para Europa, con un cambio total: gobierno, religión, economía y rutas de intercambio.
Bruhns también irradia una emoción que contagia cuando habla del sitio. Mauro se aventura, y pregunta la del millón:
-¿Qué son esos montículos? ¿Por qué hay tantos?
-Los montículos son plataformas que quedan de un templo… o cuando son grandotes les decimos pirámides.
En Cihuatán hay más de 20 templos identificados y solo la zona monumental mide 40 manzanas.
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40 minutos después de imaginar Cihuatán con las explicaciones de Amaroli y Bruhns, entramos a la otrora gloriosa ciudad. Los arqueólogos se quedaron en la oficina, clasificando tiestos prehispánicos dispuestos en bolsas plásticas. El parque nos recibe con los vestigios de una barricada de piedra que se extiende por todo el lugar. Cihuatán era una ciudad amurallada.
-De algo se protegían –cavila Juan, nuestro guía principal, quien durante la conferencia de Amaroli y Bruhns asentía con la cabeza, como recordando una lección aprendida años atrás.
La barricada en realidad es una muralla que protegía el centro ceremonial de la antigua ciudad, que reina en lo alto de esta planicie. Abajo, en el costado izquierdo, se ven las decenas de montículos que descubrimos en el trayecto de entrada.
La muralla ahora cuida los templos, dos campos de pelota, la pirámide principal, el templo circular, el de los ídolos, y un sinfín de estructuras que han sido estudiadas desde 1929, año en el que fue descubierto el sitio, por Antonio E. Sol, entonces director del Departamento de Historia del Ministerio de Instrucción Pública. Sol fue el primer salvadoreño que hizo excavaciones en el territorio nacional. Esas primeras excavaciones se hicieron aquí, en Cihuatán.
En el museo del parque hay una fotografía a una nota de La Prensa, fechada el jueves 28 de noviembre de 1929, que se titula: “La pirámide de Cihuatán es más grande que las de México”. En la nota, el periódico anuncia una excursión a las ruinas para “el sábado próximo”. Entre los visitantes excursionistas estaba el “maestro Francisco Gavidia”, quien daría una conferencia sobre las civilización de Cuscatlán en la cumbre de la pirámide principal, “que es más grande que las de México”.
81 años después, parado no sobre la pirámide sino que sobre un montículo de piedras –en donde presumiblemente hubo un templo- Juan asegura que todos los 26 de abril ingresa exactamente por ahí, la luz del sol en el cenit.
-¡Entra justo aquí! –dice-, mientras extiende ambas manos como para dibujar una especie de pista en el aire por donde entra un rayo de luz. Más tarde, esquina opuesta al sitio del cenit, Juan utilizará el mismo movimiento para explicar que por el templo circular presumiblemente ingresaban, en perfecta sintonía con el canal que conduce al templo (una circunferencia casi perfecta de piedras, con un centro cubierto también por piedras y una especia de pasillo en dirección norte) de los vientos. Ese templo, se presume, era en honor al dios del viento.
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Recorremos el parque. Juan nos lleva, primero, al juego de pelota poniente, que forma una especia de “I” mayúscula. Luego pasamos un par de templos semidesenterrados y llegamos a una plataforma con cuatro escalinatas. Después, nos dirigimos al juego de pelota norte, desenterrado casi por completo. También forma una “I”, y sus gigantescas paredes –ubicadas en ambos costados de la “I”, se elevan unos cinco metros sobre el nivel del suelo. Al juego de pelota le hacen falta sus metas (unos discos con un orificio en el centro), pero en uno de los extremos tiene un temazcal (baño sauna) y el templo de los ídolos. Sepa Dios qué hacían nuestros antepasados con los ganadores y con los vencedores. Juan, gritándonos desde el un extremo de la cancha, nos dice que hay quienes sostienen que a diferencia de lo que podría creerse, eran los ganadores los sacrificados. Con Mauro, parados encima del muro de piedra que probablemente servía de graderío, nos volvemos a ver y le respondemos que eso no tiene lógica, que se nos hace imposible de creer.
Cerca del juego de pelota hay una ceiba joven, delgada, en buena forma, con poco follaje. Cerca del juego de pelota está, también, la pirámide principal. Sobre la punta, la única familia que visita el parque sube para apreciar el señorío escondido de Cihuatán. Nosotros seguimos recto, por un sendero, para encontrarnos con Pastor Gálvez, un guardaparques de Cihuatán que tiene 30 años aprendidos en arqueología. Él es el encargado del parque. Juan es la segunda persona que me dice que Pastor es mejor arqueólogo que muchos estudiados. A Gálvez, Amaroli lo conoció aquí en Cihuatán hace ya muchos años y desde entonces son inseparables. La primera persona que me contó de Pastor fue el ex director de Concultura, Federico Hernández, antes de que Pastor me sumergiera –junto a otros colegas- por un túnel por el cual se accedía a la recién descubierta base de una pirámide en San Andrés, La Libertad. Eso fue en 2007.
Tres años después y Pastor no ha cambiado. Sigue cargando dos manos callosas, un cuerpo menudo y una piel color canela. Sigue siendo, además, el mismo hombrecito amable que saluda a todos con una sonrisa. Pastor nos espera debajo de unos árboles para llevarnos a la zona de destrucción. Bajamos por otro sendero, detrás de la pirámide principal, y cruzamos a la derecha, rumbo a un desierto de polvo y maleza seca. Dejamos, a un lado, lo que se supone era el palacio y una ceiba entrada en años, con un follaje más amplio y un tronco más grueso. Según Juan, las ceibas, en la antigüedad, eran consideradas como puertas de acceso entre el mundo de los muertos y el mundo de los vivos. Pastor opina lo mismo. Al fondo, el cerro de “La mujer recostada” o volcán de Guazapa vigila nuestros pasos. El cerro, dicen, tiene tres picos que asemejan el cuerpo recostado de una mujer: cara (con nariz y barbilla), el pecho y las piernas.
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Para llegar a la zona destruida hay que caminar un kilómetro bajo un sol capataz. Esta zona, al mediodía, es como un comal sobre brasas ardientes. Antes de llegar al límite entre el parque y una propiedad privada, se atraviesa un puñado de montículos y otro puñado de estructuras que Juan y Pastor las dibujan sin esfuerzo, reconstruyendo el pasado.
-Aquí estaba la entrada… ¿ves donde iban las paredes? –dice Juan, señalando el cuadrado de rocas que cobra vida sobre el suelo.
Más adelante, y detrás de un alambre de púas, están los vestigios de un maizal. Se ven los surcos, que parecieran dibujar pequeñas olas de tierra estáticas o una interminable secuencia de canales pintados en forma vertical que conducen hacia una sola dirección: al terreno destruido. Este es un paraje ubicado a unos 2 kilómetros de la carretera que lleva al municipio de Aguilares, y en donde las autoridades metieron tractores, palas, ladrillos y hierro para abrir calles y edificar viviendas para 38 familias damnificadas por la tormenta Ida.
En la zona de la destrucción del sitio todavía se encuentran tiestos de cerámica prehispánica en los promontorios de tierra que apilaron los tractores. Frente a unas improvisadas viviendas temporales hay obsidiana, y algunas puntas que florecen del suelo tienen pinta de cuchillas o de puntas de flechas. Vale resaltar que en la milpa vecina, a escasos dos metros de la alambrada, hay restos de otra edificación que, presumiblemente, fue una casa en donde alguien molía granos. Pastor encontró ahí la mitad de un metate: un mortero de piedra que se utiliza para moler granos. Consiste de dos piezas, una plancha rectangular y una piedra cilíndrica que se toma con las manos y se hace rodar sobre las semillas encima de la plancha. En buen salvadoreño, se trata de una piedra de moler.
Hace un mes, cuando Fundar denunció la destrucción de esta parte del sitio –que aunque era un terreno privado que compró la alcaldía, está dentro de los límites del área protegida por el Estado- las casas de ladrillo de concreto tenían puesto su techo. Ahora esas casas están sin él, y los refugiados denuncian saqueos de personas extrañas. Hay un par de casas que ya ni existen, y solo quedan los pedazos rotos de ladrillo que alguien botó con una almádana, presumiblemente para sacar el hierro. Del otro lado, es decir, a la entrada del proyecto, algunos refugiados viven en esas pequeñas casas de paredes y techos de fibrolit que a las 2 de la tarde son una especie de temazcales modernos pero sin el vapor de los saunas.
En una de esas casas vive María Magdalena Hernández, de 73 años, con sus dos nietos: José, de 11, y Élmer, de 13. María tiene una cocina de cuatro quemadores donada por Gobernación. Tiene gas. Tiene cerillos. Tiene sartenes. Lo que no tiene es qué cocinar. A las 2 de la tarde, ni María ni sus nietos han almorzado. Porque comer pedazos de sandía o de mango no se puede llamar almuerzo. Contrario a lo que asegura el gobierno, la tragedia de Ida y de las más de 10 mil familias dañadas, aquí, apenas inicia. María dice que preferirá estar en el albergue al que la mandaron después de que su casita, en la colonia Palacios, de Aguilares, desapareciera. Ahí, el menos, tenían qué comer. A este paraje desértico y olvidado la alcaldía solo llega a dejar agua cada tres días, en una pipa. Y lo poco que tiene, dice, apenas “ajusta” para el desayuno y la cena. En esta casa, lo único que se cocina a fuego lento, todos los mediodías, son los cuerpos de María y de sus nietos.
A María, como a Mercedes, su vecina -una maestra de primaria que vivía en otra colonia arrasada por las lluvias-, la alcaldía les ha dicho que anda buscando otros terrenos para reubicarlos.
-Porque aquí ya no se puede vivir -dice ella.
-¿Por qué? -pregunta Juan a María.
-Porque está protegido, dicen- responde ella.
-Es un parque. Esta era una zona residencial de los antepasados… –interviene Pastor.
-Lo hubieran pensado antes y no hubieran dejado esas casas hechas –responde ella.
Ella tiene razón. ¿Por qué cuatro instituciones del Estado se unieron para destruir parte de un sitio protegido por el mismo Estado? En semana feriada, como la Semana Santa, nadie contesta teléfonos. Ni en la alcaldía de Aguilares ni en el Viceministerio de Vivienda. Pero el 19 de marzo, en una conferencia de prensa, las autoridades dijeron que se trató de un mal entendido que esperan no vuelva a ocurrir.
A esa conferencia, según publicaron en su momento La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy, estaban convocados el secretario de Cultura, Héctor Samour; el viceministro de Vivienda, Edín Martínez, y el alcalde de Aguilares, Wilfredo Peña. Solo los últimos dos llegaron. El director de comunicación social de la Secretaría de Cultura dijo a El Diario de Hoy que el error fue cometido por el antiguo dueño del sitio, pues no informó a las autoridades del régimen de protección que tenía la propiedad.
En la conferencia, el alcalde declaró que ellos no tenían culpa porque en el Centro Nacional de Registros no encontraron el aviso de protección para el terreno, y que si existía alguna institución culpable esa era la Secretaría de Cultura, que nunca dijo nada al CNR sobre el estatus de la tierra. Cinco días más tarde, el 24 de marzo, el CNR se desligó diciendo que no estaba facultada para tomar decisiones de adquisición de inmuebles o para otorgar permisos o concesiones de ninguna clase junto a particulares o instituciones públicas. Ni la Secretaría de Cultura ni su departamento de arqueología han dicho o explicado qué pasó.
En la conferencia del 19 de marzo, el Viceministro de Vivienda aseguró que en el sitio no se había destruido nada. Fundar, que ha investigado Cihuatán en los últimos 10 años, cree que sí.
En un informe de Fundar en 2003 se hacía ver el potencial del área circundante al parque. Amaroli dice que debido a que esta era una ciudad, es lógico suponer que en el área destruida hubiera entierros, basureros arqueológicos y restos de cerámica. La importancia de un basurero arqueológico estriba en que es una muestra de elementos de la vida cotidiana de los habitantes de Cihuatán. En el reporte entregado a la Secretaría de Cultura el 2 de marzo pasado, Fundar subraya el temor de que se haya hecho un daño irreparable.
Cuando regresamos, atravesando el maizal, Pastor nos mete al parque por otra ruta. En el camino fuimos dejando los vestigios de edificaciones hechas con piedra y de montículos arropados por el zacate tostado. Al llegar al parque, nos topamos de nuevo con la murAlla que rodea al sitio monumental. Hace casi mil años, los arqueólogos presumen que la Cihuatán maya fue saqueada y quemada por otra tribu desconocida. Aún es posible encontrar vestigios del fuego que asoló la ciudad. Casi mil años después ha sido golpeada de nuevo y los responsables dicen que no tienen la culpa.