El Ágora /

Los emos: más allá del juego de morir

Aunque lo más conocido sobre los emos es esa supuesta tendencia suicida, algunos de ellos aseguran que no hay ninguna exigencia ni siquiera de cortarse las muñecas para poder ingresar a un grupo emo. Y parece ser un mito su afición a la muerte.

Domingo, 15 de agosto de 2010
Lauri García Dueñas / Fotos: Fréderick Meza

En la calle, son los responsables de perseguir asaltantes, sicarios, violadores, narcotraficantes, homicidas... Pero ahora están en el salón de clases, recibiendo capacitación. Esposas al cinto, botas negras, pistola a la cintura, los agentes policiales miran atentos hacia una pantalla blanca que se despliega en la pared. Las láminas se suceden y muestran fotografías de chicas y chicos adolescentes con el flequillo tapándoles los ojos, usando ropa de colores pasteles, maquillados con un fuerte delineador negro y con pantalones ajustados al tobillo. Sí, la policía también tiene en la mira a los emos.

Estos policías pertenecen a la División de Servicios Juveniles y de Familia e intentan aprender a reconocer a esos chicos de suéteres negros o rayitas que muestran una actitud de desprotección y un dejo de tristeza y ternura.

La subcomisionada Nery Salles justifica la preocupación que la Policía Nacional Civil ha puesto en estos grupos y no oculta que los ven como caldo de cultivo para potenciales delincuentes. “Con el tiempo se han venido dando grupos que se han vuelto criminales como las pandillas y estos grupos que han salido ahora como son los emos, los que andan en patinetas, los que andan pintando paredes, una cantidad de nombres, metálicos, otros que les llaman rockeros y que en algún momento pueden volverse violentos pero no es la norma”, sostiene.

La subcomisionada admite la carencia de información en la División sobre los emos y otras agrupaciones urbanas. No saben distinguir quien es quien y dado que tampoco son sicólogos, se las ven a palitos cuando de prevención de emos se trata. Eso sí, asegura, en la calle, la Policía solo los revisa o detiene cuando realizan transgresiones a la ley y no es una política perseguirlos. Los emos, en cambio, opinan lo contrario y varios se quejan de acoso policial.

Los policías salvadoreños no son los únicos que no saben con certeza qué es un emo. Algunas personas de a pie admiten que nunca en su vida han visto uno. ¿Dónde están los emos? ¿Quiénes son y qué hacen? ¿Es cierto que quieren morir? Son de las primeras preguntas que salen al paso. Pero hay quienes van un poco más a fondo. ¿Qué aportan?, se pregunta un profesional extranjero que trabaja para una ONG en pro del ambiente.

La era del mechón sobre los ojos

Hace menos de cinco años, en municipios como San Salvador, Apopa, Mejicanos, Soyapango, San Marcos y San Miguel, empezaron a aparecer muchachos que llamaban la atención por su forma extravagante de vestir y por su corte de pelo.
No era una cuestión de género ni de clase, aunque la mayoría de sus integrantes proviene de barrios populosos y familias disfuncionales, con padres ausentes o simplemente indiferentes. Sin embargo, los centros comerciales de zonas exclusivas también se convirtieron en pasarelas para el desfile de estos grupos que, a secas, llamaban la atención por su estética, y porque veían al mundo con los ojos detrás de un flequillo.

Las hojas de los periódicos y revistas se llenaron de artículos. Mucho se ha escrito sobre ellos. Son parte regular de las páginas de espectáculos.

Más adelante, el canal 2 de televisión hizo un reportaje sobre ellos, en el que con música tétrica de fondo y adosado con un locutor de voz dramática, dio el pincelazo brutal: los emos buscaban suicidarse.

Desde entonces, una desesperada preocupación corrió entre los padres de familia y maestros, la gente empezó a gritarles en la calle “basuras”, rechazando su forma habitual de andar por el mundo, y se fue estableciendo en el lenguaje de uso común que estar triste o deprimido era sinónimo de emo.

Mientras, en contra de los estigmas que les colocaban, cientos de adolescentes salvadoreños se agruparon alrededor de esta tendencia, aprendieron a acuerparse, a defenderse y a escabullirse de los periodistas para evitar ser reconocidos en televisión o en periódicos por sus familiares que les critican su forma de vida.

Uno de los grupos que surgió en esa época fue el de Toky. Este joven de 17 años vive en Mejicanos y es líder natural de los emos que se reúnen semanalmente en un pequeño parque que solo cuenta con una cancha de básquetbol. A la sombra de viejos árboles ornamentales, descansan en las bancas enfrente de las escuelas de noveles conductores, a un costado de una de las avenidas principales de la ciudad.

Nadie ha nombrado a Toky como jefe de la tribu, pero todos se dirigen a él cuando tienen que ponerse de acuerdo sobre lo que harán cada una de tantas tardes lúdicas. Es él el que indica dónde ir y quien, desde su teléfono celular, contacta al grupo para señalar el lugar de reunión. Es él el que conoce los detalles más privados de las vidas de los miembros y ex miembros del grupo, incluyendo depresiones amorosas o problemas familiares. Es él el quie decide si abandonar el lugar ante la presencia policial o de sus acérrimos enemigos. Es él quien toma decisiones cuando las provisiones merman. Es él la cabeza de un grupo aparentemente acéfalo que funciona basado en la espontaneidad del placer y no sigue un orden jerárquico.

“Fue hace… digamos tres años cuando empezamos a salir a las calles, reclutando gente, para que vieran qué era lo que venía, supuestamente moda, pero para mí no es moda, es un estilo de vida”, dice Toky.

Sonia, de 16, explica algo en lo que coincidió la mayoría de emos consultados: el clic de la imagen para ingresar al movimiento. “Pues yo llevo en esto desde hace dos años, me metí porque me llegó su forma de vestirse, el peinado, los colores, las extravagancias, por eso me llamó la atención, también la música, después me fui metiendo más a fondo, el emo core, el screamo, el screamo electro, varias ondas así. Somos una familia”, dice.

Familia que se reúne todos los días a la misma hora, que solo deposita confianza entre las más allegadas, que huye de extraños que se acercan, escucha la misma música, intercambia mensajes y confidencias, caricias, guiños y peinados, y coopera cuando alguna no tiene para el pasaje.

La mejor amiga de Sonia es Mati, de 15 años, quien asegura que lo que hace distintos a los emos es el pegamento que los une: “Somos como cualquier persona, lo único que cambia es la gran unidad que hay entre nosotros, el amor y el respeto”.

Unidad es lo que se observa en estas emos de la pasarela del Instituto Morazán, en San Salvador, que cada mediodía se reúnen para recostarse sobre una pared o sentarse en los escalones. Bajan la mirada si un personaje externo circunda su territorio, hablan en voz baja entre ellas y se disuelven ante cualquier posible intruso. Estallan en carcajadas frenéticas ante el chiste más nimio.

Son como cualquier adolescente y no, porque no todas las adolescentes cubren su cara con un fleco, se deprimen tan constantemente o son capaces de defender su territorio y sus amistades sobre cualquier cosa. No cualquier adolescente soporta henchida y rabiosa los gritos que les dedican en la calle, por traer un pelo más lacio y tijereado que el resto de los mortales y por parecer más tristes que lo habitual.

-Me mojaste en el recreo -reclama una.

-Ja, ja, ja -suelta la otra una carcajada-. Sí, ¿Y qué? -responde, triunfal.

Si alguna tiene un problema, las demás la rodean, la escuchan. Cuchichean, se miran, vuelven a disolverse. Son pocos los minutos libres que comparten a la salida del Instituto, pero los celan como un tesoro brillante escondido ante cualquier invasor, protegido con miradas esquivas ante cualquiera que no sea emo. Aunque socializan con sus compañeras de clase, solo mantienen lazos de amistad fuertes entre la tribu. Es decir, llamadas, citas, secretos amorosos. La confidencia no se le regala a cualquiera.

-Más que todo cuando nos sentimos mal, vamos con nuestros amigos porque sabemos que su apoyo siempre lo vamos a tener en las buenas y en las malas -dice Mati.

Ser emo es sin duda cuestión de grupo: Toky y Sonia no se conocen, aunque tienen una amiga en común. Si eres emo, al final, formas parte de una minoría y los lazos de amistad se tienden independientemente de la zona donde vives. Hay pequeños grupos que se forman sobre todo en los centros escolares, que solo se conocen entre sí, pero algunos logran relacionarse más ampliamente con otros grupos en los centros comerciales, en las reuniones en los parques o por amigos comunes. Sin embargo, los emos prefieren relacionarse con sus congéneres más inmediatos, y penetrar al terreno grupal por medio del messenger y páginas web sociales.

Toky y Sonia decidieron desoír la voz de sus respectivos grupos, que les pedían que no hablaran con periodistas. En general se muestran resentidos con la prensa debido a lo que se ha publicado sobre ellos. Creen que los periodistas no han sido del todo justos y precisos y no han reflejado lo hondo de su vida cotidiana, más allá del estereotipo de suicidas.

-¿Y qué es lo que más les gusta hacer? -pregunto.

-Salir a vacilar -responde Sonia.

El vacil en los emos puede ser de dos tipos: el primero, simplemente de convivencia, y el segundo, cuando intervienen ciertas sustancias.

 

El parque

Son las 3 de la tarde y 12 emos -cuatro chicos y ocho chicas- se reúnen frente a una tienda de ropa, en San Salvador. Ellas están tomando aparentemente gaseosa de naranja.

Aunque está claro que andan juntos, ellos permanecen separados de las chicas por unos tres metros de distancia, aunque también queda en evidencia el puente de coqueteo físico entre los unos y las otras. Hablan por sus celulares, ríen.

Todos visten de colores pastel y pantalones ajustados. Ellas usan el clásico delineador negro y un osito de felpa rosa fucsia pasa de mano en mano. Abundan los broches redondos, zapatos con brillantina, colorete en las mejillas y el típico ganchito sosteniendo el fleco que a menudo les cae sobre los ojos. Ellos calzan zapatos de puntas y pantalones entallados.

Entre ellos destaca uno: el Crazy Forever. Con su ropa floja, uñas largas y pelo rapado, oscila entre los pequeños grupos que se han formado, pidiendo una cora para la causa. Los muchachos se revisan los bolsillos. No asoma ningún billete. Unos dan monedas y otros ni eso. El Crazy es paciente y espera hasta llegar a la cantidad necesaria.

Termina la recaudación y cuando empiezan a moverse intercepto al grupo masculino. Después de una larga negociación en la que el resto del grupo se aleja de mí para evitarme, Toky acepta mi petición y me responde con sequedad que los alcance en el parque de una residencial cercana al centro comercial, a ver si se les da la gana hablar conmigo.

-¿Puedo ir con ustedes? -pido, y explico para qué, largamente. No les agrada mi presencia, evitan el contacto visual. En cambio, Toky me mira fijamente a los ojos y responde:

-Sí, pero a ver si los demás quieren hablar con usted.

Llego al parque y ahí aparece a la vista una “pata de elefante” de ron, que han estado mezclando con gaseosa de naranja y para la cual el Crazy estuvo haciendo la colecta.

Cuando los volví a ver, tres semanas después, era vodka con cola. Pero el ritual se respetaría intacto Antes de empezar, cada tarde de sábado, el Crazy pide coras para comprar el alcohol que beberán entre todos.

En el parque, a un lado de la escalera de cemento, a un costado del grupo, las emos esquivan la mirada intrusa y cuchichean. Entre gritos chillones, una de ellas explica su estado histérico con voz aguda:

-¡Son las pastillas!

-¿De cuáles han tomado? -pregunto.

Ella se tapa la boca como quien ha dicho algo que no debía, frente a alguien que tampoco debía de estar ahí. La chica no termina de explicar la naturaleza de las pastillas. Pero suelta otra carcajada.

Trato de permanecer entre ellas, pero me esquivan. Me siento en una banqueta, cerca. Hacen pacto visual de silencio, pero otra no se resiste y me dice:

-¡Me encanta tu bolso!

Volteo a ver y la entiendo. A la par he dejado descansando mi cartera negra llena de calaveritas y corazones. Una muy parecida a las que ellas usan. Corazones y huesitos. Sus amigas reprimen su comentario dedicándole una mirada que indica que no es bien visto que hable conmigo. Me escrutan de arriba abajo. No les gusto. Y nunca acabará de gustarles mi presencia. Fruncen el ceño, se apartan de los escalones y se van a platicar a los juegos infantiles. Días después me observarán con la misma hostilidad, al introducirme en su reino de diademas de princesas. Ese reino donde se reconocen bonitas y circulan entre los grupos de chicos que las miran babeantes.

El grupo masculino acepta hablar, debajo del aro de básquetbol. No son ni las 5 de la tarde y la mayoría ya están borrachos, unos más que otros. A unos cuantos metros, el Crazy Forever observa. No parece emo. Y es que no lo es. Más tarde explica que él es “otra onda” que no puede decir. Primo de un emo, es una especie de retaguardia para defenderlo de posibles ataques.

El gordo, de 18 años, quien es uno de los más borrachos, presume su cabellera, su orgullo.

-¡Verga de pelo! ¡Mi mamá por este pelo dice que soy culero! -se queja.

Me muestran orgullosos las señales de las cortaduras que se hicieron cerca de las venas, dibujando formas azarosas, caritas y letras. En frenesí, van destapándose las muñecas uno a uno, dejándose fotografiar en la medida en que han ido agarrando confianza.

El momento es propicio para que suelten sus inquietudes. Doggy, de 18 años, por ejemplo.

-Los skin heads dicen que nosotros nos queremos parecer a ellos. Jamás ni nunca, nosotros lo que tenemos es un estilo de vida suicida, un estilo propio, mirá, tengo rajada toda mi muñeca, todo emo tiene la (mano) izquierda rayada, tengo “emo” grabado -dice, mientras muestra sus extremedidades llenas de cicatrices-. Yo me he intentado quitar la vida dos veces. Pero mi misma novia me ha dicho “yo sé que vos sos emo, te respeto, pero no quiero que te cortés”.

Doggy asegura que no se mató, precisamente gracias a su novia.

Otro de los muchachos asegura que un amigo se cosió la boca y las venas hasta morir. ¿Leyenda urbana?

Lo primero que hacen esta tarde es hablar mal de los punks, quienes supuestamente siempre los atacan. Todo sería cuestión de envidia, porque a los emos, aseguran Doggy y Toky, “les salen más bichas”. Ese temor a la agresión quizás explique la presencia de Crazy Forever.

Pasan los minutos y las chicas empiezan a acercarse, aunque insisten en que no quieren fotos. A menos que... a menos que Frederick, el fotógrafo de El Faro, les dé cinco dólares. Insisten, pero no obtienen nada. Repiten que no tienen para el bus y una de ellas está vendiendo cigarrillos a cinco centavos cada uno. Más tarde y más tranquilas, en medio de carcajadas etílicas, se dejan tomar fotos.

Oscurece y los emos ya se tambalean. Mientras, a un par de cuadras de ahí, un grupo de unos 30 punks se dirigen en dirección del parque. Llegan de un “toque” (concierto) en un bar donde cada fin de semana varias bandas ejecutan ska y punk desde el mediodía, para favorecer a aquellos que se mueven en transporte público.

Cuando ven llegar a los punks, las primeras emos gritan atemorizadas. “¡Por favor, vámonos!”, y corren despavoridas. Los chicos se quedan. Ambos grupos empiezan a intercambiar insultos y señas soeces. Los emos, borrachos, piden a los punks que se vayan. Toky y el líder punk se colocan frente a frente, midiéndose con la mirada. Entonces, el Crazy Forever, de pelo rapado, uñas largas y ropa floja, aparta a Toky, se para frente al jefe punk y le dibuja con las manos una señal como las que hacen los pandilleros. Asustado, el jefe punk, de cresta fluorescente, le pide paz.

-Calmado, no me rifés eso.

-Nosotros somos algo más que ustedes -responde el Crazy, en referencia a la mara.

Los punks retroceden. Subsumidos al fondo del parque, rayado de grafito, se sientan y empiezan a tomar su alcohol. Explican enfáticos que no les simpatizan los emos por suponer que son una moda y no una forma de vida. Aseguran que no querían atacarlos y que solo andaban buscando un parque para beber tranquilamente.

 

La pasarela

A la salida del Instituto Nacional General Francisco Morazán se encumbra sobre el abundante tráfico vehicular una vieja pasarela roja, de estructura metálica y redondeada. Cuando se acerca el mediodía, la actividad a su alrededor empieza a cambiar. Chicos bien peinados y de tenis relucientes esperan que suene el timbre de las 11.40 a.m.
En la reja del Instituto, las niñas están impacientes por salir. Afuera, una anciana encorvada prepara una pequeña cesta con ganchos para el pelo, colas y aretes. Al abrir la puerta, las chicas de uniforme blanco se dispersan. Algunas buscan con la mirada y ubican a quien las espera. Se van, contentas, de la mano de alguno de los chicos de tenis relucientes y bien peinados. La anciana hace su agosto: las niñas se abalanzan sobre su cesta y le compran su bisutería.

Salen Sonia y otras siete chicas. Solo dejan fotografiar los bolsos y sus adminículos emos. Nada de rostros. Se resisten y mencionan el reportaje del canal 2 y el hecho de que ahora todos las tratan como unas suicidas. Sonia dice que el grupo decidirá si dan declaraciones. Tienen que consultar a los demás, pues no pueden hablar sin permiso.

Mati, de 15 años, accede a hablar acompañada de Sonia, de 16.

-¿Por qué estás en los emos, Mati?

-Porque encontré algo que no había encontrado en ningún otro lugar.

El tiempo debajo de la pasarela pasa rápido, las chicas no suelen estar más de una hora a su sombra. Las parejas de novios van alejándose, y la señora que hace su agosto vendiendo ganchitos recoge sus bártulos cuando las últimas muchachas se han despedido.

-Somos como cualquier persona, todo mundo tiene depresiones alguna vez, no necesariamente tenés que ser emo, también no saben por los problemas que pasamos como adolescentes y que la gente incrementa con la discriminación que están haciendo, porque nos hacen sentir mal de una u otra manera -añade Mati. Y se lamenta de las ilusiones que se rompen con el tiempo-. Cuando era pequeña yo tenía la idea de una vida perfecta, pero lo que más me marcó fue cuando mis papás se separaron, eso sí me dolió bastante.

Los padres de Sonia también se separaron y ella vive sola, según dice, aunque no quiere dar detalles.

-¿Qué es lo más duro que te ha sucedido?

-¿Lo más duro que me ha pasado? La verdad es cuando mi papá se separó de mi mamá. He crecido sola prácticamente, porque no tengo comunicación con mi papá, esa onda me ha marcado definitivamente, siento como si sola me independizo, no he tenido realmente unos padres. Entonces en nosotros, en los emos, hemos encontrado una familia, podemos desahogarnos, compartir ondas que quizás no compartimos con los padres.

Llega la hora de hablar de los novios.

-No tenemos -dice Sonia-. Sí hemos tenido, pero es que ahorita, por la misma onda que estoy viviendo es como que si tengo un novio, no siento que me vaya a llenar, como que el amor lo he perdido, porque como que sí me ha marcado lo de mi papá… casi no pienso un noviazgo, se me ha ido esa onda.

Sonia ha repetido un año y otro lo dejó de estudiar. A su edad debería de estar en bachillerato pero todavía está en octavo grado. Acaba de salir de exámenes de Ciencias y Lenguaje, pero cuando se le pregunta cuán bien le fue, una mueca de indiferencia es toda su respuesta.

-¿Preferirían un novio emo o uno no emo?

-Depende de las personas, hay cheros que lo agarran así como broma, y otros que sí lo agarran en serio, con los que lo agarran en serio es una relación más cariñosa, más amorosa, más centrada -dice Mati.

De regreso al parque

Son las 3 de la tarde y se han reunido unos 20 chicos frente a una heladería, cerca del parque donde el otro día los emos se encontraron con los punks. Ahí están Toky, Joshy, Doggy, el Crazy y las chicas.

Los ritos se suceden en orden. Ellos coquetean a las chicas, pero ellas están más alejadas del grupo. Parece que no les interesa más que lo que hablan entre sí.

El Crazy comienza a recoger el dinero para el vodka. Solo después de largos minutos logra recoger suficientes monedas para comprar la botella. Las muchachas no contribuyen a la causa.

Se van al parque, que está sucio, lleno de desperdicios de plástico y ropa vieja. Una familia llega a jugar básquetbol y el grupo la observa desde las bancas, con tedio. El tiempo pasa despacio. Es la hora de la siesta y es domingo. El aburrimiento hace mella en el grupo.

Ahora les acompañan dos chicos que son ex emos, de la camarilla fundadora de este crew (grupo). Tienen 21 años y una terrible resaca. Se les antoja una sopa o algo de comer. Un tercero se lamenta y asegura que le duele el hígado de tanto tomar. Está encorvado, le ofrecen un trago y dice no.

Toky comenta que la depresión crónica de uno de sus amigos que ya no llega al parque puede ser originada por su extremo abuso del alcohol. “Toma todos los días”, asegura.

Ahora les acompaña también una de las chicas del Instituto, quien luce sus tenis all stars altos con cintas de colores fluorescentes, un agregado de tela rosa en forma de corazón en sus jeans y un maquillaje lleno de brillantina. Aquella tarde, esta chica era la que más lucía y la que menos hablaba. Estaba absolutamente concentrada en arreglarle el pelo a una compañera y las demás del grupo participaban silenciosas. Parecían unas geishas pop.

Aparece el Gordo con un morete en uno de sus ojos. Dice que se lo hizo un skate de la colonia Metrópolis. Toky refuta la versión porque cree que, si en realidad le hubieran dado con una patineta, le hubiesen sacado el ojo.

Aparecen los punks pero ni eso rompe el tedio. El sonriente emo Colocho, de 15, conoce a los antagonistas. Se saludan. Nadie arremete contra nadie.

El Colocho tiene el pelo rizado, como su apodo lo indica, pero se alisa el fleco para no quedarse atrás de la estética grupal. Sus compañeros le dicen “freak” (raro) pero se nota que siendo el más pequeño de estatura, es el que despierta más simpatía.

Osiris, de 20 años, del grupo punk del mismo parque, aclara que muchas veces los emos creen que van a ser atacados por los punks, cuando estos últimos ni siquiera lo están pensando. Paranoia, dice. Sin embargo, otro punk, Mario, de 15, admite que con sus amigos han atacado emos para robarles dinero y comprar alcohol y marihuana.

Hay un vídeo de un grupo musical emo salvadoreño llamado “Los Depres”. Uno de los chicos del parque critica que solo “son unos chavos tocando delante de un muro”. ¿Son buenos? “No”, dice.

En el escenario musical salvadoreño, los grupos emos han pasado a denominarse indie. Entre los más representativos del género está “El sueño de Camila”. Julio Ramírez, promotor musical, explica que los grupos emos han cambiado su mote a indie para huir de la calificación de “losers” (perdedores) que se habían ganado.

 

El patito feo

No solo los policías creen que la tendencia emo no debería de existir. La intolerancia o incomprensión del fenómeno se extiende hasta los padres de familia, maestros... por eso se creó Emos Unidos Contra los Antiemo (EUCLA).

-Es un movimiento internacional -explica Joshy-. Ya hay nueva EUCLA en San Marcos.

Los crew a los que pertenecen surgieron con esta filosofía de trasfondo, agrupando a jóvenes de los barrios más populosos de la capital, y de algunos departamentos del oriente del país.

Toky deja claro que están dispuestos a reaccionar en la misma forma en que los traten.

-Un antiemo desde el momento en que es antiemo es porque le caen mal los emos, de la nada. Pueden verlo a uno en la calle y golpearlo, pero nosotros somos personas igual que ellos, por eso hemos hecho las reuniones EUCLA. Eso quiere decir que si hay un antiemo o algo, nosotros vamos a responder.

La discriminación contra los emos ocurre incluso contra quienes no lo son. Como le sucedió a Gabriela Michelle, de 15 años.
En un parqueo de Ciudad Merliot, su madre, Delia, habla de los piercings de su hija y de su talento para el dibujo y la redacción.

Gabriela se siente identificada con los floguers o pokemons, a quienes describe como “emos contentos”, pero en realidad no son emos.

-¿Qué son los floguers?

-Les gusta el animé, pero sus ideales son lo contrario a los de los punks, no les gustan los vicios, solo toman bebidas de fantasía, les gusta salir a molestar, cuando ven a los punks también se pelean con ellos y usan bastantes pierciengs, los cheros usan el pelo hasta los hombros, estilo argentino, las cheras también, usan fleco, se visten de colores.

Los floguers también se caracterizan porque al escribirse entre ellos, en el messenger sobre todo, cambian las “a” por “h” y las “v” por “w”.

Luego evoca cuando se sentía discriminada, cuando la criticaban en la iglesia, en la colonia e incluso en su familia, porque sospechaban que era emo, por el solo hecho que vestía falda rosada y una camisa negra para ir a la iglesia.

-Para elegir un grupo lo que cuenta son los ideales, nosotros estamos buscando hacer algo diferente, y por eso estamos buscando ser algo diferente. A esa gente que nos grita, ¿Por qué grita si no les estamos haciendo nada? Creo que aquí en El Salvador la gente todavía es de mente cerrada, como que tiene que abrirse un poquito y dejar a las personas ser, deberían de respetar. Es como la gente que va a la iglesia, está bien que vayan. Nosotros no vamos a ir a gritarles que no vayan solo porque no nos parece.

Mientras los emos y los floguers abundan en los centros escolares, sus maestros y directores oscilan entre la incomprensión y el rechazo.

-Una vez un maestro nos dijo que mejor nos suicidáramos -cuenta Mati, hablando junto a Sonia.

-Que si teníamos tanta caca en el cerebro que nos suicidáramos de un solo -agrega Sonia.

José Antonio Hernández, el director del Instituto, niega que algún profesor les haya llegado a decir eso, aunque su visión es que los emos están desperdiciando sus días.

-Los grupos de emos es porque no tienen algo beneficioso que hacer por ellos mismos, andan algo perdidos en la vida, tratando de llamar la atención de una forma que no es conveniente.

En la institución que dirige, si las chicas llegan maquilladas o con suéteres de colores que no son los del uniforme, les llaman la atención, les ordenan lavarse la cara y en última instancia se manda a llamar a los padres.

-¿Preferiría que los emos no existiesen?

-Sí, así es, porque son personas que no se ubican en la sociedad, que al final hasta tienen actitudes suicidas, tienden a cortarse las venas, eso no es una persona normal.

La mayoría de emos entrevistados por El Faro, aunque admite haber pensado en suicidio -y algunos han llegado hasta a hacerse cortaduras-, no muestra una verdadera intención de matarse, aunque su imagen sea de candidatos al suicidio. El agente policial Miguel Chamul asegura que los mismos emos han construido esa identidad.

Cuando se le pregunta si preferiría que los jóvenes se incorporasen a un grupo como este en lugar de a una pandilla, lo rechaza, porque considera que actividades positivas son prácticas como deportes, defensa personal o caminatas.

El director Hernández coincide en este punto.

-Las dos cosas son incorrectas, y no se las tenemos que permitir, ni una ni la otra, hay que reconocer qué es lo correcto y pedir que eso se haga, que no se haga otra cosa.

Para el director, los únicos deberes de un estudiante son estudiar y ayudar en la casa y, en su defecto, ingresar al mundo laboral.

Sobre estos llamados o expresiones de intolerancia, Toky comenta la vez cuando una maestra de su colegio dejó que anduviera con su pelo largo estilo emo, después de que él le advirtió que renunciaría al bachillerato si lo obligaban a cortárselo.

-La maestra me dijo: “Mirá, y emo, ¿qué es?” Empecé a explicarle y me dijo: “Vaya, hágase el pelo para atrás, es primera vez que doy permiso, pero hágaselo para atrás, que no lo quiero ver emo aquí”, y ya lo llevaba recogido y cuando salía me lo arreglaba.

Joshy la ha tenido más difícil. Lo echaron temporalmente de su hogar por andar metido en los emos y tres de sus familiares lo agarraron a la fuerza para cortarle el pelo. Pero no lo lograron.

Y prácticamente todos tienen alguna historia de insultos que contar por su apariencia o por su pertenencia a los emos.

-Mi familia en mi parte de emo dice que soy culero, que soy gay, por el pelo, pero ellos me andan más en cuidado de que no me vaya a ahorcar, algo así -dice Toky.

Las chicas de la pasarela protestan también.

-Pues realmente me han gritado en la calle que soy una basura -cuenta Sonia.

-Eso es normal que nos pase… -responde Mati-. “¡Qué asco, ahí va una basura!”, dicen.

-Nosotros no hacemos nada malo, no somos mareros, no hostigamos a las personas, nada que ver con eso, a nosotros no nos gusta la violencia, ni maltratar.

-Eso sí, si nos buscan y quieren hacernos algo, tampoco nos podemos dejar, no somos pasmados...

-Nosotros, si un bolito nos habla, le hablamos, quizás no discriminamos a nadie porque no nos gusta que nos discriminen, se siente feo...

Toda moda tiene su fin

Aunque lo más conocido sobre los emos es esa supuesta tendencia suicida, Toky asegura que no hay ninguna exigencia de cortarse las muñecas para poder ingresar a un grupo emo. Y tal parece que tampoco es cierta su afición a la muerte.
Y cuando se le pregunta a los emos si piensan seguir siéndolo toda su vida, incluso cuando envejezcan, dicen que no. En esto hay diferencia respecto de las otras tribus, pues por ejemplo los metaleros dicen que llevarán el rock en sus venas hasta el final de sus días. Los emos no. Todos los emos consultados tienen planes a futuro para sus estudios y familia. Es decir, en el fondo, no están buscando suicidarse.

Mati quiere ser siquiatra y se ve dentro de 10 años “superándose”. Sonia quisiera ser sicóloga:

-Me gusta conocer a varias gentes, ver cómo piensan, cómo se sienten y su estado emocional.

Toky también quiere tener una vida próspera y abandonar la cultura emo.

-Pretendería como gente mayor dejar esto y con mis estudios salir adelante, ser alguien preparado. Es mentira que me voy a quedar así, me gustaría cursar arquitectura o ser un administrador.

Otro que anuncia desde ya su retiro como emo es Joshy, quien perfila un futuro conservador y tranquilo para su vida.

-A mí me gustaría ser contador, salir adelante, seguir estudiando, terminar mi carrera, trabajar, tener mi esposa, mis niños y alejarme de la cultura emo.

-¿Por qué alejarte?

-Por ser mayor de edad, tener niños y familia -dice el chico de 15 años.

“El Sueño de Camila”, el grupo salvadoreño de música indie, acaso dé luces para entender cómo conciben la vida los emos: “Porque nada es seguro en este mundo, y en eso radica lo bello de la vida, porque qué triste sería vivir en un mundo monótono donde todo fuera felicidad y todos los días fueran soleados; porque no necesito nada para vivir más que un sueño, una esperanza y una razón: el sueño de lo que fue”.

Y mientras los emos sueñan con crecer y estudiar, mientras la pasan bien, apoyándose entre sí cuando están deprimidos, los agentes de la División de Servicios Juveniles y Familia de la policía continúan recibiendo en sus butacas el “Programa para la Prevención del Suicidio en los Grupos Juveniles ‘Emo’”. Y con sus esposas y pistola al cinto, en clase, miran la última diapositiva: “Podemos crear compromisos para prevenir el suicidio de nuestras hijas e hijos”.

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