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Una dosis letal de pobreza

¿Qué hace un padre cuando tras un día de hambre sus pequeñines le ruegan por comida y él solo puede darles una mirada de amor y angustia? Segundo Siliézar pensó incluso en robar, pero se imaginó muerto o pudriéndose en una cárcel y desistió. Entonces recordó aquel cumbo plástico lleno con unas semillas que él mismo había comprado en 2008...

Lunes, 26 de julio de 2010
Daniel Valencia Caravantes, Diego Murcia

***

En un altar en la casa de la familia Siliézar aparecen, a la izquierda Gerardo, quien sobrevivió a la intoxicación; al centro, José, de 10 años, y a la derecha María Alejandra, de 12, que fallecieron envenenados.
En un altar en la casa de la familia Siliézar aparecen, a la izquierda Gerardo, quien sobrevivió a la intoxicación; al centro, José, de 10 años, y a la derecha María Alejandra, de 12, que fallecieron envenenados.

Blanca Toj, que presenció todo, cayó en shock. Y cuando vino a reaccionar, para dos de sus hijos el tiempo ya se había agotado. Entre el desmayo de Alejandra, la búsqueda y posterior recaída de José, la aparición de Segundo y la reacción que tuvo Blanca, pasó una hora, aproximadamente. En el cuerpo de todos, el carbamato ya tenía dos horas y media haciendo estragos, ya tenía 150 minutos haciéndoles cortocircuitos en el sistema nervioso.

Pero Blanca no fue la única que se perdió por culpa del pánico. Su segunda hija, Claudia, llegó a la champa después de tortear en un comedor de Bosques del Río. Si Segundo no hubiera caído presa de la desesperación, con los cinco dólares que Claudia llevaba en el bolsillo hubieran cenado algo ese día.

—Mi hermana y mi hermanito estaban algo moraditos. Mi papá estaba en la cama, quejándose. De pronto, veo que mi mamá estaba parada a un lado sin moverse y le dije que fuera a buscar a don Carlos.

Detrás de Blanca, Claudia recuerda que salió a buscar a su hermana mayor, confiada en que esta ya debería venir en bajada por la empinada de tierra y piedras por la que suben los camiones cargados de arena. Blanca Toj, a las 4:30 de la tarde, tocaba la puerta de Narcisa Robles de López, pidiendo ayuda. Blanca no le hizo caso a su hija, porque en el camino quizá recordó que la presidenta de la comunidad es también la encargada del comité de salud.

—Mi esposo está mal. Le está saliendo espuma por la boca —le dijo.

Entrenada en los efectos que producen las intoxicaciones, Narcisa acertó con su primer diagnóstico: veneno. Por eso, le preguntó:

—¿Qué comió? ¿Qué tomó? ¿Por qué está así?

—Cocimos libra y media de semillas de esas que dan para la siembra —respondió Blanca, mientras ya caminaban rumbo a la champa.

—¿¡Por qué hicieron eso, Blanca!? —inquirió Narcisa, sorprendida.

—¡Lo lavamos bien! —respondió Blanca, todavía confiada en la esperanza que Segundo le había plantado en la cabeza.

En el centro de la comunidad, Rosa Clímaco, prima de Segundo, dueña de la única tienda del lugar y de un camión jalador de arena, estaba lavando las verduras para la cena en la pila que tiene frente a la calle. El compadre Lando, un padre de 25 años, que dos días atrás regresaba de su quinto intento por cruzar la frontera sur de Estados Unidos, platicaba con Toñito, un joven de 19 años, con cuarto grado de estudios y resignado a jalar arena para vivir.

—¡Ayúdenme que se nos muere don Segundo! —abogó Narcisa. Su compadre Lando la siguió, con su diminuto cuerpo y su cara gastada. Lando tiene 25 años pero pareciera tener 10 más. También la siguió Toñito, un joven fornido y moreno. Rosa siguió al grupo con la vista y siguió lavando las verduras. Todavía no había escuchado que su primo estaba muriéndose.

Los primeros en ingresar a la champa de los Siliézar fueron Lando y Toñito. Segundos antes, en el cruce que de la línea férrea conduce a la empinada, se toparon con Claudia, que desesperada les contestó que iría a buscar a su hermana mayor para que los auxiliara a todos. La comitiva siguió su curso y en la entrada de la champa encontraron vómito, a Segundo tirado en el suelo, balbuceando palabras ininteligibles y echando espuma por la boca. Lando y Toñito, segundos después, salieron disparados del rancho y casi botan a Narcisa a su paso.

—¡Los niños ya están muertos! —le dijo Lando a su comadre.

Entonces Narcisa les tomó el pulso a ambos niños para ver si era cierto lo que Lando decía. “Todavía están vivos”, pensó. Salió de la casa y dejó atrás a Blanca, que había entrado en un nuevo trance, con la diferencia que ya comenzaba a padecer los mismos síntomas que su esposo. Narcisa buscó a los otros pequeños y se topó con Gerardo, que protegía a los más chiquitos. “¿A qué horas comieron, papá?”, le preguntó. “Hace ya ratos”, le contestó el niño. Entonces Narcisa dio un par de indicaciones a los vecinos, que ya eran un grupo de 20, y regresó al centro de la comunidad para aporrear el zaguán de Carlos Fajardo, el esposo de Yesenia, sobrina de Segundo. Carlos vive de sacar a sus vecinos hasta la pavimentada con un pick up blanco y desvencijado. Cuando Rosa Clímaco, que seguía lavando verduras en su pila, oyó aquel barullo, se asomó a ver qué pasaba.

Entonces Rosa escuchó la versión de Narcisa, y corrió con ella de regreso a la línea, mientras Carlos alistaba el viejo pick up. Cuando terminaron de trepar la cuesta, vieron que del otro lado de la calle dos vecinos corrían hacia ellas con dos menores en los brazos. Uno traía a José, que venía desnudo, apenas tapado con una camisa. Otro hombre cargaba a Alejandra. Alguien más, en ese momento, llamó a la policía. Alguien más, en ese momento, detuvo uno de los camiones y le pidió de favor al conductor -un lugareño que ha conseguido trabajo de chófer- que auxiliara al resto de enfermos. En el desorden, Claudia se perdió. Hay quienes dicen que la vieron subiendo la empinada a toda prisa. Iba a buscar a su hermana. En el desorden, Gerardo y sus dos hermanitos empezaron con la tembladera. Blanca Toj ya estaba vomitando. El carbamato atacaba a siete de los Siliézar.

El primer grupo se fue en el pick up de Carlos. Primero subieron a la niña, luego al niño y por último a Segundo. Los acostaron en la cama. Rosa se subió también, al ver que era la única familiar en la comitiva que podía dar datos sobre ellos en el hospital, ubicado a 15 minutos, cerca de Unicentro, si se sube la empedrada a toda velocidad.

El tiempo para Alejandra, sin embargo, ya se había acabado. La niña, desde que la acostaron, llevaba la vista desencajada. Ya no movía los ojos. Rosa le tocó el pecho a ambos para ver si el corazón aún les latía y alcanzó a distinguir algo de vida en ellos. Entre la empedrada y la pavimentada de Bosques del Río, Segundo seguía echando espuma blanca de la boca. Rosa recuerda ese último hálito de vida de la niña, así:

—En el momento en que ya nos incorporamos a la calle principal, la niña, que tenía los ojos hacia atrás, cerró los párpados, y le digo yo al otro señor que también iba en el carro: quizá se murió.

Cuando el pick salió de Bosques del Río, José siguió a su hermana.

—El niño movió la cabeza y también cerró los ojos. Ninguno dijo nada. Ni balbuceaban los pobrecitos. ¡Hoy sí se murieron!, le grité al otro señor que iba conmigo –dice Rosa. Segundo todavía iba con vida y no paraba de escupir espuma.

El operativo de rescate organizado por Narcisa y compañía duró 50 minutos. A las 5:10, Segundo llegó al hospital. 10 minutos después llegó Blanca. En la comunidad, a las 5:30, Narcisa indagó en el molino quién había molido el maíz después de los Siliézar. Visitó a esa familia y los encontró bien. Entonces descubrió el papel de Mima en este drama y mandó a llamar a un jalador de arena, originario del mismo cantón de la vendedora de hierbitas, para que la alertara. Narcisa asegura que este muchacho corrió 'como degenerado” hasta la otra comunidad, y que llegó justo cuando Mima estaba poniendo la mesa para cenar frijoles, arroz y tortillas. Las tortillas que se había llevado de la casa de los Siliézar. Mima y su hijo fueron dados de alta el domingo 11 de julio.

Los médicos del hospital Molina Martínez, de Soyapango, que atendieron a Segundo, a José y a Alejandra (a los dos últimos en calidad de cadáveres); y los médicos que atendieron al resto de los niños en el Bloom, concuerdan en que la relación del peso corporal y la cantidad de carbamato ingerido determinó quiénes vivirían y quiénes morirían ese día. A Alejandra y José el carbamato les invadió en una dosis letal. O la pobreza les inoculó una dosis letal de carbamato.

La hermana de Segundo, Gladys Siliézar, dice que estos niños vivían con una alegría extraña, con una energía extrema, con una felicidad increíble, si se toma en cuenta sus condiciones.

—Era como si supieran que su paso por esta vida sería corto –dice su tía.

Todos en la comunidad concuerdan con esta versión, y recuerdan haber visto a ambos niños, semanas atrás del incidente, tapando hoyos en la empedrada para ayudarle a su papá con los gastos de la casa. Eso fue en la segunda mitad de junio. Los Siliézar ya tenían dos meses con el recibo de la electricidad vencido y necesitaban 8 dólares para que no se las cortaran. Segundo ya no podía pedirle nada a sus hijas mayores porque Rosa acababa de perder el empleo que tenía y solo trabajaba por horas. Lo mismo pasaba con Claudia, la segunda. Entonces, Alejandra y José le dijeron a su padre que le ayudarían, y dejaron de ir a la escuela una semana para recolectar las coritas que les aventaban los camioneros de la arena.

—Esas rastritas, gracias a Dios, me querían los niños y lograron reunir el dinero para pagar la luz —cuenta Segundo.

La tía de los niños recuerda, llorando, otra característica de Alejandra y José. Siempre andaban juntos. A donde fuera que estaba ella, estaba él; y viceversa. Eran inseparables.

—Y mire, tanto eran el uno con el otro que hasta a la otra vida se fueron unidos —dice Gladys.

***

Ya pasaron más de dos semanas desde que Segundo le apostó al maíz envenenado para calmar el hambre de sus hijos. A José y Alejandra los enterró esta comunidad de pobres en ausencia de sus padres. Hoy los Siliézar viven en casa de Gladys, que no es sino otra champa, de unos 30 metros de largo por siete de ancho, con piso de tierra y techo de lámina. Viven ahí porque ninguno aguanta regresar al lugar donde el hambre les tendió una celada. En casa de Gladys también velan las fotos de los dos niños muertos.

De los intoxicados, aparte de Alejandra, José y Segundo, el más grave fue Gerardo. Logró el alta en el Hospital Bloom hasta el jueves pasado, 22 de julio. La tragedia ha permitido que Álex y Juan Diego, quizá por primera vez en sus vidas prueben la leche en polvo, donada una semana después de la intoxicación por la Secretaría de Inclusión Social.

Rosa, la mayor de los hijos Siliézar, se ha echado a la familia al hombro: cuida a los más pequeños y atiende a sus padres. Blanca y Claudia andan por esa casa con la mirada perdida, cabizbajas. Andan como distraídas y angustiadas. Segundo todavía tiene unas ojeras pronunciadas pero ya está mejorando, aunque hablar mucho todavía le marea. Él dice que los médicos han recomendado un seguimiento riguroso para evitar complicaciones en el hígado y el páncreas.

De Segundo hay un vídeo en internet en donde sale apretando los labios, gimiendo como niño, hinchando el pecho, soltando un llanto desgarrador. Lo tomó uno de los noticiarios de la Telecorporación Salvadoreña el día cuando sus hijas mayores le contaron que sus 'almuerceros' estaban muertos. Hoy Segundo ya no llora, pero prefiere no hablar de Alejandra ni de José porque dice que le duele el alma. Ofrece a cambio una cátedra de economía, de política, de ciencias sociales... de realidad.

—Esto se da, como le vengo repitiendo, a través de la pobreza, de la escasez de trabajo. Pero el gobierno no hace nada. Y no es que sea solo este gobierno. Así son todos. No hacen nada. ¡No nos demos paja!

El Salvador ha estado coqueteando en los últimos cinco años con los países de renta media del mundo. Es decir, aquellas naciones que ya no son las más pobres. Sin embargo, también ha estado disputando a nivel continental los primeros lugares en desigualdad entre ricos y pobres. Cerca de un millón de salvadoreños viven en condiciones comparables a las de los Siliézar.

Hoy que dos de sus hijos murieron, Segundo está consciente de que el futuro para los dos chiquitines que se le guindaron de las piernas rogándole por comida tendrá una tortilla más, un plato de arroz aguado con hojas de chipilín más. Sabe que soñar con un trabajo es igual de falso como la ilusión que le hizo creer que el veneno de las semillas estaba muerto. Pero Segundo dice que no se dejará vencer. Dice que Dios lo rescató de la muerte porque tiene un plan para su vida.

—Y es bonito ese plan: ¡estos niños no vuelven a aguantar hambre! Como estos dos que se me fueron, ninguno podrá decir que fui un tata que no se sacó el bocado de la boca para dárselo mejor a ellos.

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