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Estebana y sus 98 hijos

Estebana procreó a 19 hijos, que le dieron 70 nietos y seis bisnietos. Con los tres que vienen en camino, los Escobar pronto serán 100. En este remoto cantón de Jutiapa, los niños Escobar se cuentan por docenas, es imposible recordar los nombres de todos, y las grandes cifras repelen a las fiestas: este Día de la Madre será un día cualquiera.

Lunes, 10 de mayo de 2010
Patricia Carías / Fotos: Mauro Arias

Estebana, junto a su esposo Luis Escobar y 11 de sus hijos. Foto Mauro Arias
Estebana, junto a su esposo Luis Escobar y 11 de sus hijos. Foto Mauro Arias

Estebana ojea un álbum de fotografías familiares y fija su mirada en una de las imágenes. Frunce el ceño mientras aleja y acerca el álbum a su rostro, una y otra vez, intentando identificar al niño que aparece posando para la cámara. Su esposo, Luis, echa también un vistazo. “Es José Ángel”, dice él, con aparente seguridad, aunque de inmediato entra en duda: “¿O será Ovidio?” El drama está en que ese niño de la foto al que no pueden identificar es su propio hijo. Y la confusión los desconcierta hasta la risa: “¡Ja, ja, ja...”, se carcajean. “No, no sé quién es”, subraya Estebana. Y no es que se tomen a la ligera algo que parece ser un problema grave de memoria: es que cualquiera tendría dificultades para identificar a un hijo en una vieja foto si ese hijo es uno de 19 que han tenido, que a su vez les han dado 70 nietos y media docena de bisnietos.

Para los esposos Escobar, recordar el rostro de sus hijos no es tarea fácil. Los años y su virtud de engendrar hacen tropezar sus mentes. Si se les hace muy difícil reconocer los rostros de sus hijos registrados en fotografías cuando aún eran niños, es misión imposible nombrarlos a todos por orden de nacimiento.

El humor no falta en una familia en la que los dos progenitores originales pueden darse el lujo de referirse a sus descendientes por docenas y en la que en un lapso de 45 años pasaron de ser una sola pareja a 50 parejas de personas.

-Doña Estebana, ¿es capaz de nombrar a todos sus hijos del mayor al menor?

-Ah, de eso sí... je, je... -acepta el reto, con tono de seguridad-. Vaya, la primera se llama Juana... la segunda se llama Ángela... la tercera se llama Rosa... y el otro, el cuarto… se llama... este... ¡aaah, el finado Armando!, que ese ya se me murió... Y después de Armando es Aníbar, de Aníbar es Roberto... -lleva seis de 19 cuando la cuenta se le tropieza-. Bueno, la Rosa no la menté quizás... ¿verdad?... ¿la menté?

-Cómo no... -dice Luis.

-Eeeh... Roberto, y de Roberto... -Estebana revisa su mente y busca nombres inútilmente y se da por vencida-. Bueno, los nombres yo se los voy a decir... ja, ja, ja… -vuelve a reír, con la cara colorada por el pequeño bochorno que le provoca el ejercicio de repasar la lista de salvadoreños de quienes ella es madre.

Ésta historia de amor comenzó a temprana edad. Luis y Estebana se conocieron en una de las tantas veredas del cantón Carolina Arriba en Jutiapa, departamento de Cabañas, frente a la casa de los padres de Estebana. Luis pasaba todos los días por aquel lugar, con tal de poder llegar al río Lempa, para pescar. Estabana observaba todos los días a aquel muchacho juguetón que pasaba por su casa y que en más de alguna ocasión dejaba ver una sonrisa o una mirada interesante. Con el pasar de los días, la inocencia de las sonrisas y las miradas fue tomando un nuevo sentido para ambos, quienes se enamoraron profundamente. Con su corta edad y dejándose llevar por las emociones, los enamorados tomaron una decisión: querían formar una familia, querían estar juntos. Fue así como acordaron que Estebana debía fugarse de la casa de sus padres, para vivir con su amado en la casa de sus suegros. El operativo se llevó a cabo. Luis se robó a Estebana, y ella se dejó robar. Para los padres de Estebana la noticia del robo no fue del todo grata, pero ante el ímpetu de las acciones de los enamorados no tuvieron más remedio que aceptar la relación. “Se enojaron, pero no me pegaron. Después los dos fuimos juntos a pedir permiso y dijeron que sí”, dice ella. Por el lado de la familia de Luis la situación fue un tanto diferente, pues sus padres recibieron a la joven con los brazos abiertos y comenzaron una campaña de persuasión para que la pareja contrajera nupcias lo más pronto posible. No querían que sus hijos vivieran en “fornicación”. “Los viejitos se afligían de pensar que uno estaba en mancebo”, recuerda Luis, sin perder el humor. A sus 17 y 16 años de edad, respectivamente, el 15 de agosto de 1965, Luis y Estebana se casaron después de cerca de un mes de vivir juntos.

En los días previos a la boda, el joven campesino, con corazón de príncipe y actitud de caballero galante, se había asegurado de que su amada se viera más hermosa el día de la boda. Para ello había pedido a Ángel, su padre, que vendiera el mayor tesoro del muchacho: un cerdo de crianza. Parte del dinero, Luis lo invirtió en el vestido y en los zapatos de Estebana. El resto se lo quedó Ángel, quien lo consumió en tragos. Aunque prometió devolver el dinero malgastado, nunca lo hizo. Pero la novia lució como toda una reina en su gran día.

Ese gran día fue, literalmente, un gran día, no solo por el significado para el nuevo matrimonio. Ese 15 de agosto ambos esperaban, ansiosos, frente a la Iglesia Católica central de Ilobasco, y junto a ellos había mucha más gente. En realidad se trataba de un inusual coro de unas 140 personas del que Luis y Estabana formaban parte involuntariamente... o más o menos involuntariamente. Y es que Luis y Estebana compartían un raro cosquilleo con otras aproximadamente 70 parejas que iban a corear simultáneamente el 'sí' ante el cura. Era una boda masiva. “Ahí habían viejitos, viejos, cipotes…", recuerda Estebana. 'De todo había'.

El gentío estaba amontonado en la iglesia y entonces el párroco hizo un anuncio: que eran demasiadas parejas y que, por lo tanto, una parte del grupo tendría que moverse hacia el Salón Cristo Rey, dentro de la misma iglesia, para casarse ahí. En ese lugar, por fin, la pareja selló su unión, sin cura a la vista, fuera del templo. Ahí solo se oyó un sordo murmullo de 'sí, acepto' de las 140 personas contrayentes. 'Así nos casaron, sin talento... nosotros la fe tuvimos de que éramos casados, ja, ja, ja', ríe Estebana, al recordar su peculiar ceremonia de matrimonio.

De la iglesia salieron cada uno con un anillo cuya breve duración no presagiaba el futuro de la pareja: no les duró ni un mes porque eran de fantasía. No tenían dinero suficiente para comprarse unos de oro.

Un año después, los adolescentes enamorados se mudaron al terreno que el padre de Luis les había prestado. Más allá de su amor y el terreno prestado, no tenían mucho. Luis y Estebana se aventuraron a una vida en familia con solamente aquellas cosas que habían aprendido de sus padres: trabajar la tierra, criar cipotes y hacer los oficios de la casa. Eran los dos muchachos contra un futuro incierto. No tenían nada en los bolsillos, no sabían leer ni escribir, no sabían nada de métodos anticonceptivos y no sabían que en poco más de 40 años ellos dos iban a convertirse en un centenar de personas.

Casi desde el inicio de su vida en matrimonio, la pareja vive en un remoto cantón del departamento de Cabañas, en las cercanías de la presa 5 de Noviembre. Estebana y Luis se criaron en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa, uno de los municipios con mayor pobreza en El Salvador, y que en 2007 tenía un poco más de 6 mil 500 habitantes. Ahí se criaron y ahí volvieron a instalarse casi inmediatamente después de casarse, sin saber que un día, solo ellos dos, serían responsables de haber traído a la Tierra al 1.5% de la población total del municipio. No muchas parejas podrían darse el lujo de estar vivas y jactarse más o menos en estos términos: 'Si no fuera por nosotros no existirían 15 de cada mil personas de este municipio'.

Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias
Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias

 


***

La casa de Estebana y Luis se encuentra a la orilla de una calle de tierra que brinda acceso hacia el caserío El Mestizo. Unas pocas viviendas separan la casa de los Escobar, ubicada en el cantón Carolina Arriba, de este caserío. La familia vive aquí desde hace 45 años. En esta casa nacieron los 19 hijos del matrimonio. Un extenso portal frente a la puerta principal da la bienvenida y separa las habitaciones del patio. En este pasillo se ubica una mesa de comedor desgastada, forrada con plástico y acompañada de sillas de madera rústicas. Junto a esta mesa, Estebana y Luis miran su álbum de fotos. En este día de finales de abril están casi solos. Pero la primera semana de mayo el ambiente es muy bullicioso, pues están reunidos unos 50 miembros de la familia. “Niños, nos corran que se van a caer”, dice Estebana a sus nietos, que corretean de un lado a otro entre juegos y risas. Mientras ella cuenta cómo conoció a Luis, al final del pasillo están las hijas menores del matrimonio, quienes palmean la masa entre sus manos, preparando las tortillas del almuerzo. Minutos más tarde Luis comenta sobre la vaca de la familia que está a punto de dar a luz y que con mucha probabilidad necesitará la ayuda de su dueña, a quien le parece rutinaria la situación. En el terreno de los Escobar también hay otra edificación: un templo donde se congrega feligresía evangélica del caserío, construido por Luis y sus hijos junto a la casa del matrimonio. En el resto del caserío, a pocas cuadras a la redonda, están diseminadas otras siete viviendas donde habitan los hijos, nietos y bisnietos. Alrededor de 75 de los 97 Escobar actuales viven en el cantón. Pronto serán 100, porque en la familia hay tres mujeres embarazadas.

Carolina Arriba es campo abierto, con puñados de casa por aquí y por allá, en donde se vive de lo que produce la tierra, en donde la vida pasa de forma pacífica y en donde se come lo que hay. En Carolina Arriba la tecnología y la infraestructura básica aún tienen trecho por cubrir.

El mismo año en el que se casaron, Estebana quedó embarazada. A su primera hija la nombraron Juana, así no más, sin un segundo nombre de pila. “De mí se admiraron cuando tuve mi primer niño, porque me decían que yo no había hecho ningún escándalo”, comenta, orgullosa, la mujer que hoy tiene 61 años.

Los adolescentes padres primerizos tuvieron que madurar de golpe. A Juana se le unió Ángela y luego llegó Rosa. En los primeros tres años de casados los Escobar ya eran. cinco. Pero los esposos querían tener más hijos y querían que llegara un varón.

-¿Por qué decidieron tener tantos hijos?

-Es que uno de joven derrama muchos hijos –es la explicación que encuentra Luis, ante una pregunta a quemarropa. Estebana, entonces, interrumpe a su esposo, con el que pareciera ser eterno sentido del humor que los caracteriza:

-Que no tuvimos el cuidado quizás, ja, ja, ja... Esa fue la cosa, porque ahora hay quienes que se cuidan, el hombre cuida a la mujer... Hay métodos de planificación familiar...

El tiempo siguió su curso y Estebana seguía quedando embarazada. Después de Rosa, efectivamente, en el cuarto embarazo, llegó el primer varón. Los esposos estaban contentos y le llamaron Armando. Luego nació Aníbar y después Roberto y así, después de aproximadamente cinco años de casados, juntaron la primera media docena.

Luis se dedicó a cultivar la tierra que su padre, años más tarde, le heredó. También negociaba cerdos y hacía trabajos de albañilería. Tenían que alimentar a seis hijos y se repartieron el trabajo. Él salía a trabajar y ella se quedaba a trabajar; él labrando la tierra, haciendo albañilería y criando cerdos, y ella labrando el hogar y criando a los hijos.

La casa en que vivieron estos primeros seis hijos era pequeña, con un área de cocina y un portal y un dormitorio para las ocho personas. Ahí crecieron tomando leche de cabra, en medio de cerdos, gallinas y paredes de bajareque.

El dormitorio no tenía tanto espacio y los hermanos tenían que dormir dos o tres en una misma cama, y para una familia con recursos limitados, era norma que los zapatos de los hijos mayores se convirtieran en herencia para los menores cuando se volvían demasiado chicos para los pies crecientes. Esos eran años en los que con frecuencia tenían que compartir un huevo estrellado entre tres o cuatro hermanos. Los frijoles y las tortillas de maicillo no faltaban.

Y a pesar de que las condiciones económicas de la familia Escobar eran estrechas, todos estos primeros seis niños fueron al kínder. Estebana sabe que su caso es excepcional. No cualquier mujer llega a tener 19 hijos, y ella no disimula su orgullo cuando habla de los primeros seis. “Ni uno se me quemó, ni uno se me enfermó, a ninguno tuve en el hospital grave, a mí me felicitaban las enfermeras”, comenta.

Luego, sin embargo, su historia de éxitos tuvo un importante tropiezo. Estebana nunca recibió ningún tipo de control prenatal y hubiera sido una extravagancia pensar en la posibilidad de que sus hijos pasaran por consultas con pediatras.

Aún con esa experiencia llena de privaciones, Estebana afrontó su séptimo embarazo. Todo transcurrió con normalidad. El niño nació sin dificultad y le llamaron Fredy. Al igual que sus seis hermanos mayores, Fredy solo tendría un nombre de pila. El bebé nació y solo pasó una semana cuando Estebana supo que algo andaba mal. Fredy, el recién nacido, parecía quejarse de dolor. Su madre no entendió lo que sucedía ni la gravedad del problema hasta que el médico le explicó que el ombligo del bebé se había infectado después de haber cortado el cordón umbilical. Le explicó que ya era demasiado tarde y Fredy murió.

Con el paso de los años se añadieron cada vez más y más miembros a la familia. Gladys, Ovidio, Orlando, Marlene y Luis. 12 hijos. La presión comenzó a sentirse en el hogar. El dinero, el espacio en las camas, la olla de frijoles y hasta los nombres a escoger comenzaban a escasear. La casa era una guardería constante, siempre había alguien para chinear, había juegos, gritos, peleas, risas y llanto siempre, casi las 24 horas del día los siete días de la semana los 12 meses del año. No me quiero bañar, no quiero comer, me duele la panza, esto no me gusta... Una y otra vez. El concepto vacación no existía en la mente de Estebana, cuya ocupación de atender a los hijos solo se alteraba cuando tenía que alternarla con con la pila de trastos que se formaba tres veces al día, con las montañas de ropa sucia y con la limpieza en la casa. En estas dos década teniendo hijos, lo normal había sido que cada vez que el hijo menor cumplía a lo sumo un año y medio, Estebana ya esperaba otro.

El problema de los nombres era que ya eran 14 personas entre hijos y padres, incluido el fallecido Fredy, y no todos los nombres posibles eran agradables como para escoger cualquiera. Habían echado mano ya de un almanaque para buscar opciones. Por suerte, y quizás gracias a que no sabían leer ni escribir -ellos no saben explicarlo-, a los primeros 12 hijos solo les pusieron un nombre. Sin saber escribir, era difícil escoger un nombre y anotarlo, copiando letra por letra, para posteriormente presentarlo a la alcaldía, donde tenían que asentar a los pequeños. De repente, cualquier sugerencia era bienvenida en aquella casa. Fue así como Marlene, la niña producto del embarazo número 11 de Estebana, recibió su nombre. Fue una vez que un exterminador de plagas visitó la zona. Estebana estaba embarazada y platicando sobre el futuro alumbramiento, el hombre sugirió: “Si es niña, le deberían poner Marlene”. Ni Luis ni Estebana recuerdan por qué aquel hombre pidió que le pusieran ese nombre a la niña.

'Con la primera docena de hijos fue un poco difícil la situación', admite Estebana, de nuevo, usando terminología que no cualquiera puede darse el lujo de usar: no todos los matrimonios pueden contar sus hijos por docenas.

Con la llegada del primer bebé de la segunda docena, Estebana comenzó a notar 'debilidad' en su cuerpo. La jovencita fuerte que solía tener a sus hijos sin ayuda, sin control prenatal alguno, solo con la presencia de una partera -si era necesario-, comenzó a sentir el paso de los años. A sus 32 años quedar embarazada no era cosa del otro mundo para ella, pero su organismo comenzó a reaccionar de forma negativa.

Ese día, Estebana había machucado dos montones de semillas de aceituno para hacer jabón. La mujer embarazada comenzó a quejarse de dolores en el vientre y pronto aquel malestar provocó una hemorragia severa. Ella recuerda haber caído inconsciente, aunque recuerda a los niños hablando a su alrededor. Luis, junto a tres hombres más, pusieron a la mujer en una hamaca y la cargaron hasta el hospital de Ilobasco. Fueron más de dos horas a pie desde el cantón Carolina Arriba. Gladys, la hija número ocho, también evoca aquel episodio de angustia. “Yo recuerdo cómo la sangre sonaba cuando la llevaban en la hamaca. Como la coladera cuando se hace jabón, coloradeaba en el suelo y sonaba aquello abajo cuando caía la sangre... la rodeábamos un gran puño de niños llorando, decíamos que se iba a morir. Mirábamos cómo se afligía mi papá. Dicen que cuando llegó no llevaba ni un poquitito de sangre, iba casi muerta”, cuenta.

A partir de esa pérdida, Estebana experimentó cuatro abortos más. Todos fueron difíciles, pero no impidieron que se comenzara a formar una segunda docena de hijos, aunque en realidad esta nunca se completó. Los abortos sugirieron que era tiempo de ponerse en control. Fue así como en sus últimos siete partos, acudió a la Unidad de Salud del cantón Carolina, para ponerse en control.

El tiempo pasó, se acabaron los juegos de muñecas y las escondidillas, y los niños mayores se volvieron hombres y mujeres. Las primeras en casarse fueron las mayores: Juana, Ángela y Rosa. Volaron del nido para formar sus propios hogares, guardando la tradición que había iniciado su madre: tener muchos hijos. Juana tiene 10, Ángela nueve y Rosa también nueve. Las tres hermanas mayores compartieron sus primeros embarazos con los últimos embarazos de su madre.

Pero esa mujer que nunca antes requirió ningún tipo de revisión prenatal y que ya era madre de 12 descendientes, ahora se enfrentaba a todo un nuevo proceso, en el cual su proeza de madre fértil no le causó felicitaciones del personal médico que la atendía. “Mire, las señoritas me regañaban porque muy seguido los tenía. Como tuve cuatro partos que a los 14 meses ya tenía el otro, entonces me ponían dificultades y enfrente de la gente me regañaban y me decían que me esterilizara, pero yo no tenía valor”. Eso la hacía pensar dos veces antes de ir a control de sus embarazos. Era una situación incómoda, y Luis se rehusaba a atender la sugerencia de las enfermeras. “Deciles que mientras no me les falten los frijolitos, el arroz y el maíz, no, porque eso es pecado”, le decía Luis a ella.

Así nacieron otros cinco niños Escobar: Anabel, José Ángel, Mirna Carolina, María Delmy y Élmer Antonio. En este lote de hijos ya hubo algunos que sí recibieron dos nombres de pila. En esos años, después de 17 partos, sobrevino una segunda tragedia. Armando, el primer hijo varón, que había sido soldado durante la guerra civil, se quitó la vida. Era 1990 y faltaban casi dos años para que acabara la lucha. Luis dice que embrujaron a su hijo. Estebana dice que Armando 'se transformó', 'se volvió loco' y atacaba a la gente antes de suicidarse.

Pero una mujer tan fértil como Estebana no podía cerrar su labor de madre, sino con un final distinto. “Cuando los estaba teniendo supe que eran dos. Yo me vi el estómago bien grande y dije: este niño es grande, quizá no lo voy a poder tener, yo digo que quizás me voy a morir”, recuerda su sufrimiento. La misma noche del parto Estebana pujó con todas sus fuerzas hasta que salió el primer bebé.

-Chenta, yo creo que tengo otro ahí adentro, todavía lo siento -le dijo con dudas a la partera.

-Quizá son dos, voy a revisarla -le dijo la mujer que la atendía-. ¡Sí, son dos, ahí está el otro! Puje otra vez...

En la casa se escuchó el llanto del segundo recién nacido. Acababan de venir al mundo Arístides y Aracely. Estebana tuvo gemelos.

Ese llanto doble anunció el final de un cuarto de siglo. El final de 25 años teniendo bebés. La fábrica de niños cerraba después de dos décadas y media de producción continua y cuando Estebana tenía 42 años de edad. No volvería a sentir ese dolor intenso jamás. 24 veces vio su vientre ensancharse durante 25 años, 24 veces en 25 años sufrió meses de mareos y náuseas, 24 veces sorprendió a Luis diciéndole “estoy embarazada”. 19 alumbramientos y cinco abortos en 25 años. Se acabó su vida fértil. Por ahora, ella tiene 95 descendientes directos, pero hay tres mujeres embarazadas en la familia en este momento, de tal manera que es previsible que incluyendo a Estebana y Luis, los Escobar pronto sean 100.

Aunque los esposos Escobar ya no iban a tener más hijos, eso no iba a impedir que se convirtieran en una especie de los bíblicos Abraham y Sara, pues su primera docena de vástagos comenzó a formar nuevas familias y a procrear rápida y prolíficamente. Los nietos se multiplicaban por decenas. Había dos o tres embarazadas por año. Mientras una daba a luz, otra comenzaba a sufrir los mareos y náuseas, y otra más destetaba a algún nieto. Era una fábrica de niños activa. Los nombres no bastaban. Cuatro niñas llamadas Ana, tres niños que se llaman Josué y así una infinidad de nombres bíblicos.

Cada vez fue más difícil celebrar cumpleaños, navidades, aniversarios o fechas especiales. Sobre todo porque los invitados de rigor ascendían a alrededor de 80 personas. No bastaban una torta, un pastel, un pavo o tres libras de frijoles. Las cantidades y los gastos para celebraciones triviales eran similares a las de un presupuesto para una boda lujosa, por sencilla que fuese la comida. Aun así, Estebana descubrió la forma de poder compartir junto a toda su familia. Inventó el día de la quesadilla, una fiesta que tiene la gran ventaja de que cae en la fecha en que su creadora desee que caiga. En esa ocasión se invita a toda la familia a compartir quesadillas hechas por Estebana. Se cocinan alrededor de 150 latas de quesadillas en el horno de la casa de la matriarca. Grandes y pequeños disfrutan.

Nietos de Estebana Escobar que acuden a la parvularia en el Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias
Nietos de Estebana Escobar que acuden a la parvularia en el Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias

 


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Estebana Escobar y parte de su numerosa descendencia, en su casa en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa. Foto: Mauro Arias
Estebana Escobar y parte de su numerosa descendencia, en su casa en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa. Foto: Mauro Arias

En estos días, la escuela de Carolina Arriba cuenta con 343 alumnos que se dividen en dos turnos: matutino y vespertino. Los descendientes directos de Estebana, entre hijos, nietos y bisnietos, forman el 10% de la población estudiantil. Primos, sobrinos y tíos comparten aulas y compiten por los primeros lugares en notas. Tal es el caso de Araceli Escobar, última hija de Estebana, quien comparte el octavo grado con cuatro de sus sobrinas.

Estebana, como madre, abuela y bisabuela de algunos alumnos en la escuela, colabora con el programa de alimentación Escuelas Saludable. Por eso es que trabaja junto a las otras madres de familia para preparar alimentos a los estudiantes. A sus 61 años, Estebana llega a la escuela una vez al mes para ayudar a preparar la comida de 343 estudiantes.

De los 18 hijos de la pareja -quitando a Fredy, quien murió recién nacido por la infección en el ombligo-, ninguno logró terminar la escuela. La gran mayoría llegó hasta quinto grado, debido a que no había más grados en las escuelas de la zona. Los que asistieron a la escuela aprendieron lo básico y a medias: leer y escribir. Al terminar el quinto año desistieron y se dedicaron a trabajar en el campo con su padre, o en los quehaceres del hogar, con su madre. Pero este año la historia académica de la familia podría cambiar. De los hijos de los esposos Escobar Vargas, una está a punto de graduarse como bachiller: Mirna Carolina se encuentra cursando el tercer año de bachillerato con especialidad en secretariado en el Instituto Nacional de Ilobasco. De graduarse este año pasaría a ser la única en lograr tal nivel de educación formal.

A pesar de los pocos logros académicos, varios de los hijos se desarrollaron en un oficio más allá del trabajo de la tierra y los quehaceres del hogar. Esto creó un monopolio familiar en la zona. Orlando se casó con Elsa, quien solía trabajar en una maquila. Juntos se dedicaron al arte de la confección de ropa. Ahora son conocidos como el sastre y la costurera del lugar. También decidieron dedicarse a la crianza de pollos de engorde, negocio que ha sostenido las finanzas de su hogar. Roberto junto a su esposa, Mirna, aprendieron el arte de la panadería y surten de pan a todo el cantón Carolina Arriba y parte de el caserío El Mestizo. Gladys y Marlene encontraron su vocación en las ventas. Hoy cuentan con dos de las principales tiendas del lugar. Ángela vende bocadillos típicos todas las tardes frente a la escuela del caserío y Rosa se encarga de vender, casa por casa, frutas y verduras. Se convirtieron en una comunidad donde la economía familiar toma otro sentido. Donde los familiares comercian entre sí.

Otro hijo, Luis, emigró a Estados Unidos, donde estuvo más de un año pero decidió regresar para casarse con quien ahora es la madre de su hija, Yolanda. Hoy se dedica a arreglar bicicletas en el pequeño taller instalado en su casa.

Estebana tiene muchas bodas por celebrar, pues no todos sus hijos han volado del nido, todavía hay unos que viven con ella: Anabel, fiel ayudante y compañera de su madre; Delmy, el alma insurrecta de la familia; Élmer Antonio, callado y tímido dibujante; y los mellizos Arístides y Araceli.

Hace 45 años los entonces novios Escobar se congregaron con una multitud de extraños en una iglesia. Ahí se casaron. Ahora, los esposos Escobar se congregan con una multitud en otra iglesia. Pero ahora esa multitud no es de extraños. Medio centenar de los feligreses de la Iglesia de Apóstoles y Profetas -protestantes- son descendientes de Estebana y Luis. El pastor es Rigoberto, esposo de Gladys, yerno de Estebana y Luis. En este templo, levantado en el terreno de la casa paterna, los esposos se congregan tres veces por semana junto a sus familiares.

Estebana es una mujer que conoce muy bien las palabras amor, dolor y sacrificio. Estas formaron parte de su vocabulario durante gran parte de su vida. Es muy conocida en el cantón Carolina Arriba y sus alrededores. Su fecundidad resulta una hazaña para los que la conocen y para los que escuchan su historia. El paso de los años en su cuerpo después de 24 embarazos, incluidos cinco abortos, es insólito: a sus 61 años de edad sigue luciendo fuerte, enérgica y dinámica. Los hilos de plata han comenzado a adornar su cabello, las arrugas se notan en su piel y en su tarea procreadora perdió todas las piezas dentales superiores. Fue el precio físico de tanto embarazo.

Este día de finales de abril, Estebana y Luis siguen en el corredor de su casa intentando resolver el misterio del niño de la foto, cuando de una de las habitaciones de la casa surge una voz que resuelve el problema. Una jovencita se acerca y, sin dudar, sentencia: “No, mamá, ese es José Ángel”. No es Ovidio.

Ovidio y José Ángel emigraron hacia Estados Unidos y con el paso del tiempo se fue deteriorando la comunicación con sus padres. Aún así llaman por teléfono, de vez en cuando, para saludar a la familia. Acaso eso ayuda también a que Estebana y Luis tengan dificultades para identificar al niño de la foto. El tiempo, la cantidad de niños y la distancia pesan. Pero Estebana aún luce muy vital. Y cuando se le pregunta si ahora, viendo hacia atrás, preferiría haber tenido menos hijos, de nuevo saca ese orgullo como de la madre que se sabe campeona: “No, yo no me arrepiento de haber tenido tantos hijos, porque a todos los quiero, a todos les tengo amor”.

Estebana Escobar es cargada por sus hijos antes de realizar foto del grupo familiar del cual El Faro logro reunir apenas a la mitad.
Estebana Escobar es cargada por sus hijos antes de realizar foto del grupo familiar del cual El Faro logro reunir apenas a la mitad.

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'Y los Escobar poblaron Jutiapa...'

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Estebana, junto a su esposo Luis Escobar y 11 de sus hijos. Foto Mauro Arias
Estebana, junto a su esposo Luis Escobar y 11 de sus hijos. Foto Mauro Arias

Estebana ojea un álbum de fotografías familiares y fija su mirada en una de las imágenes. Frunce el ceño mientras aleja y acerca el álbum a su rostro, una y otra vez, intentando identificar al niño que aparece posando para la cámara. Su esposo, Luis, echa también un vistazo. “Es José Ángel”, dice él, con aparente seguridad, aunque de inmediato entra en duda: “¿O será Ovidio?” El drama está en que ese niño de la foto al que no pueden identificar es su propio hijo. Y la confusión los desconcierta hasta la risa: “¡Ja, ja, ja...”, se carcajean. “No, no sé quién es”, subraya Estebana. Y no es que se tomen a la ligera algo que parece ser un problema grave de memoria: es que cualquiera tendría dificultades para identificar a un hijo en una vieja foto si ese hijo es uno de 19 que han tenido, que a su vez les han dado 70 nietos y media docena de bisnietos.

Para los esposos Escobar, recordar el rostro de sus hijos no es tarea fácil. Los años y su virtud de engendrar hacen tropezar sus mentes. Si se les hace muy difícil reconocer los rostros de sus hijos registrados en fotografías cuando aún eran niños, es misión imposible nombrarlos a todos por orden de nacimiento.

El humor no falta en una familia en la que los dos progenitores originales pueden darse el lujo de referirse a sus descendientes por docenas y en la que en un lapso de 45 años pasaron de ser una sola pareja a 50 parejas de personas.

-Doña Estebana, ¿es capaz de nombrar a todos sus hijos del mayor al menor?

-Ah, de eso sí... je, je... -acepta el reto, con tono de seguridad-. Vaya, la primera se llama Juana... la segunda se llama Ángela... la tercera se llama Rosa... y el otro, el cuarto… se llama... este... ¡aaah, el finado Armando!, que ese ya se me murió... Y después de Armando es Aníbar, de Aníbar es Roberto... -lleva seis de 19 cuando la cuenta se le tropieza-. Bueno, la Rosa no la menté quizás... ¿verdad?... ¿la menté?

-Cómo no... -dice Luis.

-Eeeh... Roberto, y de Roberto... -Estebana revisa su mente y busca nombres inútilmente y se da por vencida-. Bueno, los nombres yo se los voy a decir... ja, ja, ja… -vuelve a reír, con la cara colorada por el pequeño bochorno que le provoca el ejercicio de repasar la lista de salvadoreños de quienes ella es madre.

Ésta historia de amor comenzó a temprana edad. Luis y Estebana se conocieron en una de las tantas veredas del cantón Carolina Arriba en Jutiapa, departamento de Cabañas, frente a la casa de los padres de Estebana. Luis pasaba todos los días por aquel lugar, con tal de poder llegar al río Lempa, para pescar. Estabana observaba todos los días a aquel muchacho juguetón que pasaba por su casa y que en más de alguna ocasión dejaba ver una sonrisa o una mirada interesante. Con el pasar de los días, la inocencia de las sonrisas y las miradas fue tomando un nuevo sentido para ambos, quienes se enamoraron profundamente. Con su corta edad y dejándose llevar por las emociones, los enamorados tomaron una decisión: querían formar una familia, querían estar juntos. Fue así como acordaron que Estebana debía fugarse de la casa de sus padres, para vivir con su amado en la casa de sus suegros. El operativo se llevó a cabo. Luis se robó a Estebana, y ella se dejó robar. Para los padres de Estebana la noticia del robo no fue del todo grata, pero ante el ímpetu de las acciones de los enamorados no tuvieron más remedio que aceptar la relación. “Se enojaron, pero no me pegaron. Después los dos fuimos juntos a pedir permiso y dijeron que sí”, dice ella. Por el lado de la familia de Luis la situación fue un tanto diferente, pues sus padres recibieron a la joven con los brazos abiertos y comenzaron una campaña de persuasión para que la pareja contrajera nupcias lo más pronto posible. No querían que sus hijos vivieran en “fornicación”. “Los viejitos se afligían de pensar que uno estaba en mancebo”, recuerda Luis, sin perder el humor. A sus 17 y 16 años de edad, respectivamente, el 15 de agosto de 1965, Luis y Estebana se casaron después de cerca de un mes de vivir juntos.

En los días previos a la boda, el joven campesino, con corazón de príncipe y actitud de caballero galante, se había asegurado de que su amada se viera más hermosa el día de la boda. Para ello había pedido a Ángel, su padre, que vendiera el mayor tesoro del muchacho: un cerdo de crianza. Parte del dinero, Luis lo invirtió en el vestido y en los zapatos de Estebana. El resto se lo quedó Ángel, quien lo consumió en tragos. Aunque prometió devolver el dinero malgastado, nunca lo hizo. Pero la novia lució como toda una reina en su gran día.

Ese gran día fue, literalmente, un gran día, no solo por el significado para el nuevo matrimonio. Ese 15 de agosto ambos esperaban, ansiosos, frente a la Iglesia Católica central de Ilobasco, y junto a ellos había mucha más gente. En realidad se trataba de un inusual coro de unas 140 personas del que Luis y Estabana formaban parte involuntariamente... o más o menos involuntariamente. Y es que Luis y Estebana compartían un raro cosquilleo con otras aproximadamente 70 parejas que iban a corear simultáneamente el 'sí' ante el cura. Era una boda masiva. “Ahí habían viejitos, viejos, cipotes…", recuerda Estebana. 'De todo había'.

El gentío estaba amontonado en la iglesia y entonces el párroco hizo un anuncio: que eran demasiadas parejas y que, por lo tanto, una parte del grupo tendría que moverse hacia el Salón Cristo Rey, dentro de la misma iglesia, para casarse ahí. En ese lugar, por fin, la pareja selló su unión, sin cura a la vista, fuera del templo. Ahí solo se oyó un sordo murmullo de 'sí, acepto' de las 140 personas contrayentes. 'Así nos casaron, sin talento... nosotros la fe tuvimos de que éramos casados, ja, ja, ja', ríe Estebana, al recordar su peculiar ceremonia de matrimonio.

De la iglesia salieron cada uno con un anillo cuya breve duración no presagiaba el futuro de la pareja: no les duró ni un mes porque eran de fantasía. No tenían dinero suficiente para comprarse unos de oro.

Un año después, los adolescentes enamorados se mudaron al terreno que el padre de Luis les había prestado. Más allá de su amor y el terreno prestado, no tenían mucho. Luis y Estebana se aventuraron a una vida en familia con solamente aquellas cosas que habían aprendido de sus padres: trabajar la tierra, criar cipotes y hacer los oficios de la casa. Eran los dos muchachos contra un futuro incierto. No tenían nada en los bolsillos, no sabían leer ni escribir, no sabían nada de métodos anticonceptivos y no sabían que en poco más de 40 años ellos dos iban a convertirse en un centenar de personas.

Casi desde el inicio de su vida en matrimonio, la pareja vive en un remoto cantón del departamento de Cabañas, en las cercanías de la presa 5 de Noviembre. Estebana y Luis se criaron en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa, uno de los municipios con mayor pobreza en El Salvador, y que en 2007 tenía un poco más de 6 mil 500 habitantes. Ahí se criaron y ahí volvieron a instalarse casi inmediatamente después de casarse, sin saber que un día, solo ellos dos, serían responsables de haber traído a la Tierra al 1.5% de la población total del municipio. No muchas parejas podrían darse el lujo de estar vivas y jactarse más o menos en estos términos: 'Si no fuera por nosotros no existirían 15 de cada mil personas de este municipio'.

Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias
Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias

 


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La casa de Estebana y Luis se encuentra a la orilla de una calle de tierra que brinda acceso hacia el caserío El Mestizo. Unas pocas viviendas separan la casa de los Escobar, ubicada en el cantón Carolina Arriba, de este caserío. La familia vive aquí desde hace 45 años. En esta casa nacieron los 19 hijos del matrimonio. Un extenso portal frente a la puerta principal da la bienvenida y separa las habitaciones del patio. En este pasillo se ubica una mesa de comedor desgastada, forrada con plástico y acompañada de sillas de madera rústicas. Junto a esta mesa, Estebana y Luis miran su álbum de fotos. En este día de finales de abril están casi solos. Pero la primera semana de mayo el ambiente es muy bullicioso, pues están reunidos unos 50 miembros de la familia. “Niños, nos corran que se van a caer”, dice Estebana a sus nietos, que corretean de un lado a otro entre juegos y risas. Mientras ella cuenta cómo conoció a Luis, al final del pasillo están las hijas menores del matrimonio, quienes palmean la masa entre sus manos, preparando las tortillas del almuerzo. Minutos más tarde Luis comenta sobre la vaca de la familia que está a punto de dar a luz y que con mucha probabilidad necesitará la ayuda de su dueña, a quien le parece rutinaria la situación. En el terreno de los Escobar también hay otra edificación: un templo donde se congrega feligresía evangélica del caserío, construido por Luis y sus hijos junto a la casa del matrimonio. En el resto del caserío, a pocas cuadras a la redonda, están diseminadas otras siete viviendas donde habitan los hijos, nietos y bisnietos. Alrededor de 75 de los 97 Escobar actuales viven en el cantón. Pronto serán 100, porque en la familia hay tres mujeres embarazadas.

Carolina Arriba es campo abierto, con puñados de casa por aquí y por allá, en donde se vive de lo que produce la tierra, en donde la vida pasa de forma pacífica y en donde se come lo que hay. En Carolina Arriba la tecnología y la infraestructura básica aún tienen trecho por cubrir.

El mismo año en el que se casaron, Estebana quedó embarazada. A su primera hija la nombraron Juana, así no más, sin un segundo nombre de pila. “De mí se admiraron cuando tuve mi primer niño, porque me decían que yo no había hecho ningún escándalo”, comenta, orgullosa, la mujer que hoy tiene 61 años.

Los adolescentes padres primerizos tuvieron que madurar de golpe. A Juana se le unió Ángela y luego llegó Rosa. En los primeros tres años de casados los Escobar ya eran. cinco. Pero los esposos querían tener más hijos y querían que llegara un varón.

-¿Por qué decidieron tener tantos hijos?

-Es que uno de joven derrama muchos hijos –es la explicación que encuentra Luis, ante una pregunta a quemarropa. Estebana, entonces, interrumpe a su esposo, con el que pareciera ser eterno sentido del humor que los caracteriza:

-Que no tuvimos el cuidado quizás, ja, ja, ja... Esa fue la cosa, porque ahora hay quienes que se cuidan, el hombre cuida a la mujer... Hay métodos de planificación familiar...

El tiempo siguió su curso y Estebana seguía quedando embarazada. Después de Rosa, efectivamente, en el cuarto embarazo, llegó el primer varón. Los esposos estaban contentos y le llamaron Armando. Luego nació Aníbar y después Roberto y así, después de aproximadamente cinco años de casados, juntaron la primera media docena.

Luis se dedicó a cultivar la tierra que su padre, años más tarde, le heredó. También negociaba cerdos y hacía trabajos de albañilería. Tenían que alimentar a seis hijos y se repartieron el trabajo. Él salía a trabajar y ella se quedaba a trabajar; él labrando la tierra, haciendo albañilería y criando cerdos, y ella labrando el hogar y criando a los hijos.

La casa en que vivieron estos primeros seis hijos era pequeña, con un área de cocina y un portal y un dormitorio para las ocho personas. Ahí crecieron tomando leche de cabra, en medio de cerdos, gallinas y paredes de bajareque.

El dormitorio no tenía tanto espacio y los hermanos tenían que dormir dos o tres en una misma cama, y para una familia con recursos limitados, era norma que los zapatos de los hijos mayores se convirtieran en herencia para los menores cuando se volvían demasiado chicos para los pies crecientes. Esos eran años en los que con frecuencia tenían que compartir un huevo estrellado entre tres o cuatro hermanos. Los frijoles y las tortillas de maicillo no faltaban.

Y a pesar de que las condiciones económicas de la familia Escobar eran estrechas, todos estos primeros seis niños fueron al kínder. Estebana sabe que su caso es excepcional. No cualquier mujer llega a tener 19 hijos, y ella no disimula su orgullo cuando habla de los primeros seis. “Ni uno se me quemó, ni uno se me enfermó, a ninguno tuve en el hospital grave, a mí me felicitaban las enfermeras”, comenta.

Luego, sin embargo, su historia de éxitos tuvo un importante tropiezo. Estebana nunca recibió ningún tipo de control prenatal y hubiera sido una extravagancia pensar en la posibilidad de que sus hijos pasaran por consultas con pediatras.

Aún con esa experiencia llena de privaciones, Estebana afrontó su séptimo embarazo. Todo transcurrió con normalidad. El niño nació sin dificultad y le llamaron Fredy. Al igual que sus seis hermanos mayores, Fredy solo tendría un nombre de pila. El bebé nació y solo pasó una semana cuando Estebana supo que algo andaba mal. Fredy, el recién nacido, parecía quejarse de dolor. Su madre no entendió lo que sucedía ni la gravedad del problema hasta que el médico le explicó que el ombligo del bebé se había infectado después de haber cortado el cordón umbilical. Le explicó que ya era demasiado tarde y Fredy murió.

Con el paso de los años se añadieron cada vez más y más miembros a la familia. Gladys, Ovidio, Orlando, Marlene y Luis. 12 hijos. La presión comenzó a sentirse en el hogar. El dinero, el espacio en las camas, la olla de frijoles y hasta los nombres a escoger comenzaban a escasear. La casa era una guardería constante, siempre había alguien para chinear, había juegos, gritos, peleas, risas y llanto siempre, casi las 24 horas del día los siete días de la semana los 12 meses del año. No me quiero bañar, no quiero comer, me duele la panza, esto no me gusta... Una y otra vez. El concepto vacación no existía en la mente de Estebana, cuya ocupación de atender a los hijos solo se alteraba cuando tenía que alternarla con con la pila de trastos que se formaba tres veces al día, con las montañas de ropa sucia y con la limpieza en la casa. En estas dos década teniendo hijos, lo normal había sido que cada vez que el hijo menor cumplía a lo sumo un año y medio, Estebana ya esperaba otro.

El problema de los nombres era que ya eran 14 personas entre hijos y padres, incluido el fallecido Fredy, y no todos los nombres posibles eran agradables como para escoger cualquiera. Habían echado mano ya de un almanaque para buscar opciones. Por suerte, y quizás gracias a que no sabían leer ni escribir -ellos no saben explicarlo-, a los primeros 12 hijos solo les pusieron un nombre. Sin saber escribir, era difícil escoger un nombre y anotarlo, copiando letra por letra, para posteriormente presentarlo a la alcaldía, donde tenían que asentar a los pequeños. De repente, cualquier sugerencia era bienvenida en aquella casa. Fue así como Marlene, la niña producto del embarazo número 11 de Estebana, recibió su nombre. Fue una vez que un exterminador de plagas visitó la zona. Estebana estaba embarazada y platicando sobre el futuro alumbramiento, el hombre sugirió: “Si es niña, le deberían poner Marlene”. Ni Luis ni Estebana recuerdan por qué aquel hombre pidió que le pusieran ese nombre a la niña.

'Con la primera docena de hijos fue un poco difícil la situación', admite Estebana, de nuevo, usando terminología que no cualquiera puede darse el lujo de usar: no todos los matrimonios pueden contar sus hijos por docenas.

Con la llegada del primer bebé de la segunda docena, Estebana comenzó a notar 'debilidad' en su cuerpo. La jovencita fuerte que solía tener a sus hijos sin ayuda, sin control prenatal alguno, solo con la presencia de una partera -si era necesario-, comenzó a sentir el paso de los años. A sus 32 años quedar embarazada no era cosa del otro mundo para ella, pero su organismo comenzó a reaccionar de forma negativa.

Ese día, Estebana había machucado dos montones de semillas de aceituno para hacer jabón. La mujer embarazada comenzó a quejarse de dolores en el vientre y pronto aquel malestar provocó una hemorragia severa. Ella recuerda haber caído inconsciente, aunque recuerda a los niños hablando a su alrededor. Luis, junto a tres hombres más, pusieron a la mujer en una hamaca y la cargaron hasta el hospital de Ilobasco. Fueron más de dos horas a pie desde el cantón Carolina Arriba. Gladys, la hija número ocho, también evoca aquel episodio de angustia. “Yo recuerdo cómo la sangre sonaba cuando la llevaban en la hamaca. Como la coladera cuando se hace jabón, coloradeaba en el suelo y sonaba aquello abajo cuando caía la sangre... la rodeábamos un gran puño de niños llorando, decíamos que se iba a morir. Mirábamos cómo se afligía mi papá. Dicen que cuando llegó no llevaba ni un poquitito de sangre, iba casi muerta”, cuenta.

A partir de esa pérdida, Estebana experimentó cuatro abortos más. Todos fueron difíciles, pero no impidieron que se comenzara a formar una segunda docena de hijos, aunque en realidad esta nunca se completó. Los abortos sugirieron que era tiempo de ponerse en control. Fue así como en sus últimos siete partos, acudió a la Unidad de Salud del cantón Carolina, para ponerse en control.

El tiempo pasó, se acabaron los juegos de muñecas y las escondidillas, y los niños mayores se volvieron hombres y mujeres. Las primeras en casarse fueron las mayores: Juana, Ángela y Rosa. Volaron del nido para formar sus propios hogares, guardando la tradición que había iniciado su madre: tener muchos hijos. Juana tiene 10, Ángela nueve y Rosa también nueve. Las tres hermanas mayores compartieron sus primeros embarazos con los últimos embarazos de su madre.

Pero esa mujer que nunca antes requirió ningún tipo de revisión prenatal y que ya era madre de 12 descendientes, ahora se enfrentaba a todo un nuevo proceso, en el cual su proeza de madre fértil no le causó felicitaciones del personal médico que la atendía. “Mire, las señoritas me regañaban porque muy seguido los tenía. Como tuve cuatro partos que a los 14 meses ya tenía el otro, entonces me ponían dificultades y enfrente de la gente me regañaban y me decían que me esterilizara, pero yo no tenía valor”. Eso la hacía pensar dos veces antes de ir a control de sus embarazos. Era una situación incómoda, y Luis se rehusaba a atender la sugerencia de las enfermeras. “Deciles que mientras no me les falten los frijolitos, el arroz y el maíz, no, porque eso es pecado”, le decía Luis a ella.

Así nacieron otros cinco niños Escobar: Anabel, José Ángel, Mirna Carolina, María Delmy y Élmer Antonio. En este lote de hijos ya hubo algunos que sí recibieron dos nombres de pila. En esos años, después de 17 partos, sobrevino una segunda tragedia. Armando, el primer hijo varón, que había sido soldado durante la guerra civil, se quitó la vida. Era 1990 y faltaban casi dos años para que acabara la lucha. Luis dice que embrujaron a su hijo. Estebana dice que Armando 'se transformó', 'se volvió loco' y atacaba a la gente antes de suicidarse.

Pero una mujer tan fértil como Estebana no podía cerrar su labor de madre, sino con un final distinto. “Cuando los estaba teniendo supe que eran dos. Yo me vi el estómago bien grande y dije: este niño es grande, quizá no lo voy a poder tener, yo digo que quizás me voy a morir”, recuerda su sufrimiento. La misma noche del parto Estebana pujó con todas sus fuerzas hasta que salió el primer bebé.

-Chenta, yo creo que tengo otro ahí adentro, todavía lo siento -le dijo con dudas a la partera.

-Quizá son dos, voy a revisarla -le dijo la mujer que la atendía-. ¡Sí, son dos, ahí está el otro! Puje otra vez...

En la casa se escuchó el llanto del segundo recién nacido. Acababan de venir al mundo Arístides y Aracely. Estebana tuvo gemelos.

Ese llanto doble anunció el final de un cuarto de siglo. El final de 25 años teniendo bebés. La fábrica de niños cerraba después de dos décadas y media de producción continua y cuando Estebana tenía 42 años de edad. No volvería a sentir ese dolor intenso jamás. 24 veces vio su vientre ensancharse durante 25 años, 24 veces en 25 años sufrió meses de mareos y náuseas, 24 veces sorprendió a Luis diciéndole “estoy embarazada”. 19 alumbramientos y cinco abortos en 25 años. Se acabó su vida fértil. Por ahora, ella tiene 95 descendientes directos, pero hay tres mujeres embarazadas en la familia en este momento, de tal manera que es previsible que incluyendo a Estebana y Luis, los Escobar pronto sean 100.

Aunque los esposos Escobar ya no iban a tener más hijos, eso no iba a impedir que se convirtieran en una especie de los bíblicos Abraham y Sara, pues su primera docena de vástagos comenzó a formar nuevas familias y a procrear rápida y prolíficamente. Los nietos se multiplicaban por decenas. Había dos o tres embarazadas por año. Mientras una daba a luz, otra comenzaba a sufrir los mareos y náuseas, y otra más destetaba a algún nieto. Era una fábrica de niños activa. Los nombres no bastaban. Cuatro niñas llamadas Ana, tres niños que se llaman Josué y así una infinidad de nombres bíblicos.

Cada vez fue más difícil celebrar cumpleaños, navidades, aniversarios o fechas especiales. Sobre todo porque los invitados de rigor ascendían a alrededor de 80 personas. No bastaban una torta, un pastel, un pavo o tres libras de frijoles. Las cantidades y los gastos para celebraciones triviales eran similares a las de un presupuesto para una boda lujosa, por sencilla que fuese la comida. Aun así, Estebana descubrió la forma de poder compartir junto a toda su familia. Inventó el día de la quesadilla, una fiesta que tiene la gran ventaja de que cae en la fecha en que su creadora desee que caiga. En esa ocasión se invita a toda la familia a compartir quesadillas hechas por Estebana. Se cocinan alrededor de 150 latas de quesadillas en el horno de la casa de la matriarca. Grandes y pequeños disfrutan.

Nietos de Estebana Escobar que acuden a la parvularia en el Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias
Nietos de Estebana Escobar que acuden a la parvularia en el Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias

 


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Estebana Escobar y parte de su numerosa descendencia, en su casa en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa. Foto: Mauro Arias
Estebana Escobar y parte de su numerosa descendencia, en su casa en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa. Foto: Mauro Arias

En estos días, la escuela de Carolina Arriba cuenta con 343 alumnos que se dividen en dos turnos: matutino y vespertino. Los descendientes directos de Estebana, entre hijos, nietos y bisnietos, forman el 10% de la población estudiantil. Primos, sobrinos y tíos comparten aulas y compiten por los primeros lugares en notas. Tal es el caso de Araceli Escobar, última hija de Estebana, quien comparte el octavo grado con cuatro de sus sobrinas.

Estebana, como madre, abuela y bisabuela de algunos alumnos en la escuela, colabora con el programa de alimentación Escuelas Saludable. Por eso es que trabaja junto a las otras madres de familia para preparar alimentos a los estudiantes. A sus 61 años, Estebana llega a la escuela una vez al mes para ayudar a preparar la comida de 343 estudiantes.

De los 18 hijos de la pareja -quitando a Fredy, quien murió recién nacido por la infección en el ombligo-, ninguno logró terminar la escuela. La gran mayoría llegó hasta quinto grado, debido a que no había más grados en las escuelas de la zona. Los que asistieron a la escuela aprendieron lo básico y a medias: leer y escribir. Al terminar el quinto año desistieron y se dedicaron a trabajar en el campo con su padre, o en los quehaceres del hogar, con su madre. Pero este año la historia académica de la familia podría cambiar. De los hijos de los esposos Escobar Vargas, una está a punto de graduarse como bachiller: Mirna Carolina se encuentra cursando el tercer año de bachillerato con especialidad en secretariado en el Instituto Nacional de Ilobasco. De graduarse este año pasaría a ser la única en lograr tal nivel de educación formal.

A pesar de los pocos logros académicos, varios de los hijos se desarrollaron en un oficio más allá del trabajo de la tierra y los quehaceres del hogar. Esto creó un monopolio familiar en la zona. Orlando se casó con Elsa, quien solía trabajar en una maquila. Juntos se dedicaron al arte de la confección de ropa. Ahora son conocidos como el sastre y la costurera del lugar. También decidieron dedicarse a la crianza de pollos de engorde, negocio que ha sostenido las finanzas de su hogar. Roberto junto a su esposa, Mirna, aprendieron el arte de la panadería y surten de pan a todo el cantón Carolina Arriba y parte de el caserío El Mestizo. Gladys y Marlene encontraron su vocación en las ventas. Hoy cuentan con dos de las principales tiendas del lugar. Ángela vende bocadillos típicos todas las tardes frente a la escuela del caserío y Rosa se encarga de vender, casa por casa, frutas y verduras. Se convirtieron en una comunidad donde la economía familiar toma otro sentido. Donde los familiares comercian entre sí.

Otro hijo, Luis, emigró a Estados Unidos, donde estuvo más de un año pero decidió regresar para casarse con quien ahora es la madre de su hija, Yolanda. Hoy se dedica a arreglar bicicletas en el pequeño taller instalado en su casa.

Estebana tiene muchas bodas por celebrar, pues no todos sus hijos han volado del nido, todavía hay unos que viven con ella: Anabel, fiel ayudante y compañera de su madre; Delmy, el alma insurrecta de la familia; Élmer Antonio, callado y tímido dibujante; y los mellizos Arístides y Araceli.

Hace 45 años los entonces novios Escobar se congregaron con una multitud de extraños en una iglesia. Ahí se casaron. Ahora, los esposos Escobar se congregan con una multitud en otra iglesia. Pero ahora esa multitud no es de extraños. Medio centenar de los feligreses de la Iglesia de Apóstoles y Profetas -protestantes- son descendientes de Estebana y Luis. El pastor es Rigoberto, esposo de Gladys, yerno de Estebana y Luis. En este templo, levantado en el terreno de la casa paterna, los esposos se congregan tres veces por semana junto a sus familiares.

Estebana es una mujer que conoce muy bien las palabras amor, dolor y sacrificio. Estas formaron parte de su vocabulario durante gran parte de su vida. Es muy conocida en el cantón Carolina Arriba y sus alrededores. Su fecundidad resulta una hazaña para los que la conocen y para los que escuchan su historia. El paso de los años en su cuerpo después de 24 embarazos, incluidos cinco abortos, es insólito: a sus 61 años de edad sigue luciendo fuerte, enérgica y dinámica. Los hilos de plata han comenzado a adornar su cabello, las arrugas se notan en su piel y en su tarea procreadora perdió todas las piezas dentales superiores. Fue el precio físico de tanto embarazo.

Este día de finales de abril, Estebana y Luis siguen en el corredor de su casa intentando resolver el misterio del niño de la foto, cuando de una de las habitaciones de la casa surge una voz que resuelve el problema. Una jovencita se acerca y, sin dudar, sentencia: “No, mamá, ese es José Ángel”. No es Ovidio.

Ovidio y José Ángel emigraron hacia Estados Unidos y con el paso del tiempo se fue deteriorando la comunicación con sus padres. Aún así llaman por teléfono, de vez en cuando, para saludar a la familia. Acaso eso ayuda también a que Estebana y Luis tengan dificultades para identificar al niño de la foto. El tiempo, la cantidad de niños y la distancia pesan. Pero Estebana aún luce muy vital. Y cuando se le pregunta si ahora, viendo hacia atrás, preferiría haber tenido menos hijos, de nuevo saca ese orgullo como de la madre que se sabe campeona: “No, yo no me arrepiento de haber tenido tantos hijos, porque a todos los quiero, a todos les tengo amor”.

Estebana Escobar es cargada por sus hijos antes de realizar foto del grupo familiar del cual El Faro logro reunir apenas a la mitad.
Estebana Escobar es cargada por sus hijos antes de realizar foto del grupo familiar del cual El Faro logro reunir apenas a la mitad.

Vea también:

'Y los Escobar poblaron Jutiapa...'

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En este remoto cantón de Jutiapa, los niños Escobar se cuentan por docenas, es imposible recordar los nombres de todos, y las grandes cifras repelen a las fiestas: este Día de la Madre será un día 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