Tu última novela nos habla del Cristo de Elqui, un Cristo que existió...
... Claro, él cuelga la sotana en 1953, cuando yo tenía tres años de edad. Lamentablemente nunca lo vi predicar. ¡Me hubiera encantado! Creo que me hubiera hecho devoto de él, ja, ja, ja.
El personaje te encontró para que contaras su historia.
Todos mis personajes y mis temas, mis historias, no las busco. Hay un versículo bíblico en el que Cristo dice: “Dejad que los niños venga a mí”. Yo lo transformé y digo: “Dejad que los temas y los personajes vengan a mí”. Este es un personaje tal cual a los otros de mis novelas: me persiguió desde la infancia. Es tanto así que, cuando empecé a escribir novelas, estaba en ellas. En la primera, “La reina Isabel cantaba rancheras”, que es una novela de putas y que no tenía por dónde colarse un Cristo... se coló y ahí está, ja, ja, ja.
En historias de putas y prostíbulos, siempre puede colarse un Cristo o una virgen.
Es que en esa novela no hay prostíbulos. En los campamentos de las minas no hay prostíbulos, las prostitutas llegaban a trabajar a las piezas de los solteros. Pero ahí se coló el Cristo y ahí está. Se me volvió a aparecer en mi cuarta novela (Los trenes se van a purgatorio, 2000), que es la historia del tren que recorría 1 mil 800 kilómetros a través de ese desierto. En ella, este Cristo se me subió al tren, ahí iba y me tomó dos capítulos y medio del libro. Y se me volvió a aparecer por tercera vez en “Mi nombre es Malarrosa” (2008). Bueno, cuando se aparece ahí ya digo: “¡Ya basta! ¡Voy a tener que escribir este libro ya!”
¿Es la novela anterior a “El arte de la resurrección”?
No, esa fue mi novena novela. Esta es la undécima.
¿La undécima novela con un personaje que toda la vida te anduvo persiguiendo?
Toda la vida prácticamente me ha perseguido. Tenía que contar su historia y la conté y me hizo dos milagros. El primero, resucité el personaje... porque también yo soy un Cristo que predica desde el desierto y no en el desierto.
¿Y sus milagros?
Bueno, el resucitar esta historia, que estaba muerta y sepultada en el desierto, y mostrarla a la gente de hoy.
¡Es tu Lázaro!
Claro.
¿Y los milagros que te hizo el Cristo de tu novela?
Mi número de suerte es el 11. Nací un día 11 y todo lo grande de esta vida, de mi vida, ha tenido que ver con ese número. Dos ejemplos: cuando escribo mi primera novela, que fue la que me pasó de proletario a propietario, ja, ja, ja.
Ja, ja, ja. ¿A intelectual, no?
Noooo... Me demoré cuatro años en hacerla y, sin que me conociera nadie, la mandé al concurso del Consejo Nacional del Libro y la Lectura y me lo gané. El día que me entregaron el premio, que fue el día que me cambió la vida, era el 11 del 11 (noviembre), a las 11 de la mañana. El segundo, la primera vez que fui a París como escritor. Un obrero que tiraba pala en la mina y de pronto se ve en un viaje de primera clase a Francia a presentar su primera novela. ¡Iba muerto de miedo! Cuando el avión aterriza, en la pantalla que marcaba el kilometraje se leía: 11 mil 111 kilómetros. “No”, me dije, “¡me va a ir de maravilla”.
… Insisto, ¿y los milagros de este Cristo?
Es que esta era mi novela número 10. Llevaba 140 páginas escritas. Le tenía pescada la cola y no se me escapaba, y no hacía nada más que esta novela. Un día de esos me voy al café donde me encuentro con mis amigos. Me siento y se sienta un amigo a la mesa. Conversábamos de la infancia y, así como al pasar, me cuenta la historia de cómo se crio en el barrio donde estaban los cines en Antofagasta y que tenía un primo que vivía cerca de ahí. La casa de su primo era muy pobre: el papá sin trabajo, la hilera de hermanos, una casa en la que nunca había dinero. Pero este primo tenía un don o una gracia: contaba muy bien las anécdotas que le ocurrían en la calle, cambiaba la voz, hacía gestos... tenía la gracia del cuentacuentos. Y cuando llegaba una película buena al cine, se juntaban las monedas de toda la casa, lo mandaban a él y a la vuelta tenía que contar la película a toda la familia.
¿Entonces llegó “La contadora de películas” (2009)?
Claro, claro. Era algo muy lindo y le dije que era el comienzo de una novela. Él me dijo que se lo había contado a un montón de huevones y yo le pedí que me la regalara. Me dijo que sí y llegué casi levitando a la casa, dejé al Cristo por ahí y me puse a escribir “La contadora de películas”: la historia de una niña cuentacuentos ambientada en el desierto, para poder contar las cosas mágicas que yo viví en los cines de la pampa. Me demoro año y medio o un poco más en escribir una novela. Esta, en tres meses la tenía lista. Bueno, la terminé y la miraba genial y de pronto como una mierda, que no valía para nada. Se la mandé a mi agente y le dije: “Mirá, estoy escribiendo una novela larga que me tiene loco pero en medio me salió esto. Ve qué se puede hacer”. Al otro día me contestó: “Me la leí anoche, me parece maravillosa y hoy se la ofrezco a Alfaguara”. La compraron ya y la publicaron ya. Así, “La historia de la resurrección” pasó a ser la número 11.
¿Y el milagro?
¡No podía ganarme el premio Alfaguara con la novela 10 o la 12! Tenía que ser con la 11 y el milagro es de esta.
(Rivera Letelier señala los ejemplares de su obra que están sobre la mesa. En ella, nace un Cristo a los 33 años, un tipo común y corriente que hace la promesa a su madre fallecida de que, en su memoria, se vestiría como el Cristo de la Biblia y predicaría el evangelio. “Eso es lo que él cuenta”, dice el novelista.)
¿Tú no le hiciste la misma promesa a tu padre, que también era predicador evangélico?
¡No, jamás! Yo era una descreído. Mis hermanas oraban con fervor y yo, desde muy niño, me hincaba pero nunca creí. Soy un convencido de que uno nace para algo y nace para no ser algo. Uno nace para ser escritor, para ser bailarín, para ser actriz o actor, para ser futbolista, ¡qué sé yo! Así se nace para religioso. Si no naciste para eso, te podés criar en un convento o en una iglesia evangélica, como yo, y no aprendés nada.
Entonces, la que nació para devota es Magalena, la devota de tu Cristo de Elqui.
Es que este Cristo tuvo muchas, pero se les enfriaba la fe muy pronto y lo abandonaban.
¿O era muy malo en la cama?
¡Anda tú a saber! Pero me parece que no porque, por la foto que he visto de él, el huevón tenía la pinta de un macho cabrío. Durante una charla en un pueblo cerca de Santiago, ya con el libro casi listo, me preguntaron qué estaba escribiendo en ese momento. Les conté que era una novela sobre el Cristo de Elqui y una señora empezó a levantar la mano desesperadamente. Le dieron la palabra y dijo que ella lo había conocido. La miro y le digo: “No, usted es muy joven para haberlo conocido”. “No”, me dice, “lo conocí en sus últimos días. Él vivía en mi barrio, en Quinta Normal, en Santiago, a principios de los 70s. Era fabricante de guitarras”.
¡Terminó como un luthier!
¡Un Cristo que termina su vida haciendo y vendiendo guitarras en un cantón! Ja, ja, ja. Y me dijo que vivía en una casa muy humilde y acompañado de dos acólitas, dos Magdalenas. El huevón se murió con dos acólitas y que se lo hacían de todo corazón y sin remilgos, como dice la novela, ja, ja, ja.